Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

jueves, 6 de febrero de 2020

Lo que cuenta el hijo de «la niña de nuef años». El origen imaginado del Cantar del Cid



Entre quienes han sido estudiantes de letras he comprobado que muchos conservan el recuerdo de una de las lecturas medievales con especial emoción. Tal vez porque se les atragantó al principio, o simplemente por el temor a que eso ocurriera, el hecho de que la culminaran después con gusto se convirtió posiblemente en un hito personal. Casi siempre ocurre con La Celestina. Estas lecturas medievales, difíciles solo por lo desacostumbrado del lenguaje, se diría que ponen en causa la vocación del estudiante, pero, una vez superada con éxito la amenaza, la lectura les devuelve la afición acrecentada. Es lo que me ocurrió, cuando estudiaba en la facultad, con el Cantar de Mio Cid. Mi propia epifanía. Aún me recuerdo a mí mismo con orquesta y coro detrás, en mi pequeña habitación, arrebatado por la melodía de leer y comprenderlo todo. Cuando cerré el libro la sonrisa inventó lo que cuatro décadas más tarde se denominan emoticonos. Qué pena que no se me ocurriera patentarla.
      El Cantar de Mio Cid es una obra maestra. La literatura española tiene unas cuantas, pero el Cantar no es de las menores. Igual que Cervantes supo aprender de su experiencia de escritura y consiguió darle un vuelo mayor a cada una de las tres salidas del Quijote, los juglares del Cantar establecieron, en cada una de las tres partes en las que posiblemente se dividía su interpretación pública, un ámbito cada vez más elevado de la literatura. El «Cantar del destierro» parte de la poesía como crónica. Apegada al curso de los hechos, gana significados solo estirando la verosimilitud hasta el límite de los anhelos ideales. Sería el primer estadio de la narración. Ocurren historias y son esas historias las que buscan hacer soñar.
  El verso 1085 tiene una redacción que admite interpretaciones: «Aquís conpieça la gesta de Mio Çid el de Bivar». Suele tomarse como el verso inicial de la segunda parte, El «Cantar de las bodas», que el juglar cantaría en una segunda sesión. Pero quizá también admita una lectura literal. El Cantar ya no tiene una historia que contar, sino, sobre todo, descubre un protagonista en el que adentrarse. Los mil versos centrales superan el sentido de la crónica para intuir el de la novela de personaje. A propósito olvido la mención al «héroe», obvia por otra parte. Lo sorprendente del Cantar no es que ensalce al héroe, sino que lo convierta en personaje, maleable, presente, cotidiano. Es un segundo estadio de la literatura, la historia se revela ahora a través de las vivencias del protagonista.
   Del mismo modo que la personalidad desdoblada de la primera salida quijotesca se supera con la personalidad caballeresca de la segunda salida; la perspectiva de crónica del primer Cantar se superara con la de personaje de la segunda. Con ser importantes ambas progresiones, igual que ocurre en el caso cervantino, la cualidad de maestría alcanza a la obra por un tercer avance insospechado. El conocido como «Cantar de la Afrenta de Corpes». Si la tercera salida del Quijote representa un giro en el que de repente se retrocede —ahora el Quijote pierde la fe caballeresca, que los demás ganan— para llegar más lejos en el retrato de la complejidad de la vida humana, el Cantar de Mio Cid da un paso semejante que al cabo resulta genial: el protagonista desaparece de la acción, para mostrar cómo evoluciona el mundo sin él.
    La narración de la Afrenta de Corpes es un prodigio de recursos técnicos. No hay película de terror que no siga utilizándolos. Una imagen amenazante —«los montes son altos, las ramas pujan con las nubes / y las bestias fieras que andan aderredor»— y de repente un locus amoenus donde la acción transcurre con normalidad: «Hallaron un vergel la una limpia fuente». Giro premonitorio: extraordinario. De todas formas, lo que sigue impactando, en un reportaje de la vida sin héroes de inicios del siglo XIII, es lo que ocurre a continuación. Un problema que a inicios del siglo XXI sigue siendo la lacra más lacerante de la sociedad del presente. Los maridos de las hijas del Cid, los infantes de Carrión, con espuelas y cinchas, las golpean en la soledad del robledal de Corpes y «Por muertas las dexaron, sabed, que non por vivas». Unos versos antes, doña Sol pronuncia el discurso más estremecedor que se puede lanzar ante la ignominia.
    Crónica, personaje y conflicto —paradójicamente la parte menos histórica del Cantar ha resultado ser la más acendrada en la realidad, tanto que llega hasta el presente— es la sucesión de aprendizajes poéticos y literarios, desde lo obvio hasta la genialidad, en la que se concierta un número desconocido y enigmático de juglares. Marcelino Menéndez Pidal, que tanta poesía crítica vertió sobre el Poema, acertó sin embargo al apuntar los dos motores secretos de su creación: la tradición incesante —la sucesión de juglares que cantaban la misma historia que, en la boca de cada cual, nunca fue la misma— y el gusto de la gente, que aplaudiría con el entusiasmo de lo mejor que tuviera en casa para agradecer que se la hubieran contado.
   A partir de este punto, me pregunto por dónde empezaría a contarse la historia del Cid. No es una cuestión a la que se espere encontrar respuesta, pero precisamente por eso resulta atractivo tratar de imaginarlo. El avance de la trama implica la sucesiva asimilación de un aprendizaje literario, eso hace imposible que el relato empezara a contarse desde el final, cuando se consolida el triunfo absoluto del héroe, ocurrido en el ámbito pleno de la ficción, ya olvidado el referente histórico de su arranque. Si se descarta el final como guía de la narración, resulta muy difícil imaginarla crecer desde el principio porque a nadie se le ocurre empezar a contar la crónica de un fracaso, en pleno destierro del Cid. Desde el punto de vista de la lógica, pues, resulta casi imposible que el Cantar se construyera tal como nos ha quedado construido.
   Que el inicio resulte un fracaso para lo relatado en la crónica, no ha de significar, sin embargo, que todo lo que se cuente los sea. Es posible que en el hilado de los acontecimientos haya alguno con matices heroicos que permitiera que esa historia parcial empezara a contarse, para luego, en el curso de su crecimiento como ficción, se pudiera desarrollar la trama con la complejidad que se conoce. He revisado con este concepto todo el primer Cantar y creo que he dado con la clave de lo que pudo ser el germen de todo el Poema.
   El único aspecto «heroico», marginal al Cid, que se descubre en la primera parte del Cantar, es el episodio en el que «Una niña de nuef años a ojo se paraba» [se asomaba]. El Cid abandona Vivar, y al atravesar Burgos descubre que los burgaleses también le dan la espalada. Ni siquiera en la posada habitual quieren abrirle la puerta ni responden a sus «altas voces». Es una escena desoladora, que de repente rompe una niña que asoma, sale de su casa sin temores a la ira regia y le explica al Cid la razón del abandono. Luego, «se tornó para su casa». Insiste tanto en lo concreto el episodio —«nuef años»— que delata como esenciales elementos que en realidad son triviales para la crónica. El mismo hecho de que sea una niña resulta espurio. Y sin embargo es, en sí mismo, un hecho heroico.
    Se puede pensar que esta concreción, ajena a la crónica del suceso, ha de responder a otra necesidad. Tal vez a la persistencia de un elemento real. Por ejemplo, si esta niña existió, en su propio relato vital marcaría esa concreción como el eje central de lo ocurrido. Y, de hecho, no es raro que les recordara con frecuencia a sus hijos: «cuando tenía nueve años vi al Cid en las calles de Burgos, nadie quería salir a recibirle, pero a mí me daba mucha pena y me escapé de casa para contarle lo que había pasado tras la carta que el Rey había enviado a los burgaleses». No pudo ser el recuerdo de esa niña, evidentemente, el germen inicial del Cantar, porque su historia acaba en sí misma, en su propia heroicidad. Pero, póngase por caso, que uno de sus hijos, sin excesivas aptitudes para heredar el oficio paterno, se le ocurriera un día en la plaza contar la historia de su madre. Aquí arrancaría el motor secreto del relato épico: aquella tarde volvería a casa con las manos llenas. Al día siguiente, la historia de su madre necesitaría un poco más de juego: ¿de dónde venía el Cid? ¿A dónde se dirigía? No costaba mucho imaginarlo. Voces había oído. Y pronto supo que en el pueblo del costado estarían encantados de darle regalos aún mejores si un día iba a contárselo. ¿No pudo ser este el origen del Cantar del Cid: el recuerdo de un hijo sobre la heroicidad de su madre desaparecida? Cien años y diez o doce avispadas generaciones de juglares después. A mí siempre me lo ha parecido.

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