Durante una buena parte de los
siglos por donde navega, el barco de la tradición poética ha tenido un capitán
llamado Horacio; o quizá sea un bibliotecario real, si se prefiere la metáfora
de la tierra firme de un reino. Está en las Odas
no solo el compendio de los asuntos de la meditación literaria, sino también el
tono más depurado para realizarla. Como las ramas con las que se va expandiendo
el árbol desde el tronco, las épocas han ido añadiendo matices, peculiaridades
e incluso controversias. Y aunque los hijos de Eneas ya no reconocen su patria,
pues «hostil para [los] nietos [de Anquises] es el mundo», aún existe quien
«avanza hacia la luz» que emana donde parecía el fuego extinguido. Oficio de difuntos (Ed. Trea, Gijón,
2023) antes que oración fúnebre es, de una parte, un remozado brote de
meditación horaciana y, de otra, un entrañable cancionero. Dos maneras esenciales de la escritura poética a las
que Luis López Suárez (1966) se remonta.
Del
repertorio de temas clásicos, en la primera parte, el poeta explora esencialmente
tres, muy próximos entre sí: el Memento
mori, el Tempus fugit y el Sic transiit gloria mundi. Para los
clásicos, a diferencia de los contemporáneos, el talento no residía en
descubrir nuevos asuntos, sino en aportar matices inusitados a los temas
conocidos. Y ese es exactamente el valor de Oficio
de difuntos.
Es
frecuente en las odas clásicas el uso del diálogo; o mejor expresado, el
monólogo disfrazado de diálogo por la inclusión de un receptor mudo, que en
ausencia recae en el lector, como ocurre en la cita latina que abre la parte
inicial, que tomo de la traducción de Alejandro Bekes: «Inmortal nada esperes, dice el año, y la hora que el
día vital se lleva». La meditación se realiza ante alguien que aprende del
razonamiento. Este aspecto dialógico, que la poesía cultiva poco, Luis López no
solo lo recupera, sino que lo convierte en el núcleo de la meditación. Los
cuatro primeros poemas, cuatro impactantes Mementos
mori, tienen al poeta —«yo»— como uno de los interlocutores, y el otro va
cambiando: su propia calavera, un tú desdoblado del yo, un él desdoblado del yo, y Hécate, ambigua titania griega que
encarna en el texto la emanación de las «tumbas». Se percibe en estos tensos
diálogos una raíz lírica escindida: «yo soy el monstruo que consume tu vida»,
en el que «yo» y «tú» son quien escribe. Esta escisión escenifica un
antagonismo en el seno del yo, cuya resolución resulta en el conjunto paradójica
y asimétrica. Si bien el monstruo clama «nunca / podrás alcanzarme» y la
calavera dilapida «la herencia» que cobija, el yo sobrevive al «objeto» perdido
con el que se identifica al despertar. Este desequilibrio argumentativo encarna
también el tono de la meditación contemporánea sobre la muerte, la de quien
baja «la vista para evitar mirarla».
Los
seis poemas siguientes están protagonizados por seis metáforas, desde la más
fugaz (un estremecimiento del aire o un rayo de sol) hasta lo más duradero que
ha construido la humanidad (la religión, la cultura, Roma, Constantinopla), y
las seis se enfrentan al tiempo. Son poemas ejemplares en su falta de piedad,
es decir, en la ausencia de autoengaños, explícita en la devastación expresada
en los finales: «lo que conmigo… declina», «la palabra / que nada significa» o
«el alba indiferente de tus cielos». A continuación, la singularidad de los dos
últimos poemas de la primera parte reside en mostrar la condición humana desde sus
polos más opuestos, el más sutil —el evanescente «reflejo» de sí mismo— y el
más grosero —la multitud «como las moscas sobre los gatos muertos»—, para
coincidir ambos en la pasajera condición del ser. Que es, por otra parte, el
tema de meditación enunciado en el encabezamiento de la sección: «quo modo
manes» (literalmente, «con qué aspecto te quedas» ante los ojos de la divinidad),
es decir, traducido a la comprensión del presente, con qué aspecto nos quedamos
ante nosotros mismos. Enunciado que plantea otra escisión en el libro, no solo se
manifiesta la del yo ante al destino, sino también la de cuanto existe frente
al tiempo.
En
la segunda parte los maestros de la reflexión cambian. Ahora las citas
iniciales son de Virgilio y de Petrarca. El título, sin embargo, revela un
desplazamiento, se trata de un «jardín de sombra». El planteamiento es similar,
Luis López se sitúa al amparo de la tradición amorosa, que le proporciona el
asunto a partir del cual desea hilar la sensibilidad contemporánea. En este
caso, el conjunto es un cancionero: «venías hacia mí / tú sonreías / desde
lejos al verme». El tono solo en parte mantiene la frescura que emana del
término «jardín», claridad en los primeros y delicados poemas. Luego las
metáforas se endurecen, «amo tu cuerpo destruido / abandonado campo de
batalla». La propia idea del amor se diluye («la ceniza de un cuerpo que escapa
entre los dedos») y el término «sombra» va apropiándose de la dicción gozosa,
para concluir en cuatro versos donde primera y segunda parte confluyen en la
deflagración de lo transitorio: «sólo soy tiempo / fuente / que en su propio
venero / se consume»; o la lúcida conciencia de que lo humano es solo lo que ya
no está de lo que desaparece.
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