Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

sábado, 27 de abril de 2019

«Carretera», de José Hierro



CARRETERA

Volví, volvía —con qué poca ilusión—
a donde tuve mis raíces, mis recuerdos, mi casa
frente al mar, y los árboles
plantados por mis manos, pisoteados por los niños,
comidos por los animales.
Mi casa junto al mar, más solariega
que otras, la que fue más hermosa que todas.
Con qué poca ilusión volvía.

Cárdenas tierras húmedas y soleadas, trigos
color de aquellos ojos, pincelada morada
sobre lo verde, allá en Vivar del Cid,
murallas de olmos negros, amapolas,
verdes sombríos por Entrambasmestas,
platas de la bahía, con qué poca ilusión
pasaba por vosotros.

Cómo se puede vaciar así
un corazón. Cómo se puede
llorar así, por dentro. Frustraciones o muertes
nada me arrancó lágrimas desde aquellos aviones
los que volaban sobre mí y arrasaban mi mundo
sin que arrojasen bombas, ni ametrallasen: sólo
con el ruido de sus motores,
demasiado terrible para mí entonces y ahora.

Qué quedó de mi vida entre sus alas.
Qué en la música oída en la noche,
la que vestía nuestra desnudez
mientras caía el agua cálida, qué gozo, el agua...
Qué se hundió por aquellas escaleras
precipitadas en la noche.
Qué congeló la luna que iluminaba las fachadas.
Qué llevó la marea en la playa de octubre.

Cómo es posible edificar,
reconstruir con tantos materiales
disueltos en el tiempo,
gastados por la lluvia que no vimos caer...

Volví, volvía como ahogado
bajo un montón de escombros
que fueron mi edificio, mi alcázar,
sin una sola lágrima —para qué— que llorar,
apoyado en el llanto de otros días,
como si sólo con lágrimas de entonces
pudiese liberarse este dolor presente
que ya no encuentra llanto.


En este poema del Libro de las alucinaciones de José Hierro, uno de mis preferidos, siempre me ha llamado la atención, en primer lugar, un detalle sin importancia. El poeta anota, al describir el paisaje por el que transita: «trigos / color de aquellos ojos». Se lee la frase con tanta naturalidad que parece en efecto que los trigos sean del color de aquellos ojos. Si uno se detiene a pensar, sin embargo, enseguida se da cuenta de que algo no es tan natural. Natural sería decir que los ojos aquellos son del color del trigo. Lo que Hierro dice, sin embargo, es que el trigo, cuyo color resulta tan familiar, es del color de aquellos ojos, que desconocemos. Pero, ¿en verdad los desconocemos? El pequeño milagro poético es exactamente este: el lector, de repente, conoce el verdadero color del trigo por aquellos ojos que, sin saber qué ojos son, presiente que los conoce, los conoce. Esta es una buena definición de la poesía: el concebir el mundo conocido a través de lo desconocido.
Hay una larga tradición que naufraga y perece en las dos primeras estrofas de este poema: el locus amoenus —la casa frente al mar. Y también una tradición reciente: lo que se podría llamar, sobre todo desde el modernismo, la exaltación anímica del paisaje. Este doble diálogo, con lo lejano y con lo inmediato, solo se da en la más alta poesía. Ambas tradiciones, en las que se armonizaban espíritu y naturaleza, vienen a morir en las dos primeras estrofas; «con qué poca ilusión», afirma la primera «con qué poca ilusión», repite la segunda. «Cómo se puede vaciar así / un corazón», empieza la tercera. La complacencia clásica y renacentista en una naturaleza que inunda el corazón de sensaciones; la descripción finisecular de un corazón a través de lo que los ojos exaltados ven en el paisaje... esta fertilísima tradición muere en las playas del poema «Carretera». El ser humano está definitivamente solo ante sí mismo, el mundo ha perdido su capacidad de significar. Esta es, creo yo, la primera pérdida de la poesía contemporánea, su primera gran desposesión. Mayor aún, tal vez, que la otra pérdida, la de la música, la de las estrofas y las rimas.
         A partir de este momento el poema se desdibuja, pierde su trazo figurativo, se debate entre oleadas de imágenes de la ruina. Si estuviéramos ante un cuadro hablaríamos de expresionismo abstracto, por ejemplo, o de un trabajo con la materia («Cómo es posible... / reconstruir con tantos materiales / disueltos en el tiempo»), pero nos hallamos ante un poema y las palabras no tienen otra materialidad que la conjunción de sus sonidos construyendo un sentido que el corazón siempre comprende y la razón algunas veces. Y, sobre todo, estamos ante un poeta de la vida, y las mayores revelaciones, esta sin duda lo es, las epifanías prenden en los hechos cotidianos: mientras se conduce por una carretera tantas veces transitada y de repente todo resulta tan carente de sentido; tan inmensamente vacío y derruido se ve cuanto estaba en el mundo para colmar el espíritu.
         El final del poema regresa al principio, a la ruptura inicial, a la desposesión primera. A la armonía que ya no es posible, que se ha convertido «en un montón de escombros». Esta es la herencia de la poesía contemporánea, y diría más, del arte y de la música contemporáneos. Corre el año 1964. Estos versos de José Hierro hablan de lo que siente un poeta, un hombre tal vez como haya tantos; esta es, además, la imagen más exacta del mundo en 1964. Está en el Libro de las alucinaciones, uno de los hitos de nuestra poesía contemporánea.

(in: José Hierro, la Torre de los Sueños, Santander, 2004)

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