CARRETERA
Volví,
volvía —con qué poca ilusión—
a donde
tuve mis raíces, mis recuerdos, mi casa
frente al
mar, y los árboles
plantados
por mis manos, pisoteados por los niños,
comidos por
los animales.
Mi casa
junto al mar, más solariega
que otras,
la que fue más hermosa que todas.
Con qué
poca ilusión volvía.
Cárdenas
tierras húmedas y soleadas, trigos
color de
aquellos ojos, pincelada morada
sobre lo
verde, allá en Vivar del Cid,
murallas de
olmos negros, amapolas,
verdes
sombríos por Entrambasmestas,
platas de
la bahía, con qué poca ilusión
pasaba por
vosotros.
Cómo se
puede vaciar así
un corazón.
Cómo se puede
llorar así,
por dentro. Frustraciones o muertes
nada me
arrancó lágrimas desde aquellos aviones
los que
volaban sobre mí y arrasaban mi mundo
sin que
arrojasen bombas, ni ametrallasen: sólo
con el
ruido de sus motores,
demasiado
terrible para mí entonces y ahora.
Qué quedó
de mi vida entre sus alas.
Qué en la
música oída en la noche,
la que
vestía nuestra desnudez
mientras
caía el agua cálida, qué gozo, el agua...
Qué se
hundió por aquellas escaleras
precipitadas
en la noche.
Qué congeló
la luna que iluminaba las fachadas.
Qué llevó
la marea en la playa de octubre.
Cómo es
posible edificar,
reconstruir
con tantos materiales
disueltos
en el tiempo,
gastados
por la lluvia que no vimos caer...
Volví,
volvía como ahogado
bajo un
montón de escombros
que fueron
mi edificio, mi alcázar,
sin una
sola lágrima —para qué— que llorar,
apoyado en
el llanto de otros días,
como si
sólo con lágrimas de entonces
pudiese
liberarse este dolor presente
que ya no encuentra llanto.
En este poema del Libro de las alucinaciones de José
Hierro, uno de mis preferidos, siempre me ha llamado la atención, en primer
lugar, un detalle sin importancia. El poeta anota, al describir el paisaje por
el que transita: «trigos / color de aquellos ojos». Se lee la frase con tanta
naturalidad que parece en efecto que los trigos sean del color de
aquellos ojos. Si uno se detiene a pensar, sin embargo, enseguida se da
cuenta de que algo no es tan natural. Natural sería decir que los ojos aquellos
son del color del trigo. Lo que Hierro dice, sin embargo, es que el trigo, cuyo
color resulta tan familiar, es del color de aquellos ojos, que desconocemos.
Pero, ¿en verdad los desconocemos? El pequeño milagro poético es exactamente
este: el lector, de repente, conoce el verdadero color del trigo por aquellos
ojos que, sin saber qué ojos son, presiente que los conoce, los conoce. Esta es
una buena definición de la poesía: el concebir el mundo conocido a través de lo
desconocido.
Hay una larga tradición que naufraga
y perece en las dos primeras estrofas de este poema: el locus amoenus —la
casa frente al mar. Y también una tradición reciente: lo que se podría llamar,
sobre todo desde el modernismo, la exaltación anímica del paisaje. Este doble
diálogo, con lo lejano y con lo inmediato, solo se da en la más alta poesía.
Ambas tradiciones, en las que se armonizaban espíritu y naturaleza, vienen a
morir en las dos primeras estrofas; «con qué poca ilusión», afirma la primera
«con qué poca ilusión», repite la segunda. «Cómo se puede vaciar así / un
corazón», empieza la tercera. La complacencia clásica y renacentista en una
naturaleza que inunda el corazón de sensaciones; la descripción finisecular de
un corazón a través de lo que los ojos exaltados ven en el paisaje... esta
fertilísima tradición muere en las playas del poema «Carretera». El ser humano
está definitivamente solo ante sí mismo, el mundo ha perdido su capacidad de
significar. Esta es, creo yo, la primera pérdida de la poesía contemporánea, su
primera gran desposesión. Mayor aún, tal vez, que la otra pérdida, la de la
música, la de las estrofas y las rimas.
A partir de
este momento el poema se desdibuja, pierde su trazo figurativo, se debate entre
oleadas de imágenes de la ruina. Si estuviéramos ante un cuadro hablaríamos de
expresionismo abstracto, por ejemplo, o de un trabajo con la materia («Cómo es
posible... / reconstruir con tantos materiales / disueltos en el tiempo»), pero
nos hallamos ante un poema y las palabras no tienen otra materialidad que la
conjunción de sus sonidos construyendo un sentido que el corazón siempre
comprende y la razón algunas veces. Y, sobre todo, estamos ante un poeta de la
vida, y las mayores revelaciones, esta sin duda lo es, las epifanías prenden en
los hechos cotidianos: mientras se conduce por una carretera tantas veces
transitada y de repente todo resulta tan carente de sentido; tan inmensamente
vacío y derruido se ve cuanto estaba en el mundo para colmar el espíritu.
El final del
poema regresa al principio, a la ruptura inicial, a la desposesión primera. A
la armonía que ya no es posible, que se ha convertido «en un montón de
escombros». Esta es la herencia de la poesía contemporánea, y diría más, del
arte y de la música contemporáneos. Corre el año 1964. Estos versos de José
Hierro hablan de lo que siente un poeta, un hombre tal vez como haya tantos;
esta es, además, la imagen más exacta del mundo en 1964. Está en el Libro de
las alucinaciones, uno de los hitos de nuestra poesía contemporánea.
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