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La región que rodea Estocolmo presenta una geografía particular. Entre la ciudad y las aguas abiertas del Báltico se diseminan por la costa cientos de islas, más de dos mil, de todos los tamaños, desde islotes con la dimensión de un jardín hasta las mayores, algunas que incluso forman barrios de la capital. Un laberinto de agua, al final del cual, hacia el noreste, justo antes de que el archipiélago acabe, se extiende Runmarö, «frente a la fortaleza verdinegra / del mar de septiembre» [Todas las traducciones que cito han sido realizadas por Roberto Mascaró para Nørdica Libros]. Isla de islas, también, pues en su territorio se dibujan nueve lagos moteados de islotes y diversas islas satélite. Tiene una extensión de 1.500 hectáreas (la misma que Cabrera, en las Baleares), con una forma ligeramente rectangular. Cuando Tomas Tranströmer (1931-2015) publicó en 1993 sus memorias de infancia recogió en estas páginas una única fotografía de la época, tomada sesenta años antes, en la que un niño de dos años, rubio, aparecía embelesado con la arena, una pala y dos cubos de hojalata, junto sus padres y frente a las paredes de madera listada de la casa familiar de verano, en Runmarö. Por otro poema posterior se sabrá que la casa era de color azul (Det blå huset).
A Runmarö se llega casi en autobús. La carretera desde Estocolmo, unos 40 kilómetros, va hilando islas hasta el puerto de Stavsnäs, donde un ferri cruza en pocos minutos la distancia hasta el muelle de Styrsvik, enfrente. Ya en Runmarö, los caminos y sendas se adentran enseguida en bosques de pinos y de abetos, que de vez en cuando circunscriben prados o simples extensiones de maleza. Las casas de madera, dispersas en el territorio, añaden notas de color a esta sinfonía del verde. Un jarrón con una flor, una figurita de metal o un velero de marquetería decoran sus ventanas sin cortinas.
A Runmarö se llega casi en autobús. La carretera desde Estocolmo, unos 40 kilómetros, va hilando islas hasta el puerto de Stavsnäs, donde un ferri cruza en pocos minutos la distancia hasta el muelle de Styrsvik, enfrente. Ya en Runmarö, los caminos y sendas se adentran enseguida en bosques de pinos y de abetos, que de vez en cuando circunscriben prados o simples extensiones de maleza. Las casas de madera, dispersas en el territorio, añaden notas de color a esta sinfonía del verde. Un jarrón con una flor, una figurita de metal o un velero de marquetería decoran sus ventanas sin cortinas.
Runmarö es también una isla fértil en orquídeas. De múltiples especies, además. Y el niño de la capital, en los inacabables días del verano nórdico, descubre un misterio que va de flor en flor a la vista de quien sepa comprenderlo. Las mariposas y los escarabajos. La entomología es su primer hallazgo. Tiene once años. A los quince le sale un competidor a esta tarea de juntar insectos. La poesía, la obsesión por descubrir y juntar palabras. Esta desbancará a aquella, o tal vez simplemente la absorba. Un poema en prosa de Sanningsbarriären (1978) evoca la llegada a la isla en barco, de noche, en otoño, como único pasajero: «Doy un largo brinco vacilante directo hacia la noche y ya estoy en el muelle, en la isla. Me siento mojado y torpe, mariposa que acaba de salir del capullo; las bolsas de plástico cuelgan de mis manos como alas atrofiadas».
«Diecisiete mariposas», «diecisiete escarabajos»… no es difícil que el niño piense una frase así ante una caja entomológica. «Diecisiete poemas», 17 Dikter, fue su primer título, publicado en 1954. Una cubierta de cartulina azul cielo con un diecisiete enorme, en blanco y en una tipografía con rasgos de escritura manual, centrado, más ilustración que título. Tomas Tranströmer tenía 23 años. Llama la atención la sequedad del lema. El libro está formado por un preludio y un epílogo, y tres secciones más. La mayoría son textos breves, entre 8 y 23 versos. Solo los tres poemas finales son extensos. La estrofa que más repite tiene tres versos de arte mayor y un cuarto quebrado. La mirada del joven, sin embargo, ha abandona el verdor «a flor de tierra» para elevarse, «este viaje vertical por el instante y las alas se ensanchan / hasta ser la quietud del gavilán sobre aguas torrenciales». Estos dos versos, escritos en el «Preludio», señalan el punto de vista desde que está escrito el libro. Y habla de constelaciones («en las alturas, sobre los árboles»), de gaviotas, de gavilanes, de tormentas, de las copas de los árboles, del «carro de las nubes»… Y omnipresente también el mar y su condición: «Quien / se va hacia la mar regresa rígido». El mar, aun en tierra: «Suecia es una extenuada / barca de tierra. Sus ásperos mástiles, / contra el cielo del anochecer».
17 Poemas es el fruto de un esfuerzo creativo por establecer la simbología del paisaje nórdico concebido como un ente vertical y unitario. Un paisaje en el que todos los elementos aparecen imbricados en una línea ascendente, desde la hormiga hasta el cielo estrellado. Desde el insecto hasta las constelaciones crean una única piel de oscuridad y frío, el rostro del Norte, en la que todo vive entrelazado: «Mira el árbol gris. Fluyó el cielo / por sus fibras hasta la tierra». Paisaje, naturaleza nórdica, imbricación sentida tal vez en los otoños de Runmarö que produce «Breves instantes / de libertad [que] se alzan de nosotros». Es decir, poemas.
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Los títulos que siguen al libro inicial señalan el punto de incorporación de novedades en su poética. Unas formales; la mayoría, temáticas. Su bibliografía traza un proceso de asimilación de motivos y temas, que una vez incorporados dialogan entre sí. Lo relevante, sin embargo, es observar cómo cada título ensancha los ámbitos sobre los que la poesía de Tomas Tranströmer va a hablar. En 1958, su segundo libro, Hemligheter på vägen (Secretos en el camino) introduce la visión horizontal, frente a la exclusiva verticalidad de 17 Poemas, es decir, las construcciones humanas (la ciudad, el pueblo) y la experiencia de habitarlas en el siglo XX, la multitud: «Una sensación como de multitudes ciegas e inquietas, / que pasan por las calles camino de un milagro, / mientras yo, invisible, permanecía inmóvil.» La actitud contemplativa que el sujeto poético había mostrado frente a la naturaleza se mantiene en este segundo libro, también la pasividad del objeto contemplado y su tendencia a la elevación: «La ciudad aún inmóvil / como un aprisco. Calles en calma. Y en / el cielo ruge verdiazul el motor de un avión. / —La ventana está abierta». Aunque las referencias simbólicas aún remitan a parajes naturales (y aun bucólicos, «un aprisco»), no solo el objeto descrito ha variado sustancialmente (ciudad, avión), sino que aparece un encabalgamiento que atenta contra la dicción clásica del verso («Y en / el cielo»).
La ciudad de Estocolmo está formada por una parte continental y un conjunto de islas. Su origen se encuentra en una de estas, Gamla Stan, la Ciudad Vieja, casi un islote donde se encuentran representados todos los estamentos de la tradición: el Palacio Real, la Casa de la Nobleza y un barrio de aire medieval donde entre tiendas turísticas perviven restos de artesanos, comerciantes y marinos. Un resumen de la ciudad. Al norte, en territorio continental, se extienden los distintos ensanches urbanos, Norrmalm —zona comercial y de negocios— y Östermalm —el barrio aristocrático—. Y al sur, la isla de Södermalm, el Barrio del Sur, el Estocolmo estudiantil y obrero construido, en buena parte, bajo el modelo de la ciudad socialdemócrata.
Tomas Tranströmer nació en Södermalm el miércoles 15 de abril de 1931. El actual número 33 de calle Grinds —al que me envía el primer capítulo de sus memorias infantiles— es un edificio pintado, ahora, en color mostaza, cinco pisos de altura, una fachada con seis ventanas de trazo vertical, cristales cuarteados, y un cuerpo del edificio ligeramente adelantado que forma la esquina de la calle y está decorado por un mínimo balcón, figura en general despreciada por los arquitectos suecos. Ninguna placa indica el paso de un Premio Nobel por la zona, una «calle en calma» (gatorna stilla), ancha y residencial que desemboca en un parque. Sí existe una placa, sin embargo, en Folkungagatan 57, donde pasó a vivir con su madre tras el divorcio de sus padres. Una calle más céntrica, en el noroeste de Söder, también más comercial y ajetreada, con tránsito y multitud de gente por las aceras. «Allí vivía un abigarrado vecindario», reconoce Tranströmer. Todos los recuerdos de esta casa hacen referencia al sonido y al movimiento, combinados. El poema que aparece reproducido en la placa del número 57 de la calle Folkunga, «Del invierno de 1947», empieza describiendo el edificio: «En los días de colegio, la sorda, hormigueante fortaleza». Y es cierto que el edificio es un panel liso de cinco pisos de altura y por nivel seis ventanas verticales, cuarteadas, que se rompe sobre los bajos con una cornisa en la que aparece la figura estilizada —novecentista se diría— de un minotauro que sostiene en su grupa una muñeca de trapo. El niño se sitúa dentro de esa fortaleza, «Quinto piso, la habitación hacia el patio», y concluye de nuevo con el recuerdo del ajetreo: «Hasta que en el amanecer venían los basureros / y hacían bulla con los cubos de basura allí abajo». Y cuando a finales de los años 60 regrese a ese piso y a esa misma habitación infantil, ahora desalojado y vacío, «silencioso», aún seguirá pendiente de sus sonidos: «Lo que se oye son las palomas del patio trasero, su arrullo».
En una calle paralela a Folkungagatan, por detrás del edificio, mucho más estrecha y sosegada —aún se conservan algunas casas de una planta, de madera, rústicas—, a unos escasos doscientos metros se alza el imponente edificio de ladrillo de la Folkskola, la escuela de primaria de «los días de colegio». Tres pisos de altura, grandes ventanales, fábrica de ampulosidad decimonónica coronada con un frontón neogótico con reloj negro, números romanos dorados y como pedestal una fecha en tipografía gótica, 1895. Las instituciones académicas suecas encarnan siempre la importancia social que se le otorga a la educación. En este caso, el edificio no solo es emblema de solidez social, sino también, por las grandes dimensiones y la enorme capacidad, de su carácter universal. Idéntica reflexión se puede realizar frente a la escuela de secundaria donde acudió el joven Tomas Tranströmer, el Södra Latin, al noreste de la isla sur. La misma fábrica de ladrillo decimonónica, aunque más estilizada y elegante. Y sobre la puerta principal una fecha, 1891, y —en tipografía dorada—, un lema, Högre Allmant Laroverk, Escuela Superior de Gramática.
Entre ambas escuelas, en el corazón de Söder, se halla uno de los dos lugares, junto al Museo de Historia Natural de Suecia, que más intensamente marcaron la época de formación del poeta, y sobre el cual escribió un entrañable capítulo en Visión de la memoria, «Bibliotek», la Biblioteca. Aunque los visitantes lo echen de menos, no se percibe en la sala de lectura el olor a cloro de la piscina que posiblemente ya no exista sobre la biblioteca, en el Medborgarhuset, una suerte de centro cívico ideado durante los años 40 en un espléndido edificio funcional, «un gran cubo». La biblioteca de hoy es abierta, acogedora y luminosa. En el piso superior una pequeña estantería cuadrangular conserva los libros de Tranströmer. Las ediciones originales. Las traducciones a tantas lenguas. Las monografías sobre el poeta. En uno de los tres ejemplares que hay de 17 Poemas encuentro la ficha de préstamos. La primera fecha es de noviembre de 1965. La última, del mismo mes en 1984. Entre una y otra, el libro fue prestado, según consta en este registro, en catorce ocasiones. Catorce lectores en diecinueve años. Quizá no sea un número relevante, o tal vez sí, quién sabe.
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En una entrevista de 1989, registrada en vídeo, Tranströmer, tumbado en la hierba, con la espalda contra un tronco y cierta indiferencia al hablar, explica: «Cuando empecé a escribir raramente usaba la palabra yo, sobre todo en mi primer libro. Pero por supuesto estaba escrito por una persona muy joven sin demasiada experiencia en la vida, pero sí en su propio mundo. En verdad todo trataba sobre mí». Y en esta última frase, sonríe. En 1962, en su tercer libro, Den hälvfärdiga himlen (El cielo a medio hacer), ese «yo» ausente pero implícito aparece ya explícito en su poética: «El mundo y yo dimos un salto el uno hacia el otro». Y este clarividente verso no solo ofrece su testimonio, sino también su consecuencia. De la mano del «yo» entran en su poesía las personas del verbo, es decir, del «mundo». Se afianza un «nosotros» impersonal, cuya respiración se funde con el paisaje nórdico («como nosotros, esperando el instante / en que florezca nieve en el espacio»), y aparece otro «nosotros» vivencial, presente en poemas como «El Palacio», evocación de un viaje, relacionado con la vida en pareja —en 1957 se había casado con Monica Bladh— que protagoniza también otros textos del libro. Es en estos precisamente —poemas como «La pareja» o «Do mayor»—, tal vez para distanciar la intimidad que traslucen— donde aparece, a través de la tercera persona, el «mundo». Un yo transfigurado en mundo: «Cuando bajó a la calle luego del encuentro amoroso… / Sonreían todos tras los cuellos subidos».
En 1959, la vista a la prisión para jóvenes de Hällby, cuyo director era conocido suyo, le inspira una brevísima colección de haikus sobre la vida carcelaria, publicados en 2001 bajo el título Fängelse (Prisión). Solo son nueve textos, 153 sílabas —una menos que un soneto—. Parece un gesto menor, intrascendente, acaso anecdótico. En uno de los haikus se lee: «Vidas mal escritas: / la belleza persiste / como un tatuaje». Los sucesos, guerras e injusticias que iban a producirse durante las dos décadas siguientes a la escritura de estos poemas convulsionaron el planeta. En muchos momentos de esta alterada época Tranströmer fue acusado de pasividad y silencio en relación a los hechos que llenaban las páginas de periódicos donde clamaban intelectuales y escritores en todas las lenguas. Pero no Tranströmer, quien más adelante escribirá que ha encontrado en un baldío «un diario lleno de hechos olvidados hace meses».
La lección de estos nueve haikus es, sin embargo, luminosa. El poeta sí habló de las «vidas mal escritas» de su época, pero solo de las que él conoció directamente, no a través de una crónica de periódico. Estos nueve haikus tuvieron también un carácter premonitorio para su propia biografía. Al año siguiente encontró trabajo como psicólogo —disciplina en la que se había formado en la Universidad de Estocolmo, junto a estudios de literatura, poética e historia de la religión— en la prisión de jóvenes de Roxtuna, en el municipio de Linköping, 170 kilómetros al sureste de Estocolmo. Entre jóvenes delincuentes adictos a las drogas y al alcohol que buscaban su reinserción social trabajó el poeta durante seis años. «Ruido se hace / para espantar el tiempo, / para apurarlo».
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Cuando se publican los siguientes títulos, todos menos el último, el poeta sueco ya no reside en Estocolmo, sino a unos cien kilómetros hacia el noreste, en Västerås, una pequeña y hermosa ciudad —calles empedradas, casas de una sola planta, árboles frondosos y puentes sobre el río Svartån—. A Västerås se traslada en 1965 por motivos laborales y ahí va a permanecer durante 35 años.
Klanger och spår (Tañidos y huellas), de 1966, incorpora a los temas transtromerianos, que ya forman el paradigma casi completo de su universo significativo, aunque en continua expansión, una perspectiva metapoética: «Fantástico sentir cómo el poema crece…». Y Mörkerseende (Visión nocturna), en 1970, cuya edición vendió siete mil ejemplares en un mes, indaga en las fronteras, lo real y lo irreal, la ciudad y el campo, el presente y el futuro, el poema y la memoria, a ras de suelo y en lo alto: «Sótanos arrancados por las raíces / llegaban por el aire». Un ápice de irrealidad entra también en la mirada de Tranströmer con este breve libro de solo once poemas, que añade también una nueva forma a su repertorio poético, el poema en prosa. Stigar (Senderos), en 1973, cierra el ámbito temático con un nuevo motivo que irá creciendo en los títulos siguientes, y que en este solo aparece como una formulación abstracta —«El puente, gran pájaro de hierro que pasa navegando junto a la muerte»— o como contenido reflejo en el poema descriptivo «Elegía». Con este poema, broche de Senderos, donde aparece el yo, la habitación, la ciudad, los amigos, la oscuridad, la memoria, la experiencia y la elegía de todo ello, queda consolidado el universo poético de Tomas Tranströmer. A partir de aquí va a crecer hacia dentro, en su capacidad de profundizarlo: «Huyo hacia los mismos lugares y palabras», escribe en un verso del libro För levande och döda (Para vivos y muertos), de 1989. Y otro verso del mismo libro parece completar el adagio: «Här är norr, här är Stockholm». «Este es el Norte, aquí está Estocolmo».
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El año 2010 la editorial Nørdica Libros imprimió una amplia antología de su obra traducida al español, El cielo a medio hacer. En 2011 la Academia Sueca concedió el Premio Nobel de Literatura a Tomas Tranströmer. A partir de ese momento la sociedad literaria buscó una imagen para un poeta del que se conocían muy pocas fotografías. Apareció entonces la imagen de un anciano, con el pelo blanco, que tocaba el piano con una sola mano. Esa música extraña era su única expresión. Incapaz de hablar y con el cuerpo medio paralizado desde 1990, respondía por él en las entrevista Monica Bladh, su mujer. Utilizaba, para ello, siempre una primera persona del plural que recordaba los poemas que su marido había escrito evocando los viajes de ambos. Cada vez que afirmaba algo, la mujer le preguntaba al poeta por la veracidad de lo dicho. Y Tranströmer, siempre, asentía. Ese asentimiento ante la verdad del paisaje nórdico, de la vida en la ciudad, de sus pequeños viajes, de sus profundos miedos y de las intensas paradojas es el vestigio que queda de una obra poética cuyo único compromiso que reconoce es su propio vivir.
En 2004 apareció su último libro, Den stora gåtan (El gran enigma). Es un libro crepuscular. Extremadamente breve. Cinco poemas, ninguno de los cuales alcanza los diez versos, y cuarenta y cinco haikus. Algunos de estas composiciones de origen japonés han pasado a la piedra. Su ciudad de acogida, Västerås, ha grabado algunos haikus en grandes losas y los ha integrado en el empedrado de las calles. Algo que Estocolmo había hecho ya antes con textos de August Strindberg a lo largo de Drottninggatan, la calle donde murió el dramaturgo en 1912. La literatura sueca integrada en el quehacer constante de la ciudad. No es una mala metáfora. En Västerås, el espacio que da acceso a la biblioteca de la ciudad, por donde pasó a diario el poeta durante décadas, se denomina ahora Tomas Tranströmer Plats, literalmente «el lugar del poeta». Un pequeño poema del libro Det Vilda Torget (La plaza salvaje), de 1983, grabado en una losa, se lo recuerda a los actuales usuarios de la biblioteca. Sus últimos dos versos expresan el sentido más honde una obra: «Me encuentro con huellas de pezuñas de corzo en la nieve. / Lenguaje, pero no palabras». Es decir, lo que habla a los cinco sentidos desde todas las dimensiones de la naturaleza. El lenguaje del Norte.
[Clarín nº 113, Oviedo, septiembre-octubre de 2014 | Cão Celeste nº 7, Lisboa, julio de 2015 | El pabellón dorado (dietario de lugares 2), Polibea, Madrid, 2018 págs. 27-40]
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