Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

jueves, 13 de febrero de 2020

EVOCACIÓN DE JOSÉ BENTO



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El pasado 26 de octubre de 2019, sábado, falleció a los 86 años el poeta e hispanista portugués José Bento. Se fue solo unos días antes de que se iniciara el mes en el que había nacido en 1932 y alrededor del cual su obra poética había construido un símbolo esencial: «Al deshojarse, flores se aproximan / a tus cabellos un noviembre prematuro» … «Noviembre borra en las buganvilias / sus nombres blancos, malvas, escarlatas» … «apegados a un lugar, a una fecha» … «Noviembre llega, otra cicatriz / en el cuerpo que resta».
     Por su caligrafía de formas grandes y redondas han pasado los versos de la mayoría de poetas españoles de todas las épocas, a quienes traducía bolígrafo en mano, usando la cara posterior de borradores de cartas y facturas desechados que rescataba en su oficio de contable, una entrañable reminiscencia pessoana.
    Esta dedicación intensa —iniciada a los dieciséis años con unas primeras traducciones de los poetas del Siglo de Oro—, constante y entregada, que le permitió ofrecer al lector portugués lo mejor de la literatura española durante décadas, recibió algún reconocimiento relevante, como la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes de 1990 concedida por el Ministerio de Cultura español y, más tarde, en 2006, inauguró como galardonado el Premio Luso-Español de Arte y Cultura. Esta paciente y extraordinaria labor tuvo en José Bento, más allá de cualquier gratitud, un valor que trasciende el mero encargo editorial y al que quizá se refiera también en unos versos del poema «Casa de Miguel de Unamuno»: «Más que aquí, sin embargo, te encuentras en el verbo / que eres, en la luz vives / en que tu carne, al apagarse poco a poco, / resucitó, y en mí se continúa».
    El mismo don que Bento descubre en Unamuno se lo otorga él a la traducción poética, la vía para resucitar también en el lector portugués la voz y la obra de los poetas españoles. De esta idea trascendente con la que José Bento cumplió su ingente labor traductora ha quedado otro apunte en la nota inicial a su versión del Quijote de 2005: «En relación a mi traducción, no la he hecho para conmemorar los 400 años de la publicación de este libro que me acompaña desde hace mucho tiempo, la he hecho sobre todo para poder saborear mejor esta obra querida, no en su original sino en algo que es también mío». Es decir, para «saborear» el Quijote que «continúa» en el lector del libro al cabo de «mucho tiempo» de leerlo y releerlo. Traducir es sinónimo de «creación» había sugerido Octavio Paz, pero José Bento lleva la idea un poco más lejos: traducir será encarnar una obra resucitándola en la lengua del lector.
   En el volumen que reunía sus poemas traducidos al español, Algunas sílabas (2000), el editor presenta una lista de sus traducciones que contiene 53 referencias. En libro, pues si se incluyeran las revistas de la época el número sería muy superior. En 2005, una investigadora de su labor como traductor cifra en 63 las fichas que existen en la Biblioteca Nacional de Lisboa. Cantidad que desde entonces ha seguido creciendo. Para contextualizar estos datos numéricos cabe añadir otro: en cincuenta años, entre 1940 y 1990, solo están inventariadas 121 traducciones de literatura española al portugués, incluidas las numerosas del propio Bento. Esta ingente labor traductora arrancó con un libro singular, en 1958, Platero y yo, cuando contaba solo veintiséis años. Y en su conjunto se puede clasificar en tres bloques, según el impulso que se intuye detrás.
    El primero responde a la voluntad de ilustrar la historia literaria española en todas sus épocas, que partiría desde el centenar de poemas recopilados en Lírica Española de Tipo Tradicional (1995), bilingüe, como la mayoría de sus ediciones, y continuaría con otras obras medievales emblemáticas como La Celestina (1988) o la poesía de Jorge Manrique (1987). Su dedicación a la poesía del Siglo de Oro fue exhaustiva. Destacan sus volúmenes con la obra de Garcilaso de la Vega (1986), Fray Luis de León (1988, 1992), Santa Teresa de Jesús (1989), San Juan de la Cruz (1979, 1982), Francisco de Quevedo (1987), Calderón de la Barca (1996)… y en especial los dos volúmenes de su monumental Antología de la Poesía Española del Siglo de Oro, Renacimiento (1993), más de doscientos poemas traducidos de dieciséis autores, y Barroco (1996) casi trescientos textos versionados (incluidos los dos grande poemas cultreranos de Góngora) de veintiún poetas. Capítulo aparte merece su traducción completa del Quijote, publicada en 2005, a la que ha seguido en 2014 el Persiles cervantino. La historia literaria continúa a través de las diferentes épocas. Del Romanticismo tradujo a Gustavo Adolfo Bécquer (1983, 1994); del fin de siglo a Miguel de Unamuno (1989, 2003), a Manuel (1995) y Antonio Machado (1989), a Juan Ramón Jiménez (1958, 1983, 1992) y a Valle Inclán (1994). De la Generación del 27 a Luis Cernuda (1981, 1990), Vicente Aleixandre (1977), Miguel Hernández (1993) y una importante Antología (1993) de Federico García Lorca que más tarde se convirtió en la versión de su Obra Poética (2007). Sin olvidar, claro, a los autores hispanoamericanos, entre otros, Rubén Darío (1994), César Vallejo (1992), Pablo Neruda (1973, 1998, 2006), Jorge Luis Borges (1982), Octavo Paz (1995), José María Arguedas (1992) o José Antonio Ramos Sucre (1992). Y para cerrar este capítulo de historia literaria cabe añadir los títulos de filósofos como Ortega y Gasset (1989, 1995) y María Zambrano (1993, 1995).
    En un segundo bloque se pueden rastrear los autores que contribuyeron a su propia formación poética, y que posiblemente vieron la luz en lengua portuguesa más por el empeño del traductor que por el encargo editorial. Son, sobre todo, autores coetáneos del traductor, con alguno de los cuales mantuvo una amistad literaria durante décadas, como Francisco Brines (1987), Ángel Crespo (1988, 1995), Jaime Gil de Biedma (1992), Antonio Gamoneda (1998), María Victoria Atencia (2000), José Ángel Valente (2001) o Eloy Sánchez Rosillo (2004). Aunque la edición más relevante de esta atención hacia la poesía española coetánea es sin duda su espléndida Antología de la Poesía Española Contemporánea (1985), con más de seiscientos poemas de sesenta autores. Resulta curioso señalar cómo el elogio que le dedicó Francisco Brines en 1991 —«José Bento ha hecho portuguesa (es decir, suya) toda la poesía española más importante»— pareciendo hiperbólico se ajusta a la realidad casi literalmente.
    Queda un tercer bloque en el que se pueden agrupar traducciones de títulos que responden a las novedades exitosas del momento y se intuye detrás un encargo editorial, como las novelas de Javier Tomeo (1990), Ignacio Martínez de Pisón (1997) o Javier Marías. Es posible que en este capítulo se puedan englobar también proyectos que reúnen trabajos anteriores con enfoques editoriales renovados, como las ochocientas páginas —5 centímetros de grosor— de la Antología de la Poesía Española desde los Orígenes hasta el Siglo XIX, publicada en 2001. Aunque algún crítico ha mostrado su preocupación por el hecho de que un período tan vasto, desde sus orígenes hasta el presente, con variación de géneros y lugares de procedencia, haya sido vertido al portugués por una única persona, la opinión crítica mayoritaria es que José Bento no fue un mero traductor, el rigor de los estudios y anotaciones que acompañaron siempre sus trabajos de traducción lo acreditan como un excelente hispanista. También se puede añadir en su favor que su ejemplo supo crear tradición. Tras él, múltiples poetas de generaciones posteriores se han interesado por la literatura española, a veces hasta el punto de proseguir la labor traductora de quien les inició en ella, como el poeta Joaquim Manuel Magalhães (1945), que continuó la estela de Bento justo donde él la había dejado, convirtiéndose en el más excelso traductor y antólogo de la poesía española de las últimas generaciones.

Conocí a José Bento a finales de 1983, no recuerdo bien con qué ocasión, en Lisboa, donde había ido yo con una beca del Instituto Camões para el Curso Anual de Estrangeiros, un prototipo portugués de lo que en la actualidad es el programa Erasmus. Por las mañanas asistía a las clases y pasaba las tardes de aquel invierno en la Biblioteca Nacional, en Campo Grande. En especial en la hemeroteca, una sala pequeña, junto a los vitrales del jardín, con un ambiente cálido y un servicio óptimo. «Estoy siguiendo el rastro de Pessoa en los periódicos y revistas de la época» supongo que le dije a Bento la segunda vez que nos encontramos, yo sentado en la mesa frente a la gruesa encuadernación de algún diario, y él en pie con una ficha en la mano del libro que quería pedir. También me dijo qué libro era y qué buscaba en él, y creo que estoy a punto de recordarlo —algo sobre un poeta del Siglo de Oro español que le interesaba—. Quedamos en el vestíbulo a la hora de la salida y me preguntó si prefería una cerveza o un café. En aquella época había descubierto un brebaje —mágico para quienes se llevan mal con lo frío y con la cafeína a deshora— denominado carioca de limão, y eso nos encaminó hacia una cafetería. Creo que aquel día fuimos a una que estaba en las inmediaciones de la plaza de Saldanha y que le gustaba especialmente, a la que volveríamos en muchas ocasiones. Con el tiempo descubriré que conocía todos los bares y restaurantes de Lisboa y qué especialidad había que tomar en cada uno de ellos. No pude tener mejor Virgilio en el purgatorio lisboeta. 
    José Bento era alto. Delgado, de complexión fuerte. Había sido rubio, pero en la época en que le conocí, ya en los cincuenta, había perdido gran parte del cabello y el resto caminaba hacia la «nieve» del célebre soneto de Garcilaso. Tenía nariz griega, de persona introvertida, y ojos de un azul claro, limpio y casi nórdico —por encima del norte hanseático, sugiere Brines—. Su aspecto no cuadraba en absoluto con los tópicos raciales del país. Solía vestir de modo convencional, con americanas de colores oscuros. Se abrochaba la camisa hasta el último botón del cuello, aunque nunca llevara corbata. Este detalle creó en mí una complicidad inmediata, pues para proteger la débil salud de mi cuello también yo solía hacerlo, aunque de manera vergonzante —me abrochaba o desabrochaba según la circunstancia—, no como él, que lo mantenía abrochado siempre. Gesticulaba al hablar de un modo peculiar. Desplegaba los brazos del cuerpo y cerraba y abría los dedos conforme lo que estuviera diciendo, creando así un ritmo coreográfico, expresivo, paralelo a las inflexiones de la voz, que en él eran constantes, pues le encantaba interpelar al receptor sobre lo que dijera. Hablaba español con una corrección impecable, que incluso para superar la pronunciación portuguesa —no hay dos lenguas más parecidas en la escritura y más opuestas en el sistema fonético— ensordecía un poco más de lo necesario las sonoridades lusas y su acento era como el de un alemán que hablara español.
    De los primeros días en los que coincidíamos en la Biblioteca Nacional recuerdo lo complicado que fue establecer la lengua de comunicación. Él se empeñaba en hablarme en español, lo que al principio me facilitaba la conversación, pero pronto me di cuenta de que estaba en Lisboa para hablar portugués y durante un pequeño período se dio la paradoja, para quien nos oyera charlar, de un portugués hablando en español y un español respondiéndole en portugués. Luego ya se pasó a su lengua y cómo lo agradecí. Tenía un dominio extraordinario de los recursos verbales del portugués y una ironía que no dudaba en traspasar sus fronteras y entrar en las del sarcasmo. Cuando acababa de decir la mayor atrocidad sobre algo o alguien, se detenía en plena calle, componía un gesto de niño inocente y preguntaba: Não é? De personalidad reservada, con rasgos de timidez, disfrutaba especialmente con las conversaciones poco convencionales, tal vez como una manera de vencerse a sí mismo. 
    Me pregunto, ahora que he pasado ya por la edad que Bento tenía entonces, qué podían compartir durante tanto tiempo un muchacho alelado de veintipocos años y un poeta y traductor en el momento de su máxima madurez creativa. La respuesta surge de inmediato como un torrente de memoria. La poesía. La ausencia de recuerdos compartidos, de repente, se colmaba de vida con las lecturas comunes. Bento me hablaba de los poetas españoles que le gustaban, de aquellos otros que había conocido, con los que mantenía correspondencia y a quienes seguía atentamente. Yo le citaba nombres de autores más jóvenes, de mi edad, y le describía —vivíamos una era analógica aún— las peculiaridades de su escritura. También le contaba mis descubrimientos en la poesía portuguesa, y él los ilustraba contándome anécdotas y particularidades del carácter de los poetas que empezaba a leer. Recuerdo mi insistente solicitud de noticias sobre Eugenio de Andrade y su inagotable crónica sobre el poeta vivo que más admiraba entonces. Dos versos del propio José Bento resumen lo que de aquellos días a inicios de los ochenta ha dejado a su paso el correr de las décadas: «Remoto, desconozco lo que ahí sobrevive: / hubo palabras, gestos, astillas hoy ya ni ceniza».

3 
Con ser relevante el legado como hispanista, lo esencial de la figura literaria de José Bento es su obra poética, cuya auténtica dimensión es posible que aún esté por descubrir. A diferencia del traductor, que visitaba las editoriales con una sorprendente continuidad, como poeta fue especialmente parco en publicaciones. Además de algunos cuadernos breves, el conjunto de su obra se concentra en dos extensos volúmenes —ambos suman 550 páginas— de títulos casi paralelos —y quizá en clave—, separadas por diecinueve años, que responden a dos grandes ciclos poéticos. Silabário (1992), el primero, reúne su escritura en las décadas de los 70 y 80, época de la madurez hermética —António Ramos Rosa llamó la atención sobre el «relativo silencio» que precede a este libro, «sorprendente en la medida en que esa maduración [de la poesía de José Bento] se habrá efectuado muchos años antes». Y, segundo, Sítios (2011), que compendia la feraz obra de las dos siguientes décadas, período de una madurez ya clara y analítica, un volumen con ciento ochenta poemas que el autor no quiso entregar por partes. Es obligado mencionar también Sequência de Bilbao (1978), título emblemático en su obra y primer libro publicado, a los cuarenta y seis años, una edad tardía para quien recibía encargos editoriales desde veinte años antes, pero coherente con la discreción que eligió para que se revelase su poesía.
    En España, la divulgación de su obra no está exenta de paradojas. En 1986, la colección gallega Esquío publicó en bilingüe el volumen El Entierro del Señor de Orgaz y Otros Poemas con traducción de Mario Míguez. El libro no tuvo excesivas oportunidades, y cuando estas llegaron para su obra lo hicieron de una forma extraña. En las mesas de novedades coincidieron dos volúmenes que recogían un mismo período, en dos editoriales y con traductores diferentes. Pre-Textos incluyó en su catálogo En el silencio de noviembre (con traducciones de Crespo, Míguez y Eugenio Montejo) y Calambur envió a imprenta Algunas sílabas, extensa antología preparada por José Luis Puerto, ambas ediciones publicadas el 2000. Y no es raro que una a otra se estorbaran.
    Ramos Rosa relacionó Silabário con San Juan de la Cruz, pero los vínculos de sus versos con la poesía española son mayores. La ascendencia de Miguel de Unamuno, Antonio Machado y Luis Cernuda resulta evidente a lo largo de la obra, pero quizá José Bento se sintiera más próximo a ciertos poetas coetáneos suyos, como Francisco Brines, Carlos Bousoño o Ricardo Defarges, con los que comparte profundos acentos elegíacos. Sin embargo, el poeta español del que al cabo Bento se muestra mejor discípulo, en especial en esa auténtica sinfonía que es Sítios, es Garcilaso de la Vega. «Los poemas que escribas, / aunque muchos, son / uno solo, inacabable», declaran unos versos del autor portugués, que a modo de poética descubren el sentido de su poesía. Al igual que la de Garcilaso no admite más tema que el amor ideal y con actitud introspectiva va disgregando poco a poco, a su alrededor, una auténtica teoría amorosa, así también todos los poemas de José Bento se refieren a una única historia, un amor real e idealizado, que evoca con similar intimidad. Fue aquel un encuentro que le fascinó en su juventud y del que Bento extrae, igual que Garcilaso, un hondo conocimiento del amor: «No sabe ninguno de los dos si hoy habrá noche / aunque estrellas los despertarán al partir / hacia un alba donde recrear la música sin pauta, / la danza donde completen el viaje / que jamás acaba sin transformarnos». 
    Una noche amorosa, un mes de noviembre en un Bilbao convertido en locus amoenus, que le entregó a cambio días, años, décadas de silencio, oscuridad y memoria. A esta única historia, el poeta le va añadiendo paso a paso, como mínimas variaciones en la melodía de una canción, matices, detalles, metáforas, estados de ánimo, esperanzas y desesperanzas, sueño y desvelo en otros cuerpos: «Aquí, errante, —escribo, yerro. / De noche, leo: identifico aún aquella noche. / Avanzo una palabra, otro paso: / una sílaba, una pulsación / queman al vibrar y entregarse. // Busco la clave de la herida que arde en mí / desde aquel instante que dividió el tiempo.»

[Clarín nº 145. Oviedo, enero-febrero de 2020]

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