Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

sábado, 22 de junio de 2019

Poesía y poder



I
Desde hace algún tiempo los encuentros de poesía suelen dejar la poesía para la última sesión, en la que los poetas se apiñan y leen en turnos de cinco minutos por cabeza, aunque algunos deben considerarse bicéfalos porque siempre leen el doble que los demás. En los días previos, las sesiones se organizan en torno a mesas redondas que normalmente se convierten en una serie de pequeñas conferencias (a veces sobra el adjetivo), en general redactadas por ponentes que nada tienen que decir sobre el asunto propuesto. No hace mucho repasaba las actas de un encuentro donde uno de los mayores defensores actuales de la poesía aristocrática hablaba sobre «poesía y compromiso».
     La inercia, la profesión, el corporativismo acaso, me llevan con frecuencia a estas mesas redondas sobre poesía. En los últimos meses he asistido a tres o cuatro con el mismo lema, que parece ser asunto grave en estos tiempos democráticos: «poesía y poder». La disparidad de referencias, la dispersión del conocimiento, la multiplicidad de autoridades intelectuales proporcionan a estas sesiones un interés especial. No es difícil atender, bajo este título, a un encomio de la poesía comprometida que regresa como resistencia activa a los desmanes del poder, y cinco minutos después (o diez, o veinte), a un linchamiento de la poesía realista por haber monopolizado el canon y haber aplastado con su poder la eclosión de las vanguardias, que son los verdaderos contrapoderes.
     En ninguna de esas mesas me han invitado, felizmente, a participar. Pero su proliferación es tal que, aunque ya no me invite nadie a nada, me he visto en la tesitura de algún día formar parte de la nutrida nómina de actuantes en este tipo de actos sociales. Y con tal susto en el cuerpo me he puesto a pensar, por si acaso, si el asunto admite algún pensamiento de interés.

II
Solo tiene sentido hablar de «poesía» y «poder» si se consideran ambos términos como antinómicos. Si se suman sus significados (poesía + poder: los poetas que detentan poder), o se restan (poder – poesía: los poetas que se enfrentan al poder), se obtienen también conclusiones, pero estas afectan a la sociología. Y la sociología pertenece a un campo de conocimientos posterior a la poesía. Tal vez más entretenido, pero menos esencial.
   ¿En qué sentido, de las muchas connotaciones que acumulan ambos términos, «poesía» y «poder», estos pueden ser considerados antinómicos? Esta es la primera cuestión que se plantea para evitar que se hable con las mismas palabras de conceptos diferentes, que es lo usual en este tipo de razonamientos. De hecho, la respuesta, si se piensa bien, sólo puede ser una. Son términos antitéticos en su relación con el tiempo: si la poesía encarna el pasado, el poder representa el futuro.
      Conviene, de momento, asegurar la certidumbre de que poesía y poder son antinómicos solo en el tiempo. Si hubiera otro sentido en el que pudieran ser antinómicos, no valdría la pena continuar pensando. Por ejemplo, ¿podrían ser términos antinómicos en el espacio? La respuesta a las cuestiones que inmediatamente se suscitan parece clara: ¿un rey puede ser poeta? ¿Hay alguna ley que impida que un rey sea poeta? Alfonso X lo fue. El rey más grande —sin duda— y el mayor poeta de su época. Luego en el espacio poesía y poder no son términos antinómicos; no se excluyen, son susceptibles de sumarse. Nada impide que un alto funcionario, un director editorial o un catedrático sean excelentes poetas. La poesía tradicional china se irguió para demostrarlo. Pero la suma de contenidos concierne a la sociología, no a la poesía.

III
Poesía y poder, se concluye, sólo pueden ser antinómicos en el tiempo. A la poesía se le ha atribuido aquí el pasado porque tiende sus raíces verbales y filosóficas en la memoria. En la memoria de las palabras y en la memoria de las ideas. Al poder se le ha atribuido el futuro porque convierte la desmemoria en condición necesaria para ejercer su función esencial —en la edad democrática— de cambiar las cosas. Al poder sólo le interesa el futuro, el futuro verbal e ideológico, y el futuro de las cosas; no le importa lo que significan ahora las palabras o las cosas, sino lo que llegarán a ser tras su acción de poder. Esta es la obsesión del poder en la era democrática: la modificación.
    Se ha atribuido pasado y futuro a poesía y poder, respectivamente, de un modo irreflexivo, por inercia. Con la única finalidad de demostrar que la antinomia esencial entre poesía y poder es de carácter temporal: allá donde pongamos una, la otra se sitúa de modo automático en el polo opuesto. En la concepción del tiempo no pueden convivir poesía y poder. Una ha de mirar necesariamente hacia el lado opuesto de donde mira el otro.
   Conscientes de lo irreflexivo de las atribuciones, convendría asegurar los vínculos que el poder establece con el futuro. Sin embargo, si se observa detenidamente, la razón modificadora del poder no crea futuro. Crea pasado. Aún más: crea un pasado inerte, un pasado inútil, un olvido del pasado. Un pasado que no se rememora (¿quién recuerda una ley sustituida por otra ley, una carretera sustituida por una autovía?). El poder, para sustantivarse como poder democrático, ha de modificar, se ha dicho. La modificación implica cambiar el estado de las cosas. Que siendo A, pase a ser B. Y siendo B, olvide por completo a A, dado que la pervivencia de A negaría la esencia misma del poder que ha conseguido pasar de A a B. Si el poder fuese estático, esa transformación encararía el futuro, quizá. Pero en ese preciso momento el poder languidecería. El poder sólo se perpetúa si es capaz después de transformar B en C, y olvidar B. La esencia misma del poder consiste en instalarse en esta sucesión en la que el futuro solo tiene el valor de algo que necesariamente ha de ser olvido. Únicamente porque algún día será pasado tiene valor el futuro. Los récords deportivos encandilan a los políticos mejor que cualquier otra metáfora: y es que el ser humano, aún en la cima de su pragmatismo, no puede desprenderse de los símbolos.
     No es el futuro un valor del poder, sino el medio para que el poder obtenga su único valor anhelado, que está en sí mismo. El poder no aspira al futuro, sino al poder. Y de esta forma el poder democrático es un portentoso creador de pasado. De pasado inerte, inútil, olvidado, sin memoria. Pero pasado. Sin crear pasado, ¿es capaz el poder de concebirse? En la cima de su aspiración, ¿es capaz de ejercitarse? Nombrarse, concebirse o ejercitar el poder es instaurar, por capricho o necesidad, el pasado. Es más: es presentarse, y conseguir crédito, como garante de su capacidad para arrastrar el presente al pasado.

IV
El poder es, evidentemente, el tiempo del pasado. Pero entonces, ¿comparten poesía y poder el pasado, un mismo tiempo? ¿Se anula ahora en el tiempo su antinomia? ¿Al cabo, poesía y poder no resultan tan oximorónicos como se deseaba?
    Conviene en este momento de crisis argumental mantener la intuición primera. Solo vale la pena pensar en poesía y poder si ambos son antinómicos, y solo pueden serlo en su concepción del tiempo. Si se sigue esta intuición, y se sitúa un término en uno de los polos, automáticamente el otro se ha de colocar en el polo opuesto. Por tanto, si se concluye que el poder es el tiempo del pasado, la poesía automáticamente ha de ser futuro. No se puede afirmar, de momento, que sea futuro; sólo que ha de ser futuro. Se ha de encontrar el modo en que la poesía llegue al futuro desde el pasado, desde la memoria, igual que el poder había llegado al pasado desde el futuro.
  En este momento crítico del razonamiento creo humildemente que se necesitan dos condiciones para continuarlo: ser filósofo y ser alemán. 

V
Una buena parte de la obra literaria de Hölderlin está concebida en torno a la edad mítica de «los griegos». Otra parte de su poesía recrea el regreso a su tierra natal tras alguna de sus vicisitudes biográficas. El regreso a la tierra natal de Hölderlin es, obviamente, el regreso a la tierra de los alemanes. Una buena parte de los comentarios filosóficos de Martin Heidegger a la poesía de Hölderlin se esfuerza en demostrar el valor profético de ese regreso del poeta a la tierra de los alemanes: «En el ámbito de este río los hombres viajeros deben experimentar y conocer el mundo de sus antepasados, a fin de que cuando regresen al hogar tengan mayor experiencia para saber saludar a sus antepasados en lo que originariamente tienen de propio y darles las gracias por haber preservado el origen, tal como hacen ahora en la tierra natal alemana» (Aclaraciones a la poesía de Hölderlin,  Madrid, 2005, pág. 154).
     Si Heidegger hubiera sido un filósofo chino de la dinastía Tang, me pregunto cómo hubiera llegado a la sublimación de la tierra natal china si en lugar de los poemas que comenta de Hölderlin, «Regreso al hogar» o «Memoria», tuviera que vérselas con este jueju titulado «Tierra natal», de He Zhizhang: 

Tras muchos años fuera, vuelve envejecido;
su pelo muy mermado, pero no su acento.
Al ver que llega, algunos niños, intrigados,
le preguntan sonrientes: ¿De dónde sois?
(Traducción de Anne-Hélène Suárez y Ramón Dachs) 

     Dice Heidegger: «Sólo cuando la experiencia de lo extraño y el ejercicio de lo propio hayan encontrado su esencial unidad histórica se podrá decir que ha madurado el fruto… Entonces se habrá fundado la esencia del poeta alemán venidero» (pág. 127). No coincide, como se observa, la experiencia de He Zhizhang con el vaticinio del filósofo, aunque tal vez se deba solo a que este no era un poeta alemán. 
    Realiza Heidegger afirmaciones reconfortantes: «el poeta se convertirá en el fundador de la historia de la humanidad»… pero tres líneas más abajo sus Aclaraciones aclaran: «…el escondido nacimiento “de la” historia, lo que aquí quiere decir de la historia de los alemanes» (pág. 118). El ensayo donde se leen estas observaciones fue publicado por Heidegger en 1943. Hoy se sabe bien en qué acabó ese sueño de una era de los alemanes análoga la época mítica de los griegos que con tanto empeño intelectual Heidegger trata de construir sobre los versos de un poeta. Hoy se sabe en qué acaba el sueño del poder sobre la historia cuando se aclara «que aquí quiere decir de la historia de los alemanes». Hoy se sabe qué descomunal máquina de provocar ruina y amputar futuro es el sueño del poder sobre la historia. Pero ¿y el poeta? ¿Es el poeta el que ha fundado, en sus versos, esta desviación ciega y ominosa que tuerce el curso del tiempo bruscamente hacia el pasado —por decir de un modo abstracto el efecto que produce la muerte provocada por el poder?
     En «Regreso al hogar» Hölderlin encuentra, como no podía dejar de ser, los mismos niños intrigados con los que He Zhizhang había hablado:  «Todo resulta familiar, también el apresurado saludo pronunciado al pasar parece de amigo, todas las caras parecen conocidas».
    Como se aprecia, Hölderlin no habló con quienes se encontraba en el camino de regreso a la tierra natal, solo cruzaba con ellos un saludo «apresurado» que «parece de amigo» y exaltaba unas caras que le parecían familiares. No resulta contradictorio, sin embargo, pensar que si Hölderlin se hubiera detenido un instante a hablar con algún viandante de su tierra natal, este le hubieran preguntado inmediatamente: «¿De dónde sois?» De igual modo, nada impide pensar, más bien lo aconseja, que a He Zhizhang esos niños curiosos le parecieran familiares, conocidos. En ambas actitudes, complementarias, lo que se observa es un uso diferente de la memoria: entusiasta e idealista en Hölderlin, pesimista y empírica en el poeta Tang. Pero ambas memorias fundan, en el pasado común desde donde emergen (el viaje que ambos concluyen posee, en los dos poetas, reminiscencias de curso vital), una presencia ante el futuro, que es la actitud (aquí divergente) que encarnan en el presente ante el hecho próximo, futuro próximo, del final del regreso. Pero la divergencia no está en la raíz poética, en su esencia de memoria que funda futuro, sino en el carácter de cada uno.

VI
Para que el razonamiento que oponía poesía y poder en su concepción del tiempo tuviera validez era preciso mostrar el modo cómo la poesía emparienta con el futuro. Es posible que los ejemplos de Hölderlin y He Zhizhang no resulten todo lo convincentes que el autor querría. Los ejemplos, de hecho, sólo son ejemplos. Convendría pues convocar aquí, ahora, alguna autoridad que diera el paso dialéctico y convenciera al darlo. En un momento de cansancio se había mencionado la profesión y la nacionalidad de la autoridad más adecuada. Y de hecho, en la página 110 de la traducción de las Aclaraciones a la poesía de Hölderlin (págs. 94 y 95 de la edición alemana original) el lector descubre esta sorprendente conclusión de Martin Heidegger: «Pero este es uno de los misterios del pensar rememorante (An-Denken): que dirige el pensamiento hacia lo que ya ha sido, pero de tal manera que eso mismo que ya ha sido, en el propio movimiento de pensar hacia él, tome la dirección contraria y se vuelva hacia aquel que lo piensa. Y esto, desde luego, no para quedarse detenido como algo presente en la presencia de una mera actualización. Si el pensar en lo ya sido le deja a éste su ser y no estorba su dominio por culpa de querer contarlo de modo precipitado en algún tipo de presente, experimentaremos que lo ya sido, gracias a su movimiento de retorno en la memoria, sale por encima y más allá de nuestro presente y viene a nosotros como algo futuro. De pronto, la memoria tiene que pensar lo ya sido como algo que todavía no se ha desplegado» (Págs. 110-111). 
    Y si la poesía, hija de la memoria, se atribuye lo «que todavía no se ha desplegado», el futuro; el poder —como se ha visto ya— es solo fuente de pasado. Ambos son, pues, en su actuación sobre el tiempo, auténticamente antinómicos. 

VII
Así como el poder convence solo a los ávidos de pasado, se puede aseverar que la poesía solo habla a los poetas del futuro. «Los poetas, cuando se encuentran en su ser, —dice Heidegger— son proféticos», y por tanto la poesía es «lo sagrado que ha sido predicho poéticamente» (pág. 126). Un acto de poesía no debería olvidar nunca esta condición que la sitúa en uno de los polos de la dicotomía temporal. No debería situarse nunca un acto de poesía bajo el signo del pasado.
     Cuando un programador organiza un encuentro de poesía y distribuye el acto poético en dos mesas redondas y una lectura final (como se anuncia en el programa que casualmente ha llegado hoy a mi buzón, porque el azar es el más firme defensor de la vida en pareja) debería tener en cuenta estos razonamientos. Si hubiera leído mis cuartillas en alguna mesa redonda sobre «la poesía y el poder» a la que insólitamente me hubieran invitado, estoy convencido de que el moderador las hubiera aplaudido, pues a todos nos gusta pensar la poesía como una antítesis del poder. Pero una mesa redonda no es una antítesis del poder. Es una expresión más del poder. Alguien que habla a quienes están en silencio desde la más rígida y multisensorial de las jerarquías (delante de ellos, más alto, con micrófono y, no se olvide, tras un cartel donde figura su nombre en una sala llena de personas anónimas) no puede considerarse que actúa en las antípodas del poder aunque hable de poesía. Su misma función es, en esencia, un ejercicio de poder: busca convencer con su razonamiento, convertir en pasado el razonamiento anterior al suyo o, peor aún, el propio de quien le escucha. Una mesa redonda es, siempre, una fuente de pasado inerte, inútil, de pasado condenado al olvido. De ahí su esencial aburrimiento, que no depende de la poca o mucha gracia verbal de los ponentes, sino de su mera concepción.
     Un poeta leyendo sus poemas no es un acto que mire al pasado, pese a que —por descuido ideológico— comparta la misma jerarquía espacial que una mesa redonda. Algo esencial diferencia una mesa redonda y una lectura. Quien lee sus poemas no propone pasado. Quien escucha los poemas no encuentra en ellos nunca una razón que modifique sus ideas (que convierta algo de sí mismo en pasado). Encuentra, si acaso, una transformación (una manera de ser en el futuro). No hay en la poesía razones para abandonar algo en virtud de otro algo mejor; sí hay en la poesía, sin embargo, transformaciones en la mirada que no obedecen a razón alguna. En una lectura de poemas puede no ocurrir ninguna transformación, es lo habitual, pero eso es siempre preferible a enfrentarse con razones cuya función es penetrar en el razonamiento ajeno. Conquistarlo. Convertirse en el nuevo razonamiento. Esta es la función del poder, nunca de la poesía. Un acto de poesía no debería incluir mesas redondas. Un acto de poesía debería permitir sólo que los poetas leyeran sus poemas. Qué fértil resulta asistir a la extensión de una voz sin comprenderla, comprendiéndola sólo a medias, sabiendo y sin saber al mismo tiempo lo que se está diciendo. Con la única certidumbre, al salir, de que queda algo por comprender, algo por lo que merece la pena encarar el futuro. La poesía.

[Clarín nº 58. Julio, agosto 2005]

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