Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

martes, 16 de octubre de 2018

Lectura de Víctor Rodríguez Núñez en La Imposible


La librería La Imposible, haciendo honor quizá a su nombre, organiza una presentación y lectura de el cuaderno de la rata almizclera (La Garúa, 2018), del poeta cubano Víctor Rodríguez Núñez (1955), residente en Estados Unidos. No es la primera vez que ocurre algo tan improbable en el mismo lugar y descubro, antes de empezar, una ausencia propia. En la ocasión anterior me lo perdí, iba a tardar poco en sentirlo.
    Hay cierta magia en las audiencias. El espacio de la librería es reducido, lo que no suele significar nada en concreto. En el momento de empezar el acto todas las sillas estaban llenas, sin ningún hueco, pero nadie se quedó en pie. Esa coincidencia entre aforo y asistencia, esa armonía casi milagrosa, pronto descubrí que se la debíamos al propio poeta que estaba hablando sobre el sistema numérico —tan equilibrado— que rige su escritura y su devoción por aparejar numéricamente el mundo. En la tarde de ayer, también le puso orden a la asistencia a su acto.
    En primer término habló un presentador vinculado a la editorial para informar de que el autor había publicado libros en Visor e Hiperión y había merecido un elegante premio. Pensé inmediatamente que seguimos con unos clichés absurdos en la cabeza. Como si eso le diera puntos al poeta y pudiera empezar a leer con una ficha más sobre el tablero. Menos mal que me escuchó pensarlo el autor y antes de empezar a leer realizó una acertada loa de las editoriales pequeñas —expresión que atribuyó a un anglicismo— en contra de las deshumanizadas editoriales grandes —esta, sin embargo, sí debía de serlo, al lado de las norteamericanas, las editoriales de aquí creo que todas son entre pequeñas y minúsculas.
    Víctor Rodríguez Núñez leyó unos cuantos poemas y entre texto y texto fue desgranando sus ideas sobre la poesía. Le incomodó, sin embargo, darse cuenta de que lo que nos contaba, siguiendo un guion que previamente había compuesto por la mañana, no se ajustaba a los poemas que leía. Por ejemplo, en una ocasión nos habló de Huidobro, y él mismo se asombró de por qué lo hacía. Basta abrir el libro para descubrirlo. Antes había leído el texto de la página 14, un excelente poema sobre las polillas, por cierto, pero que nada tenía que ver con el enorme creador del creacionismo. Ahora bien, el poema de la página 15 empieza «paisaje creacionista…» que no leyó, pero sí hubiera dado paso racional a hablar de Huidobro. Es decir, se equivocó con los números. Lo que, a los ojos del oyente acabó de darla aún mayor relevancia visionaria: los números que armonizan su escritura no significan lo mismo que los que ordenan las páginas. Menos mal.
    Las ideas del poeta cubano, entreveradas con los poemas, resultaron estimulantes. Denostó la literatura, por ser una intrusa y recién llegada, frente a la inmemorial poesía. Lo que es cierto. Realizó el encomio de la poesía oral, que es el origen de la poesía muchos siglos antes de que a alguien se le ocurriera ponerla por escrito. Lo que también es verdad. Lo reconfortante de estas aseveraciones, realizadas con aplomo y rotundidad, prende en decir lo obvio que la sociedad comercio-literaria actual ha convenido en olvidar.
    Entre sus intervenciones tuvo especial interés la que dedicó a sus formas. Los poemas de este libro están constituidos por dos «décimas», escritas en métrica petrarquista. De hecho, son una suerte de estancias contemporáneas formadas por la estructura abierta de una silva blanca. Lo más interesante fue la sucinta explicación que proporcionó. Esta métrica forma parte de las normas que él mismo se ha impuesto a la hora de escribir. Tener en cuenta normas ajenas carece de sentido en nuestra época, pero si es uno el que se las impone, le caracteriza. No se puede expresar mejor. El vacío que ha dejado el abandono de la métrica tradicional no se puede sustituir con el azar. Ninguna obra artística ha surgido nunca de la casualidad. La métrica personal debería ser la exigencia inicial de cualquier poética. Lo suele ser, de hecho, como en el caso de Rodríguez Núñez, pero el problema es que no se analiza, no se comenta, no se compara. Como si lo decisivo en los poemas fuera solo una cuestión de contenido.
    La poesía de Víctor Rodríguez Núñez resulta agradable al oído, tal como el poeta desea, pero aún más atractiva es su lectura. Durante la presentación, su compatriota Rodolfo Häsler recordó los orígenes de la isla, donde sin una población autóctona, se reunieron las emigraciones europea, africana y asiática y de esa fusión inédita surgió el acendrado carácter con el que se reconoce lo cubano. No sabía muy bien por qué nos explicaba Häsler estos asuntos históricos, pero en cuanto el poeta leyó el primero poema comprendí la oportunidad de ese recuerdo. Lo que Rodríguez Núñez realiza en sus poemas es exactamente la fusión (nuclear) que dio origen a su país, ahora actualizada con las tradiciones literarias del presente.
    Sobre una base de lenguaje visionario y alucinado, al que Lezama Lima le dio la altura que la literatura universal le reconoce, el autor del cuaderno de la rata almizclera introduce dos variables, digamos, incompatibles. Por una parte, el empirismo de la tradición poética anglosajona, que conoce bien y desde dentro del idioma que la expresa, y por otra la poesía china o, mejor, oriental, omnipresente en este libro en el espléndido abanico de metáforas y símbolos cuyos referentes son animales.
    La simbiosis de estos tres elementos constitutivos de tres tradiciones claramente diferenciadas produce en la lectura del poema un grato efecto seductor. Pongamos un ejemplo. Un de las décimas del libro. Se trata de la descripción de un paisaje en Ohio, lugar de residencia del poeta. La base de la escritura de esta décima podría considerarse arraigada a la tradición anglosajona: a ella pertenecen los sustantivos (tractor, vegas, granjero, soya, maíz… todos empíricos). La adjetivación y las imágenes connotativas son, sin embargo, de carácter visionario (escarlata, lumbre, ondula, niebla…) con detalles de simbología oriental (crepúsculo, garzas…). Todo ello perfectamente armonizado por una dulce sonoridad, pletórica de sensualidad. Leamos la décima: «un tractor escarlata está labrando / las vegas del crepúsculo / no hay garzas sino cuervos / entre los camellones abiertos en la lumbre / el horizonte ondula / libre de compromisos con la niebla / ¿qué plantará el granjero en este instante / que no debe pasar? / ¿ni soya ni maíz / solo belleza?».
    A esta mezcla de tradiciones tan creativa el propio poeta la denomina en un verso «este realismo hermético», y es difícil contrariarle. Un realismo visionario se podría decir también por el gusto de usar una paradoja que explique sensaciones que el lenguaje literal desconoce.

Víctor Rodríguez Núñez. Foto de MCP
[Inédito]

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