Lo primero que impacta en la
lectura de Sujetos de clausura (Libros de la resistencia, Madrid, 2025), título
que aparece tras casi veinte años sin publicaciones de la autora y casi
cuarenta desde la edición de su esencial Ronda
de noche (1987), es la precariedad de la voz desde la que está
escrito el libro. Una voz tenue y próxima a quebrarse, que parece no solo
emanar desde una mudez, sino tratar, en la escritura, de perpetuarla. Ana Becciú
(1948) prolonga el despojamiento que había iniciado en algunos poemas de La visita (2007) y le brinda al poema y,
en especial a su propia concepción, una metáfora cuya exactitud estremece: lo
que ya permanece sometido a clausura. Un recinto —verbal— al que no se puede acceder
desde el exterior, pero tampoco aquí, como poética, desde el interior: «no
contestes, / no le contestes / a este son no / le / contestes».
Una
voz paradójica en su esencia, con la conciencia de vivir clausurada, pero al mismo tiempo con la convicción de ser voz que
se pronuncia («Esto poco que a veces digo») y que al hacerlo reivindica, como
todas las voces, un mundo: «noche o dama, cuerpo, país». Estos han sido los
tres asuntos centrales de su meditación —el amor, la sexualidad, Argentina— y su
poesía del presente resulta del modo de trenzarse los tres como el hábito de
una ausencia. Una carencia, por otra parte, muy superior a la comprensión del
sujeto: «Rielan ahí pedacitos de un yo / que no entiende, no entiende». Enigma
que emerge a través de una voz insegura al pronunciar las palabras, de ahí el
recurso constante a la repetición, propia de los lenguajes que balbucen, y de
ahí también los textos que empiezan in
media res («…a decir la historia, dos, / pero si no hay historia, no») o
arrancan a partir de una pregunta («Yo sé —¿sé?— pregunto») o de una renuncia
inicial a cualquier conocimiento («Quién sabe,»).
Cada
poema de Ana Becciú en Sujetos de
clausura es como una inscripción en roca caliza, restos de un pergamino
colonizado por los hongos o, quizá, menos enfáticamente, la insuficiente
memoria de una conversación brillante que se produjo décadas atrás. El milagro
de Sujetos de clausura, como ocurre
con la clarividencia de inscripciones, pergaminos y memorias, es que la luz
escasa, constreñida y fragmentaria que ofrece ilumina desde las palabras
escritas más que la cegadora luz de los discursos inanes. Como despojos
informes de una antigua vasija, los poemas —«la voz deshecha»— son capaces de
recomponer el objeto primigenio, es decir, las trazas de un pensamiento poético
que juzga el mundo —«Toda esta deshonra del amor»— y con su juicio construye una
«clausura» cuya lucidez, de repente, ilumina, descubre, dice. Un recogimiento al
que se accede solo desde la lectura de un libro donde la incomprensión
sustancial, como ocurre con los vestigios de lo que ya no está, se convierte en
significado.


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