Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

martes, 26 de junio de 2018

Fonollosa antes de Fonollosa


A veces una palabra cae en gracia cuando se cita a un autor y al igual que ocurría con los héroes medievales y sus epítetos épicos el término se repite casi como una definición del personaje. Algo así ha sucedido con José María Fonollosa (1922-1991), que inmediatamente atrae al vocablo «enigma». Hasta parece que este concepto connote vida y obra. Y sin embargo, nada hay menos enigmático que la biografía de Fonollosa, tan misteriosa como la de tantos escritores que no consiguen en vida el reconocimiento que merecen, generalmente hasta que se descubre algún misterio en sus escritos. Fonollosa aspiró siempre al reconocimiento de su obra, y lo disfrutó en vida. Aunque solo durante poco más de un año. No sé si es suficiente hecho este como para tildarlo de «enigma».
    Hay otras palabras que no se convocan al hablar de la peripecia literaria de Fonollosa y son más elocuentes. Prefiero «paradoja». La paradoja de Fonollosa. O en plural, porque no fue una sola. Las paradojas de la sociedad literaria que desveló y evidencia la obra de Fonollosa. Por ejemplo: cómo pudo pasar desapercibida una obra poética, en editoriales y en buena parte de los premios literarios de los años 80 a los que se había presentado, que nada más editada despertó el inmediato interés de prensa y de lectores. Otra, no menos inquietante: cómo ha podido permanecer inédito veinticinco años un libro que, editado solo como una antología agotaba edición tras edición. Y entre estas y otras paradojas, la que más desconcierta es por qué pudo ver editados Fonollosa todos sus libros de formación, en su momento, y sin embargo su obra mayor (Ciudad del hombre, Soledad del hombre y Poetas en la noche) recorrió más de cuatro décadas sin hallar editor, y la parte que se ha publicado ha sido con carácter póstumo. Para tratar de resolverla, o al menos la mitad de la paradoja, merece la pena realizar el retrato del joven escritor en las décadas de los 40 y 50 —entre sus veinte y treinta años—, es decir, Fonollosa antes de Fonollosa.
    El Fonollosa que hoy se reconoce, el que impactó desde las páginas de Ciudad del hombre: New York en 1990, había emergido en plena juventud. En carta de 1962 a José Luis Cano el autor lo confirma: «Inmediatamente el descubrimiento de mi voz personal. Empiezo Los pies sobre la tierra. Desde el principio sé que va a ser mi gran obra. (…) Será una obra pura auténticamente libre». En noviembre de 1948, cuando lo mecanografía y presenta a la censura, el manuscrito de Los pies sobre la tierra tiene 28 poemas, más de la mitad han pervivido en Ciudad del hombre y el resto comparte los mismos temas e idéntico tono. Es sin duda su germen. Empezó a escribir estos poemas a partir de 1947. Desde entonces hasta su primera edición completa, en 2016, han transcurrido 69 años. Los mismos que tenía el poeta al fallecer. Quizá otra paradoja.
    Pese a este temprano descubrimiento de su «voz personal», y posiblemente en paralelo durante una década, en el interior de Fonollosa convivieron el poeta que se forma en el contexto de su época y el poeta que logrará trascenderla. Este irá creciendo paso a paso durante tres décadas y aún deberá esperar una cuarta antes de conocer la imprenta. El primero encadenará entre 1945 y 1956 cuatro publicaciones, las que integran su período de formación: La sombra de tu luz (Barcelona, 1945), Umbral del silencio (Barcelona, 1947), Romancero de Martí (La Habana, 1955) y Poema del primer amor (La Habana, 1956). Los dos primeros títulos responden a una época de aprendizaje, el tercero es una experiencia poética —un singular ejemplo de simbiosis literaria con la cultura del país que le acoge, Cuba—, propia también de una fase de formación, y el cuarto, no reconocido nunca por el autor en los recuentos bibliográficos, encarna una vía poética de ingenuidad y candor, que exploró y luego quiso abandonar, en las antípodas de la voz cáustica que lo caracteriza.


En 1945, a los veintitrés años, publica su primer libro, La sombra de tu luz (Colección del Alba), en una elegante editorial de Barcelona: medidas amplias (14 x 20 cm), diseño de buen gusto, calidad de papel, excelente tipografía, generosa paginación (diecisiete poemas en ochenta y ocho páginas). En la contracubierta, el «Precio 15 ptas.». En plena posguerra debió de suponer un privilegio ver impresa la obra de un autor novel en un libro así. La sombra de tu luz posee las dos características propias del joven poeta: la asimilación del lenguaje literario precedente, que en este caso corresponde a la generación del 27 (tanto Salinas, como Lorca o Alberti laten entre los veros); y un aprendizaje de las técnicas artísticas que se concreta en una doble vía métrica: endecasílabos y octosílabos. Y escribe las composiciones en las que se siente más seguro: sonetos, décimas y romances. El tema del libro es el presagio del amor, «La espera» se titula uno de los primeros poemas, y el tono resulta vagamente simbolista. Como ejemplo de este primer Fonollosa se puede leer este soneto, «Ausencia»:

Estás aquí a mi lado, cual gacela
soñada por los brazos del camino;
estás aquí a mi lado, como un pino
que no alcanzan mis manos y vela.

Estás aquí, dormida, como estela
de un río que no encuentra su destino,
colmada de caricias que adivino
en las formas que el aire te modela.

El agua helada del espejo, niega,
lo niegan las estrellas, tu presencia,
y lo niega tu cuerpo que no llega

aquí tangible y cierto por la ausencia.
Mas ya que tu mirar me es enemigo
he de vivir así, sin ti, contigo.


    Leído desde el Fonollosa que reconocemos este poema presenta alguna curiosidad. Un verso le proporciona un lema al que podría ser el tema de toda su obra futura: «un río que no encuentra su destino». De esa incomodidad con el destino el poeta extraerá la fuerza de sus personajes poéticos, siempre desubicados ante sí mismos. Y sorprende aún más el final, en el que se percibe ya el tono propio, el ritmo seco y el modo abrupto de zanjar los poemas del mejor Fonollosa.


Dos años más tarde es invitado a colaborar en Entregas de poesía, una revista de presitigo en la Barcelona de posguerra, que dirigen Juan Ramón Masoliver, Diego Navarro y Fernando Gutiérrez, y publica en cada número «un clásico olvidado, un extranjero contemporáneo (…) y dos poetas españoles contemporáneos, uno reconocido y otro novel, este último casi siempre de Barcelona», según lo describe Dolores Manjón en su estudio sobre la época. En el número 24 y último, aparecido en 1947, el lugar del poeta «novel» le corresponde a José María Fonollosa, que publica un pliego compuesto por cinco poemas y titulado Umbral del silencio. Cinco poemas no es una extensión convencional de un libro de poesía, sin embargo Fonollosa lo mantuvo siempre como un título bibliográfico en todos los recuentos que realizó. Esta es ya la obra de un poeta joven que busca interpretar los rasgos del momento, tanto formales (el uso del arte mayor en versos blancos e incluso un lenguaje con cierta influencia del surrealismo de posguerra: «Tengo la voz sin brisas ni cascos de corceles») como temáticos (claramente existencialistas: «La muerte llega a ti como la yedra / que gime su alegría en la ventana»). Y de idéntica raíz es también el título, Umbral del silencio, aunque escondía en su significado un funesto presagio: su siguiente libro solo se publicará cuatro décadas más tarde.


    Tras la emigración familiar a Cuba e instalado en La Habana, el siguiente libro del joven autor responde a esta circunstancia con un esfuerzo poético de simbiosis cultural: el Romancero de Martí. La celebración del centenario de José Martí (1853-1895), poeta fundacional de la cultura cubana, le animó a abordar un extenso poema en octosílabos. «Cuatro mil octosílabos» declara en la contracubierta de la primera edición Ciudad del hombre: New York, aunque en un papel de su legado él mismo suma sus partes y obtiene el resultado de 3.505 octosílabos. La mayoría componen un romance en el que van cambiando las rimas, pero incluye también algunas décimas escritas con maestría. Al evocar el episodio de Isla de Pinos, donde Martí fue desterrado en 1870 tras salir de prisión, escribe esta décima:

En lugar de rejas, pinos;
en lugar de piedra, arena;
en vez de hedor, hierbabuena
y en vez de blasfemias, trinos.
Isla de Pinos, salinos
cantos le trae la mar.
Sus palmas vierte el palmar
queriendo alcanzar la mano
del joven mártir cubano
que la patria ha de salvar.


    El acento mesiánico que tilda la composición no le será ajeno tampoco al escritor maduro, que lo transformará —ya sin patrias que salvar— en un sentimiento de ensimismamiento individualista.
    El extenso poema recorre con tono descriptivo las vicisitudes biográficas de Martí. Pero quizá lo más interesante para el lector actual sea descubrir los rastros de lecturas del poeta en formación, que conforman una mínima historia del romance evocada en el ritmo de los octosílabos. Así, sobre todo al principio del poema, evoca versos épicos del Cantar de Mio Cid («Paco Vicente Aguilera / el bayamés generoso, / abraza en Carlos de Céspedes / al cubano victorioso»), traza paralelismos al gusto barroco («todas las sendas vigila, / vigila todas las lomas»), juega con los ecos del teatro romántico («Ay, la España de Lersundi / de la intransigencia trono, / de la corrupción asilo / y de la crueldad emporio»). Y no olvida tampoco evocar la renovación del romancero emprendida por Federico García Lorca: «En la rama de la muerte / apriesa nacen retoños». Y poco a poco, Fonollosa va encontrando su hueco en la tradición del Romancero: el prosaísmo, el ritmo áspero, la dicción despojada de poesía: «La madre de Martí sabe / de los manejos de su hijo. / No le preocupa la idea, / sí le preocupa el peligro; / su tardo llegar a casa, / el fuego de sus escritos…». En el retrato de Martí, Fonollosa supo también reflejar entreverado su presente: el fuego de los poemas de Ciudad del hombre que en aquellos años cubanos crecían a la par que los octosílabos.


El período octosilábico aún tuvo un último episodio antes de ser abandonada en favor exclusivo del endecasílabo: Poema del primer amor. Este volumen de pequeño tamaño (13,5 x 11 cm y 124 páginas), impreso en Cuba en 1956 por la editorial Anacaona, fue considerado en aquel momento por Fonollosa como su cuarto libro, pero este título no apareció en la contracubierta de la primera edición de Ciudad del hombre: New York (1990), la publicación siguiente treinta y cuatro años más tarde, donde el poeta sí consignaba los tres anteriores. Poema del primer amor consta de 53 textos que forman un único conjunto discursivo, como todas sus obras a partir de 1948. Incluye cuatro sonetos y cuarenta y nueve poemas de arte menor, de estos un 60% está escritos en verso blanco y el resto con rima asonante en los pares, en forma de romance.
     El asunto común de Poema del primer amor queda enunciado en el título con claridad, y los poemas van desgranándolo desde el lema que los encabeza: «Descubrimiento de ti», «El dulce ver de tus ojos», «La cita», «Palabras como pretexto»… El conjunto, sin secciones, discurre por tres ámbitos temáticos: el enamoramiento, el dolor de la ruptura y una suerte de teoría del amor que recorre los motivos principales de una relación, desde la conversión del yo en tú hasta los celos y los enfados. Un libro, en suma, de una inocencia y de una ingenuidad adolescentes que contrasta, en el polo opuesto de la sentimentalidad, con los poemas de Ciudad del hombre que continuaba escribiendo cuando se publicó en 1956. Un poema, impreso en las páginas 97 y 98 del volumen, puede servir como ejemplo de métrica y tono:

PRESENCIA EN LA AUSENCIA 
Hoy me he sentido muy solo
perdido dentro de tu ausencia.
No bastaba tu recuerdo.
Quería hallarte más cerca
y paseé por los lugares
que juntos antes nos vieran.
De ti me hablaron los árboles
con su verdecida pena;
me ha susurrado la brisa
palabras que tú dijeras,
y la fuente me ha devuelto,
reciente, amorosa, tierna,
el contacto de la mano
que un día allí tú pusieras.
Luego he mirado el paisaje
que antes por tus ojos viera
y me he sentado un momento
en el banco de madera
donde apoyaste tu cuerpo
al decirme con voz queda,
después de darme tu beso:
«Basta ya, que si nos vieran».
Luego he mirado las flores
y he sentido tu presencia.


     El rechazo posterior a esta publicación no resulta fácil de interpretar. Por una parte es cierto que lo aconseja la radical divergencia temática, formal y existencial que hay entre Poema del primer amor y Ciudad del hombre, pero por otra parte resulta evidente que durante unos años de su estancia en Cuba Fonollosa desarrolló en paralelo ambas poéticas tan opuestas, y prestigió con la imprenta una de las dos. Y aunque después quisiera ocultarla es posible que no la olvidara. En su legado se conserva un cuaderno escolar, de anillas, donde copió a mano ya en Barcelona todos los poemas del libro, pulcra y cuidadosamente, temeroso tal vez de que se extraviara el único ejemplar que trajo de Cuba a su regreso. Esta convivencia de ingenuidad y causticidad en un momento sin duda decisivo de su juventud traza otra paradoja que delata un profundo conflicto existencial entre aquel candor y pureza iniciales y el camino poético, tan rotundo e impuro, que decidió a renglón seguido el Fonollosa que reconocemos hoy.

[Quimera nº389. Abril de 2016]

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