Juan Antonio Masoliver Ródenas, La casa de la maleza,
Sirmio, Barcelona, 1992
De ciertos libros la crítica suele decir que han aireado, o vapuleado incluso, la literatura de su época. La casa de la maleza comparte con esos libros algunas características: la impureza formal, un planteamiento temático radical, o como quiera que se denomine lo opuesto a la liviandad en boga, un carácter fatalmente lírico y un ambicioso proyecto literario, que en su caso tiende a confundir las fronteras existentes entre verso y prosa. Que este libro, sin embargo, no represente un hiato en el actual panorama poético significa sencillamente que la poesía no está por esa labor, que prefiere las buenas maneras, los temas cultural o sentimentalmente ficticios y sobre todo una idea muy clara de la distancia entre géneros.
En el prólogo que presenta La casa de la maleza, Pere Gimferrer habla del «agente fumigador de la vanguardia genuina». Ese gesto vanguardista es precisamente lo que comparte con otros libros que han conmocionado su tiempo; aunque es también el estigma que impide que esta experiencia lítica, que es importante, sea reconocida como tal. En un momento en el que la poesía a duras penas se repone del vacío provocado por su vanguardia, poco éxito ha de tener esta nueva invitación al abismo que realiza Masoliver Ródenas. Una prueba del callejón sin salida al que conduce es que la continuación natural de este libro (que en parte ya había sido adelantado por la revista Asimetría) sean dos volúmenes en prosa que ha editado Anagrama: Retiro lo escrito (1988) y Beatriz Miami (1991).
En un fragmento del primero de estos títulos su autor dice: «Tal vez el poema son los añicos del espejo en el que estaba nuestra imagen y las palabras que tratan de evocarlo». La deflagración del tiempo y los destrozos que provoca en la propia imagen y en sus propias palabras es el tema obsesivo de La casa de la maleza, pero tratado del modo más descarnado.
Un verso desvela la clave del título: «en esta maleza de recuerdos y agonías». Las palabras dañadas por el tiempo transforman esos «recuerdos» en metáforas que los poemas repiten una y otra vez, como las niñas que se levantan las faldas, las telarañas (el tiempo) o el súbito galope de caballos (la muerte). Lo que caracteriza esta poesía es la nula capacidad que posee ese entramado simbólico para enmascarar la ultima ratio: «En los recuerdos que asoló la muerte / está la muerte». Lo arrasado, lo decrépito, lo calcinado, en suma, «los escombros» que el tiempo deja como herencia en la vida del poeta son el argumento de unos versos que por fuerza han de ser formalmente impuros y temáticamente radicales.
[Cuadernos del Sur. Córdoba, 30 de julio de 1992]
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