En la
tierra desolada (Ed. Hiperión, Madrid, 2021) es un título que
extiende su gesto pesimista desde las raíces del The
Waste Land eliotiano. No se puede afirmar que sea como su referente un
poema unitario, pero tampoco es una combinación de poemas sueltos. Se parece,
en verso, a lo que en prosa formaría un diario: una diversidad de asuntos unificados
por una única mirada. O, expresado de otra manera, teselas que al ser
contempladas en su conjunto muestran una imagen. En este caso, un autorretrato.
Quizá el autorretrato de la desolación.
Tal vez sea esta la forma que tienen los poemas de mostrarse unitarios en el presente, a través de su
fragmentación.
El
título, desalentado, condiciona la lectura. Presagia, quizá, un juicio del
mundo, un dedo acusador de cuánto va mal. El lector no tarda en encontrarlo: en
la página 12: «simplemente por crueldad / como ahora, a menudo, pisoteo a los
débiles». O en la página 14. «Hay muchas formas de comprar / un silencio… /… sé
de sobras que existen porque / las he probado». Tal vez sorprenda que un juicio
moral no tome la forma de acusación, sino de autoinculpación. Pero Fermín
Herrero (1963) lo que afianza en el umbral del gran poema desolado que empieza a escribir es la fe en su raíz lírica: no
existe juicio del mundo en poesía, sino solo juicio del yo. La desolación en
la tierra lo es solo de quien la habita «mientras oscurece y se muestra /
sin elegía lo que cae». O: «Ahí están / las ramas, lo arrancado. Ni sienten ni
padecen», porque el padecimiento es solo de quien lo anota en el cuaderno.
Por
acercarlo al paradigma de otro gran poema sobre la desolación, el Infierno de Dante Alighieri, se podría
afirmar que el libro está formado por «círculos» en los que sopla
insistentemente el viento. El primero, ya mencionado, es «la confusión / del
mundo» y de aquello que lo descarría. Otro poema para consolidar la perspectiva
es el que acoge la página 54: «También las picarazas han emigrado / a la
ciudad…» empiezan los versos que describen, en primera persona, un ser solitario
en un bar de imaginería hopperiana, «bebiendo solo», frente a la prevención de
«la cocinera», certero símbolo de un destino urbano: «que se enfría la sopa».
El
segundo círculo de la desolación es la vida en contacto con la naturaleza. Al
igual que pasaba con el primer círculo, no aparece marcado por la denuncia del
abandono, aunque en algunos momentos surja explícita («Los aperos vencidos por
el óxido / en las eras: su insomne deterioro»), lo esencial es la
ininteligibilidad del yo ante el mundo: «sé / que algo está sucediendo, pero
qué». O: «Debo dejar / constancia, aunque no sepa de qué». El conocimiento de
la naturaleza se encierra en sí mismo ante el deseo de hallar algún vaticinio,
alguna suerte de trascendencia que salve con su sentido la mera descripción:
«Si digo simplemente lo que hay / es porque no doy más de sí, me temo».
Derivado
de este, el tercero, nutrido de matices, es el propio oficio de quien mira y se
dice: «has de escribir / el nombre, o un nombre, siquiera». No hay un verso más
desolado sobre la ambición del poeta
en el mundo: siquiera un nombre. El
autor que ha descrito con la minuciosidad del paisajista exigente las tierras
altas de Castilla esboza su poética con una amargura que desazona: «sólo / en
lo indecible, hurgo, habito». Porque, de hecho, «Lo decible / es tan poco». Una
poética que descubre en el nihilismo su razón de ser: «apenas pienso lo que
nombro / se abrasa y desvanece».
En un
recodo de este amplísimo círculo de la escritura no se olvida Fermín Herrero de
anotar sus penas como poeta en un tiempo descreído y, quizá por eso, mal
comprendido: «A buen / seguro no saldrás en la foto de tu generación». Es
posible que el pronóstico tenga algún fundamento: tal vez a las «fotos de
generación» les ocurra lo mismo que a «las piedras pulidas del lavadero [donde]
hace / muchos años que nadie se arrodilla». Es decir, el futuro quizá se
desentienda de colectivos; igual que ahora cada cual lava en su casa, los
poetas solo se recordarán en fotos individuales. Y la de Herrero resulta imprescindible.
Son los
tres primeros círculos del mundo desolado, pero no los únicos. No sé si se
podrían estirar hasta nueve. Quizá. En la
tierra desolada recoge algunos más de similar importancia: la preocupación
por la edad, el deambular de lo biográfico («Qué equivocado estaba»), la
fragilidad de la memoria, los propósitos de vida («decido / desleírme de las
olas sin pretender / abarcarlas. Y así con todo lo que importa»). Tal vez todos
estos matices formarían un cuarto círculo: la «confusión» de la existencia.
Y se
vislumbra un postrer círculo, no sé si quinto o noveno, eso tampoco importa,
diseminado en las cuatro secciones del libro (cada una de 15 poemas, casi cada
poema con diez versos —solo unos pocos no alcanzan esos versos, y ninguno los
sobrepasa— y una métrica muy efectiva formada por la combinación aleatoria de hemistiquios
de diversas medidas), que es el círculo del amor. Parte de un espléndido poema
erótico en la página 20: «Clara a punto de nieve por tus pechos… /… Nuestro
amor». Y el poema sigue: «Mas seamos triviales / por si acaso, la carne acaba».
Y en este verso prende una lúcida y estremecedora reflexión —en los poemas de
las páginas 50, 57, 66— sobre la relación amorosa que sobrevive al
enamoramiento carnal, un asunto esencial en la vida de las personas que, a
veces, los poetas parecen olvidar. No es el caso de Fermín Herrero: «Sin mirarse a los ojos cómo no distanciarse
/ incluso estando al lado». Y que concluye con una declaración de amor que
emerge de la desolación temporal pero que alcanza la altura de cualquier
idealización amorosa que le salga al paso: «Por mi parte, aunque me ha de
faltar / el tiempo, como a todos, sin estar a tu arrimo ya / no sabría qué
hacer». Quizá, el broche del postrer círculo de la tierra desolada.
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