Empecé a traducir para pagarme
los libros mientras estudiaba. Y seguí después un tiempo. Un volumen de Pessoa,
traducido durante un verano, me financió nueve meses de vida en Lisboa (en
casas de amigos y en los ochenta, que aún no había euros). La última traducción
que hice coincidió con mi primer curso como profesor y ahí decidí que solo
tenía un trabajo. Muchos años después —exactamente dieciséis, el dato es
relevante—coincidió una mudanza con una oferta de traducción, que acepté como
caída del cielo porque, milagros de la economía, su pago cubría exactamente lo
que mis ahorros no alcanzaban. Aprendí dos cosas en aquella traducción; la
primera, que había cambiado la manera de contar, ahora pagaban por palabras,
pero facturaba por folio bastante menos que dieciséis años antes. Y la segunda, obvia,
aprendí a calcular las palabras que tiene un libro. De lo que uno escribe, el
ordenador le cuenta hasta los acentos, pero para lo que han escrito otros se
precisa una técnica. Útil para todos los libros, menos para el que acabo de
cerrar en este momento, que ya sé que tiene 16.536 palabras. Las que acabo de leer.
No
sé si es un dato que merezca divulgarlo, pero a mí me gusta saber cuántas
palabras tiene el libro que estoy leyendo. Lo comparo con los libros que he
escrito y eso me da una idea de las tardes y noches que el autor ha pasado
escribiéndolo. El libro que acabo de leer es, en apariencia, una colección de
reseñas de libros. Incluso aparecen las fotos de cubierta. Cuando he escrito las
dos frases anteriores he sonreído. Con qué facilidad lo cierto no tiene nada
que ver con lo verdadero. En cada capitulillo se habla de un libro, pero en
ocasiones apenas se menciona el título. Una de las recensiones especifica el
número y nombre de las librerías que recorre el autor en su ciudad, y las
conversaciones mantenidas con los libreros, para comprar el libro sobre el que
quiere hacer un artículo. Sin conseguir comprar el libro, aunque eso no le
impida, claro, concluir las 636 palabras que tiene cada uno de sus fragmentos. 636 palabras es una métrica, como los sonetos tienen 154 sílabas. Un crítico previsible,
como él mismo confiesa, porque siempre empieza de manera imprevisible.
Reconozco que a mí me ha costado un rato distanciarme lo máximo que me ha sido
posible —aunque estoy orgulloso de haber podido remontarme a mi época de
estudiante— para empezar a hablar ahora de este libro.
Su
autor es Javier Castro Flórez. El título, Lo
que lee un editor (Newcastel Ediciones, Murcia, 2020). Nada es lo que parece en sus páginas, porque de lo único
que no habla es de la editorial que dirige ni de los autores que ha publicado.
Si en lugar de ser el reseñista yo fuera el editor, y el autor en lugar de
editor fuera el reseñista, le hubiera sugerido que lo titulara algo así como
«Lo que vive un lector». Uno de los autores de su catálogo, Hilario J.
Rodríguez, escribió en 2004 una autobiografía a partir de los libros que había
leído en cada edad, Construyendo Babel.
Un libro magnífico. Como este, en el que el autor escribe un dietario a
propósito del libro que cada día lleva bajo el brazo. Un
diario, o quizá el libro de memorias de un lector, porque, si se piensa bien,
nada hay más ajeno a un buen libro que una lectura aséptica, distante,
estructuralista. No se deja de vivir cuando se lee (en el metro, en una
cafetería o en el sillón de casa), ni se deja de pensar, es decir, de recurrir
a la memoria para entrelazar palabras y acontecimientos. Y tampoco hay peor
recomendación de un libro que contar el argumento. Aquí no hay ninguno. Prometido.
[Inédito]
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