Es
posible que la mayor parte de los libros que se publican adquieran pronto la
categoría de invisibles. Pero algunos
parecen haber nacido para desaparecer. Esta
terrible luminiscencia salió de imprenta a inicios de 2020, solo unos días
antes del inicio del confinamiento. Cuando meses después reabrieron las
librerías, la pandemia había enterrado también el libro de Carol Gómez Pelegrín
(1977), el primero de su autora en papel tras una intensa actividad como
ilustradora, fotógrafa y escritora en la evanescencia
de la red.
Construido en tres secciones, las dos
primeras comparten sujeto poético, vinculado a una sólida voz lírica, pero la
tercera, con registros temáticos autónomos, está escrita con la técnica del
monólogo dramático y perfila un personaje diferente como sujeto de los textos.
El análisis del libro requiere, por lo tanto, dos desarrollos diferentes. Casi
como si se tratara de dos libros distintos, no en estilo, que posee una unidad
consolidada, pero sí en concepción y propósito.
La idea que la autora tiene de sus
textos carece de idealización: «…y yo me quedaba / dormida o, aún peor, me
quedaba escribiendo todos estos / poemas sin hilo sin ritmo sin filtro / como
algunos aires acondicionados ruidosos y poco eficientes». Así que le toca al
crítico matizar esa cruda expresión e idealizarlos un poco. Los poemas están
escritos, antes que «sin hilo», como un hilo
que se estira: un flujo verbal, magmático, que avanza bordeando los límites de
la expresión irracional, pero sin excederlos; actúa, es cierto, sin una estructura
reconocible a priori, pero con un
poderoso ritmo, que es el trabajo formal que más destaca, y con los filtros adecuados a la inexistencia de
fronteras temáticas por la que avanzan los versos: la metáfora y la elipsis.
Los núcleos temáticos que desarrolla el
libro no están vinculados, por lo tanto, a una estructura convencional (de
introducción, nudo, desenlace), sino a una estructura helicoidal, que avanza
girando sobre un eje temático que trazan ciertos términos se repite en los
poemas. De hecho, sobre dos ejes. Uno, de carácter fáctico, se construye a
partir de la percepción del miedo, de
la práctica de la mentira, de la
relación con los hijos, de la
conciencia de las heridas, de los
laberintos del sexo o de la amenaza
del olvido. Otro, de carácter
existencial, se diluye en tres incógnitas del ser: la propia infancia («Yo fui
una niña azul»), el desdoblamiento («La extraña que escribe por mí») y la escritura
(«Qué sentido tiene escribir»). Ambos ejes conducen el flujo verbal hacia el
tema que subyace en el conjunto, el amor, que se define tal como lo nombra el
título del libro: una «luminiscencia», esa luz que se arrebata al otro (con
miedo, mentiras, heridas o sexo) para iluminar desde el sujeto que no consigue
convertirlo en condición (o solo de modo fragmentado, desdoblado, incierto).
Así ambos ejes temáticos, factual y existencial, acaban dibujando el paradigma exacto
de la paradoja helicoidal (gira sobre
sí misma y se traslada al mismo tiempo) del amor: «Nunca / he amado nada que
verdaderamente no doliera». O «Usted dice que mi modo de amar es / la
fragmentación». Este es solo el marco temático en el que se mueve el flujo
verbal que emana de los poemas de Carol Gómez Pelegrín en las partes primera y
segunda, y en los poemas aparece desarrollado por un sinfín de observaciones
certeras, en un lenguaje brillante, desinhibido, preciso, que en ocasiones no
desmerece de los adagios shakespearianos: «Esta habitación por horas que es la
vida».
La tercera parte, escrita como un
monólogo dramático, es un libro diferente. Comparte la escritura magmática, el
ritmo sincopado y los destellos estilísticos, pero el lirismo describe, como
una máscara de personaje clásico, a un personaje: «La Sra K». El sexo casual o
desvinculado de una relación amorosa, o directamente la prostitución, ha sido
objeto de excelentes poemas en la tradición literaria casi siempre escritos
desde una óptica masculina. Recuerdo, por ejemplo, el poema «Con pobreza estaba
decorada la habitación» de Manuel Álvarez Ortega (1923-2014) que después de
describir el desolado ambiente de un prostíbulo, narra «cómo la vieja mujer
atrae al adolescente / lo lleva hacia un ámbito de sombra»… y «sobre sus pechos
/ él siente ganas de llorar». La sentimentalidad del adolescente que sacrifica
la pureza emerge diáfana en el poema, pero nada se sabe de «la vieja mujer» que
seduce al adolescente: ¿beberá en él alguna nostalgia?, ¿esperará alguna
compensación íntima?, ¿redimirá algún fracaso?
Carol Gómez Pelegrín, a través de su
personaje, la Sra. K —que no solo
evoca un personaje kafkiano, sino también la incierta amada de Georges Bataille
en sus diarios—, reconstruye esa experiencia y sentimentalidad desde el punto
de vista de la mujer. Sin prejuicios, sin clichés, sin sociología. Un sujeto
poético que emerge ante una experiencia: «Desconozco sus nombres, se presenta /
sin rostro y la polla / colgando entre pliegues / con regusto a lunes, a
pescado hervido, a pequeñísimas / mentiras domésticas…».
Los poemas dibujan el retrato
existencial de la desalmada experiencia, en
la que una voz femenina relata con detalle de forense los gestos fosilizados
del comportamiento masculino, y lo hace solo para descubrir en su interior sus
propias perplejidades humanas y líricas. Y, de paso, también para extraer no
pocas lecciones de filosofía shakesperiana: «…lo ferozmente vivo / está
ferozmente triste, hacer la lista de lo que falta en la nevera / también es
inequívocamente / una señal / de permanecer con vida».
[Clarín nº 155. Septiembre-Octubre, 2012]
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