Sobre la
mesa tengo los cuatro libros con los que el poeta Mariano Peyrou (1971) se ha
dado a conocer en los últimos años. El primero, La voluntad de equilibrio, impreso en Tafalla como ganador un
premio local, es una edición rara pero digna y hermosa. El segundo, A veces transparente, lo publicó una
pequeña editorial madrileña, Bartleby Editores, en proceso de consolidación
gracias a un interesante catálogo al que merece la pena estar atento. Y tercero
y cuarto, La sal y Estudio de lo visible, se han incorporado
a un sello de prestigio y distribución nacional como es Pre-Textos. Estos cuatro
libros, al margen de su contenido, trazan un itinerario paradigmático de la
publicación y de la difusión de un poeta joven a través de los premios locales
y de las pequeñas editoriales. Con frecuencia, sin embargo, la crítica
desprecia estas ediciones de provincia y los lectores las abandonan a su
suerte, dando crédito sólo a lo consolidado. Críticos y lectores, casi con la
misma frecuencia, se quejan de la monotonía del panorama y de la repetición de
nombres. No hay paisaje más inútil que aquel que se queda a la espalda de quien
mira.
La
voluntad de equilibrio (2000), leído desde la obra posterior, enuncia ya el
camino que va a seguir la poesía de Peyrou:
Estirar la vida de
forma
subjetiva, única forma
interesante
de estirarla.
Estos
son, pues, los pilares sobre los que se eleva su poética: un subjetivismo
radical que se asienta sobre una concepción de «la vida» flexible, maleable, en
cuya distorsión —«estirarla»— reside su interés. Late en estos versos, y en las
ideaciones que de ellos se desprenden, una cierta contradicción entre las
tradiciones literarias que les dan aliento. Lo que parece un pronunciamiento de
estirpe claramente romántica se conjuga con un proceso propio de las
vanguardias históricas. Acaso lo significativo sea precisamente esta simbiosis
de concepciones: el poeta del presente halla más interés en las combinaciones personales
que en las oposiciones canónicas de las tradiciones heredadas.
Hay
en La voluntad de equilibrio versos
que van a brillar como lemas: «Yo defiendo lo leve, lo menor» o «Saber que no
hay suficiente silencio para expresar este aislamiento». Levedad y aislamiento
se constituyen en tronco de esta poética, cuyas ramas tenderán a la distorsión constante
de la racionalidad y cuyas hojas mecerá la brisa gnómica: «Amor, / como la
vajilla en la mudanza».
A
veces transparente (2004) es un libro que ya no apunta ni enuncia, sino que
desarrolla. Un breve texto inicial corrobora las dos ideas básicas de esta
poesía: que «su esencia es un modo de no estar» y que «el sujeto es lo que ve».
Esta extirpación de la capacidad de acción del sujeto —no es el que ve, sino lo
que es visto— y esta concepción del ser que prescinde de su circunstancia —su
estar— liberan al poema de sus estructuras racionales; pero no lo conducen a la
irracionalidad, pues el poema queda siempre prendido a la realidad, y aun a la
cotidianidad —principal referente y estímulo temático—, por el retrato que lo
mirado dibuja del sujeto ausente, que se constituye en la esencia misma del
poema. En un primer nivel, algunos poemas desarrollan esta intuición poética con
enumeraciones, siempre inconexas y, por qué no decirlo, solipsistas. El
solipsismo no es, en el caso de Peyrou, una rémora sino una virtud («el amor es
solipsismo compartido» escribirá más adelante), la consecuencia artística
necesaria de su propuesta de una subjetividad radical. Más interés presenta el
segundo nivel de lectura de esta concepción del poema como dos espejos
enfrentados sin ninguna «fuente de luz»; entonces «no se vería nada / no;
estaría la nada / reflejada / y tú podrías verla». Este no estar y ser lo
mirado, que le ha liberado de la constatación racional de la realidad, le
descubre ahora su cara oculta, la nada que se ve, su secreta condición paradójica:
«Tendrás que entrar alguna vez en nunca».
La
sal (2005) supone un salto cualitativo notable en la poesía de Mariano
Peyrou, el que va de un lied a una
ópera, de una sonata a una sinfonía. La
sal es un único poema en veinte movimientos que conjuga este sujeto ausente
en los ámbitos que reflejan su retrato: la familia, la infancia, el amor, el
sexo, la convivencia, el padre, el hijo, el poema… Y en todos estos ámbitos el sujeto-que-no-está
cumple su objetivo artístico de ver reflejada la nada y entrar en nunca, es
decir, desvela la trama de paradojas que le han urdido. El primer poema evoca
la familia:
daría casi
ganas de contar que los padres mienten
y esta seriedad de los sillones y la
mesa y de los padres es disfraz, que hay
té pero el azucarero está lleno de sal.
No-nada-nunca
es, en este caso, aquella otra realidad que la realidad familiar —«esta
seriedad de los sillones»— oculta: la sal que hay en el azucarero para el té.
El
poema IV evoca el viejo debate presocrático del conocimiento, aunque no toma
como símbolo el río, sino la pintura: «El cuadro pinta la paleta», afirmación
de que es el río el que nos conoce, no nosotros al río. En el poema XII se leen
estos versos: «Mi / vida es lo contrario de la / mía»; están escritos en un
poema sobre «las sirenas de la noche», uno de los mejores, que concluye con
esta inquietante sentencia que apunta al corazón de la racionalidad occidental,
reformulándola como la irracionalidad de la que depende la constatación
objetiva: «Sueñas, / luego existen». Un texto más, titulado «El discurso
estético», se cierra con aires de poética: «lo único que admite ser mirado: /
el leve, el fértil movimiento de lo / que permanece». Son sólo algunos ejemplos
de cómo el oxímoron esencial de esta poesía —el ser es no estar y el estar es
haber prescindido de la jerarquía del ser— concreta una visión de la realidad
tan radicalmente lírica como lúcida; tan sorprendente, por cierto, como cáustica:
En mi
primer hospital
había otro
niño y no tenía pierna,
entonces
supe lo que era la
justicia: que fuera él el cojo y no
justicia: que fuera él el cojo y no
yo.
Radicalmente lírica se dice, y de qué
manera lo es. En su visión extrema del sujeto coinciden su ausencia como
vertebración (no actúa, no ordena, no está) con la manifestación de su esencia
más pura, con su conocimiento de las cosas más íntimo y personal, aquel que une
a las palabras no su sentido genérico y comunicable, sino el tacto y la
experiencia únicos, singulares, autónomos e intransferibles:
Las
certezas:
sé que soy yo
el
que abraza esta almohada porque esta
almohada
es la mía: sé que esta almohada
es
la mía por su forma de abrazarme.
Sabré
algo, poéticamente, sobre la realidad —parece decirnos Peyrou con una decidida ambición
metafísica— no por la manera cómo la concibo o la ordeno, sino por la forma en
que la realidad me abraza y conforma.
Igual que «Un hijo es el hogar más / huérfano», un poema será «un texto que no
se deja / leer».
La poética que trazan los tres primeros
libros de Mariano Peyrou no le teme al solipsismo, pero sí al ensimismamiento,
a la retórica. Si se recuerda la formulación inicial, el sujeto es quien estira la vida, no quien la crea fuera
de la vida, como
no ver las cosas
sino
a través de ellas,
las vidas
que no vivimos,
siempre el crepúsculo,
escribiéndolo todo
de camino al trabajo.
Este
matiz resulta esencial para definir el paso que da Estudio de lo visible (2007). Su primer poema se titula,
emblemáticamente, «Boda», y en él aparece enunciada la cuestión que vertebra el
libro: «¿Qué significa nosotros?». Si los títulos anteriores trataban de
responder a una pregunta implícita que se interrogaba por el significado del
yo, ahora la vida —«Mis sueños recientes anuncian cambios»— ha situado al poeta
en el orbe del tiempo compartido:
… Tú
y yo saldríamos a
comprar tabaco,
uno de los pocos
movimientos inolvidables
que he hecho. Las
manos sobe el volante.
Siempre se acaba
demasiado pronto.
En los
poemas se multiplican las referencias gramaticales a este paso del uno al dos (La mitad del dos se titula una antología
de su obra publicada en Argentina en 2004): «contigo», «Salimos de viaje /
vamos a improvisar conversaciones»… Los pequeños episodios del amor van
trenzando el libro: espacios comunes, mensajes en el contestador,
conversaciones, besos: «Lo bueno de los besos, comparados / con la
conversación, es que se puede pensar / en cualquier cosa». Algún poema ofrece
detalles del argumento:
Salimos a la terraza
con el sacacorchos y
dos sillas
y decidimos empezar.
Otros
reconocen en la relación una realidad nueva que interfiere en la vieja
subjetividad: «Todavía me sorprende / que la vida se filtre de ese modo entre
tus cosas». El amor aparece como la sorpresa de que a la vida ya no sólo la
definan las cosas —el mundo— del sujeto, sino también «tus» cosas, las de la
segunda persona de la tradición amorosa.
En el poema «Chicas de pelo corto» se
observa este cruce o entreverado de subjetividades no sólo enunciado, sino ya
encarnado. El texto se inicia con una afirmación que parece aplicada al poeta:
«Se oyó una voz que pedía agua. / Era yo». El último verso, sin embargo, remite
a un sujeto diferente, que se expresa con morfemas femeninos: «Creo que tú me
ponías nerviosa». La transposición del sujeto al objeto se cumple también hacia
el otro. O como se afirma en el mismo poema: «todo está hecho / de contrastes
como si fuéramos románticos».
Estos aspectos —gramaticales,
semánticos— relatan el argumento del libro, su aventura («Eso es la aventura:
modificar / un trayecto que se hace cotidianamente»), pero no dan razón de la
pregunta inicial de Estudio de lo visible:
«¿Qué significa nosotros?». La respuesta que el libro esboza apela a la
contradicción esencial del amor como relación entre subjetividades. Por una
parte domina el sosiego de la otredad:
…ser otro,
o dos, convertirse
en alguien
que persigue lo que
más desea
El
catálogo de imágenes que reflejan en el libro la relación con el otro, el amor,
es amplio:
saldríamos a
mirarnos a la terraza, con las
tazas calientes en
la mano, suspendiendo
por un rato el deseo
de estar
en otra ciudad.
Por otra
parte, como contrapunto, se impone el desasosiego de que en dos siempre «Hay
dos vidas»:
juntos, distintos,
frente a una ventana
por la que nunca nos
asomaremos
a la vez.
Porque
con el amor, como ocurre con el árbol que titula el último poema del libro,
«puedes hacer varias cosas… cubrirlo… talarlo… calcular… sentarte… definirlo…
inventar… convertirlo… amarlo… palpar… / lo que no puedes hacer es entenderlo».
¡Lo que no puedes hacer es entenderlo! La incomprensión de la realidad, que
crece cuanto más intensamente se viva y se actúe sobre ella, se convierte en emblema
del vitalismo arracional —si se
permite el neologismo— que Mariano Peyrou establece como la razón vertebradora
de su obra poética.
Prólogo a O discurso opcional obrigatório. Averno. Lisboa, 2009
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