Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

domingo, 3 de noviembre de 2024

Vérselas con el tiempo | «Oficio de difuntos», de Luis López Suárez





Durante una buena parte de los siglos por donde navega, el barco de la tradición poética ha tenido un capitán llamado Horacio; o quizá sea un bibliotecario real, si se prefiere la metáfora de la tierra firme de un reino. Está en las Odas no solo el compendio de los asuntos de la meditación literaria, sino también el tono más depurado para realizarla. Como las ramas con las que se va expandiendo el árbol desde el tronco, las épocas han ido añadiendo matices, peculiaridades e incluso controversias. Y aunque los hijos de Eneas ya no reconocen su patria, pues «hostil para [los] nietos [de Anquises] es el mundo», aún existe quien «avanza hacia la luz» que emana donde parecía el fuego extinguido. Oficio de difuntos (Ed. Trea, Gijón, 2023) antes que oración fúnebre es, de una parte, un remozado brote de meditación horaciana y, de otra, un entrañable cancionero. Dos maneras esenciales de la escritura poética a las que Luis López Suárez (1966) se remonta. 

         Del repertorio de temas clásicos, en la primera parte, el poeta explora esencialmente tres, muy próximos entre sí: el Memento mori, el Tempus fugit y el Sic transiit gloria mundi. Para los clásicos, a diferencia de los contemporáneos, el talento no residía en descubrir nuevos asuntos, sino en aportar matices inusitados a los temas conocidos. Y ese es exactamente el valor de Oficio de difuntos.

         Es frecuente en las odas clásicas el uso del diálogo; o mejor expresado, el monólogo disfrazado de diálogo por la inclusión de un receptor mudo, que en ausencia recae en el lector, como ocurre en la cita latina que abre la parte inicial, que tomo de la traducción de Alejandro Bekes: «Inmortal nada esperes, dice el año, y la hora que el día vital se lleva». La meditación se realiza ante alguien que aprende del razonamiento. Este aspecto dialógico, que la poesía cultiva poco, Luis López no solo lo recupera, sino que lo convierte en el núcleo de la meditación. Los cuatro primeros poemas, cuatro impactantes Mementos mori, tienen al poeta —«yo»— como uno de los interlocutores, y el otro va cambiando: su propia calavera, un desdoblado del yo, un él desdoblado del yo, y Hécate, ambigua titania griega que encarna en el texto la emanación de las «tumbas». Se percibe en estos tensos diálogos una raíz lírica escindida: «yo soy el monstruo que consume tu vida», en el que «yo» y «tú» son quien escribe. Esta escisión escenifica un antagonismo en el seno del yo, cuya resolución resulta en el conjunto paradójica y asimétrica. Si bien el monstruo clama «nunca / podrás alcanzarme» y la calavera dilapida «la herencia» que cobija, el yo sobrevive al «objeto» perdido con el que se identifica al despertar. Este desequilibrio argumentativo encarna también el tono de la meditación contemporánea sobre la muerte, la de quien baja «la vista para evitar mirarla».

         Los seis poemas siguientes están protagonizados por seis metáforas, desde la más fugaz (un estremecimiento del aire o un rayo de sol) hasta lo más duradero que ha construido la humanidad (la religión, la cultura, Roma, Constantinopla), y las seis se enfrentan al tiempo. Son poemas ejemplares en su falta de piedad, es decir, en la ausencia de autoengaños, explícita en la devastación expresada en los finales: «lo que conmigo… declina», «la palabra / que nada significa» o «el alba indiferente de tus cielos». A continuación, la singularidad de los dos últimos poemas de la primera parte reside en mostrar la condición humana desde sus polos más opuestos, el más sutil —el evanescente «reflejo» de sí mismo— y el más grosero —la multitud «como las moscas sobre los gatos muertos»—, para coincidir ambos en la pasajera condición del ser. Que es, por otra parte, el tema de meditación enunciado en el encabezamiento de la sección: «quo modo manes» (literalmente, «con qué aspecto te quedas» ante los ojos de la divinidad), es decir, traducido a la comprensión del presente, con qué aspecto nos quedamos ante nosotros mismos. Enunciado que plantea otra escisión en el libro, no solo se manifiesta la del yo ante al destino, sino también la de cuanto existe frente al tiempo.

         En la segunda parte los maestros de la reflexión cambian. Ahora las citas iniciales son de Virgilio y de Petrarca. El título, sin embargo, revela un desplazamiento, se trata de un «jardín de sombra». El planteamiento es similar, Luis López se sitúa al amparo de la tradición amorosa, que le proporciona el asunto a partir del cual desea hilar la sensibilidad contemporánea. En este caso, el conjunto es un cancionero: «venías hacia mí / tú sonreías / desde lejos al verme». El tono solo en parte mantiene la frescura que emana del término «jardín», claridad en los primeros y delicados poemas. Luego las metáforas se endurecen, «amo tu cuerpo destruido / abandonado campo de batalla». La propia idea del amor se diluye («la ceniza de un cuerpo que escapa entre los dedos») y el término «sombra» va apropiándose de la dicción gozosa, para concluir en cuatro versos donde primera y segunda parte confluyen en la deflagración de lo transitorio: «sólo soy tiempo / fuente / que en su propio venero / se consume»; o la lúcida conciencia de que lo humano es solo lo que ya no está de lo que desaparece.


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