Dentro
de las estrategias que existen para lograr la invisibilidad literaria se suele
insistir en la única que raras veces ha existido: la obra inédita. Tanto Pessoa
como Kafka, los dos grandes mitos de la ausencia de publicaciones, tuvieron en
vida la oportunidad de publicar y la usaron, astutamente, para desviar las
miradas de las maravillas que guardaban en sus cajones. El modo que Isabel Bono
ha practicado para pasar inadvertida en el panorama poético de las tres últimas
décadas es exactamente el opuesto. Su bibliografía literaria alcanza la
treintena de títulos con Me muero (Bartleby, Madrid, 2021),
entre ellas dos novelas, dos cuentos y el resto, una obra poética en diferentes
registros. Un magma de ediciones y cuadernillos que solo en raras ocasiones
repite editor y está esparcido por toda la geografía peninsular (incluido
Portugal) e insular. Un rastro difícil de seguir. Incluso para sus lectores.
Dentro de esta dispersa colección
poética hay libros con poemas muy breves y también muy extensos. Escritos a
modo de collage o en versículos
anafóricos. Con mayúsculas iniciales y puntuación o sin una cosa ni la otra. Composiciones
con título o sin título. A veces con un predominio de lo narrativo o, al contrario,
abstractas y casi gnómicas. Pese al calidoscopio de las formas poéticas (tal
vez otra estrategia diversiva), la obra de Isabel Bono posee una sorprendente
unidad lírica y también estilística que subyace a la marea de formas y
publicaciones. Y dentro de ese conjunto hay también ya algunos títulos decisivos
en su trayectoria, como la compilación Poemas
reunidos Geyper (2009), Pan comido
(2011), Brazos, piernas, cielo (2012)
y ahora, Me muero.
La poética de Isabel Bono, que en el
presente volumen se despliega con todos sus matices, se construye mediante la
simbiosis de opuestos. En un primer plano, sobre una cotidianidad descrita con
la minuciosidad y concreción de una estética realista («quedan las hojas secas
y el mantel puesto / la cama sin hacer y las horas insomnes»), se inscribe un
universo de elementos simbólicos (pájaros, árboles, charcos), sin matices,
reiterativos y polisémicos (en el mismo poema citado arriba: «se acabaron las
ganas de correr hacia los charcos / no quedan pájaros ni frutos en las ramas»).
El vínculo entre ambos mundos se establece, cuando aparece, a través de verbos
de pensamiento («me pregunto», «temo que», «deseas», «tuve», «quise», «imagina»,
«vendrán» …). Sobre este constructo
básico se establece una tensión, tanto sobre la concreción realista como sobre
la polisemia simbólica, hacia territorios de la irracionalidad, pero no
ubicados en la tradición surrealista, sino, y resulta lo más sorprendente, de
la propia tradición fabuladora. El recurso principal es la prosopopeya, que se
aplica tanto a objetos como a conceptos. Como ejemplo emblemático se puede leer
el poema «me dejo violar por el dolor en un vagón vacío», en cuyo final se
desvela la personificación que asiste a todos los versos: «el dolor y yo
dormidos / mecidos por una nana siniestra». Otros recursos que contribuyen a
esa inclemencia discursiva son las
paradojas («los pájaros / vaciando el cielo») o las sentencias aforísticas a
contracorriente de las convenciones: «poco amor o poca vida / no es tan malo».
En este marco voluble de signos
poéticos se inscriben los temas de Isabel Bono con análoga inestabilidad. No
siempre los asuntos más reiterados son los más relevantes. El «miedo», por
ejemplo, asoma en multitud de poemas, pero más decisivo y axial parece el amor,
aunque resulte menos visible. Un texto que empieza «cuando sea vieja /
recordaré cómo nos conocimos», concluye: «y solo entonces / adivinaré el peso
de este amor». El desengaño y la desilusión parecen flotar en la mayor parte de
estos poemas. Es un tema barroco que la poesía conoce bien como nostalgia de la
edad de oro perdida. La poeta parece darle un giro cronológico: la nostalgia desengañada
no lo es por lo irremediablemente perdido, sino por lo que, disfrutándolo en el
presente, como poseedora del oro del tiempo, ignora el sentido de lo áureo:
«[Yo] capaz de hacer girar el sol / alrededor de tu boca / … / que era inmortal
y lo sabía / ahora no sé nada // ha llegado junio / y no sé nada». O teme su
pérdida, aunque no se haya producido: «y el amor se transformará en frío». La
desilusión como imposibilidad de ilusionarse
por aquello que ilusiona.
[Clarín nº 153. Mayo-junio, 2021]
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