El balcón de enfrente
Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo
miércoles, 25 de septiembre de 2024
lunes, 29 de abril de 2024
En el espejo de Clarín
En enero de 1996, cuando apareció el
primer número de Clarín en los kioscos, faltaban pocos meses para que cumpliera
36 años. Casi los mismos meses que faltan ahora, tras la publicación del último
número de la revista, para que cumpla los 63. Aunque ambas edades compartan la
expectativa de los mismos dígitos, no son la misma edad. En 1996 apenas había
publicado tres de los treinta y cuatro títulos que aparecen mencionados en la
página de Wikipedia con mi nombre. Es decir, la vida de Clarín se ha
desarrollado en perfecta sincronía con mi vida de escritor, que no sé si se
habrá acabado también al mismo tiempo.
Hay
dos versos de Charles Baudelaire, donde compara la velocidad a la que cambian
las ciudades con el corazón inmutable de los mortales, que suelen citarse con
frecuencia en estos casos. Pero cuando echo la vista atrás, hacia los inicios
de Clarín y de mi obra, prefiero evocar otro verso y medio del mismo poeta: «Paris change! mais rien dans ma mélancolie /
N’a bougé!», que en dos versos castellanos podría traducirse como: «París
habrá cambiado, pero en nada / ha transformado mi melancolía».
Paris chage. Desde luego. Baste pensar
que la primera colaboración que envié a la revista la escribí a bolígrafo en un
cuaderno, ahí la corregí y posiblemente la tuve que reescribir en otra página
para tener un borrador más claro. Luego la tecleé con mucho cuidado en mi Tippa
S de entonces, tras enroscar dos folios —con una hoja de papel de calco en
medio para poder conservar una copia— en el carro de la máquina de escribir.
Cada error en una tecla suponía machacarlo con una hojita de típex hasta que
desapareciera y pudiera teclear la letra correcta en su lugar. Si la
equivocación era de más de una palabra, valía la pena sacar los folios y
empezar de nuevo con otros limpios. Luego había que ensobrar la hoja, timbrarla
y buscar un buzón de confianza en la zona. O caminar hasta la estafeta. Y
esperar dos semanas a que el director de la publicación respondiera en otra
carta que la colaboración había llegado a su destino. Hoy, si yerro en las
teclas me da igual, porque el propio programa informático me lo corrige, a
veces sin que me dé cuenta. Y unos segundos después de que considere el
artículo acabado, ya está en la sede de Clarín en Oviedo. Y si cuando se
publique aparece una errata, sé que no es del tipógrafo, sino mía.
Antes
tenía a mano una batería de diccionarios y enciclopedias para comprobar
cualquier significado o dato en el que dudase. Hoy, están arrumbados todos en
una caja a espera de ningún destino. Antes un libro era siempre un artefacto de
papel encuadernado e impreso en tipografía, hoy cualquier libro se puede leer
en múltiples soportes que ya nada
tienen que ver con el papel. Antes solo se podía hablar por teléfono en casa o
en una cabina, hoy llevamos el teléfono en el bolsillo, o en la mano si estamos
en bañador. Antes contábamos los valores en cientos y miles de pesetas y ahora
lo hacemos en unidades y decenas de euros. Los eventos consuetudinarios de 1996 y de 2022 no tienen nada que ver
unos con los otros. Parecen decorados de película de géneros diferentes. La
revista ha transitado por el interior de una transformación en las costumbres
cuya dimensión está aún por comprender, y hasta hoy había resultado indemne.
N’a
bougé! (nada se ha movido). En qué consiste la
melancolía de entonces y de ahora resulta más difícil de determinar, porque ya
no es un decorado, sino el río subterráneo de las convicciones. Recuerdo con
precisión que aquello que más aplaudí de Clarín en el número inaugural era su
estética pobre, a la que ha seguido fiel durante décadas. Impresión en blanco y
negro, protagonismo del texto sobre la imagen e ilustraciones de
acompañamiento. No era el modelo de las revistas de los 90, lanzadas hacia el
delirio del color, la hipérbole del diseño y el sometimiento del texto a la
diagramación más estrambótica. Clarín propuso desde su inicio una maquetación
elegante y sobria, y en ella se ha mantenido, navegando sobre modas y
naufragios. Este punto de serenidad, discreción y, sobre todo, afirmación del
valor de lo escrito coincide con mi manera de pensar la vida y cada
colaboración que he publicado en la revista me ha arrancado un suspiro de
alivio por la certeza de que hay algo que permanece.
Otro de los aciertos programáticos de la revista ha sido, a lo largo de
los años, su carácter heterogéneo. El propósito inserto en el subtítulo, que la
presenta como «revista de nueva literatura» se ha ceñido a la literalidad: el
ir incorporando como colaboradores a las nuevas generaciones de escritores, cuyo
emblema es el cierra del número 162 con la participación del hijo de uno de los
colaboradores de Clarín en el primer número. La dirección de la revista se ha limitado
a aceptar o no aceptar la calidad de los intereses, impulsos, inclinaciones y
afectos cambiantes al paso de las diversas generaciones, sin otras tentaciones
de intervención. Ha permitido que respirase el tiempo presente en cada uno de
los momentos de estas casi cuatro décadas.
El resultado de la vida de Clarín no es
la firmeza de una indeleble melancolía (por
usar la palabra de Baudelaire), sino el incesante relato de la construcción, página
a página, de un ámbito de pensamiento. En mi caso, si repaso el índice de mis
colaboraciones, me sorprende hasta qué punto lo que refleja es el perfil exacto
de la construcción de mi mundo literario. Empecé, en Clarín, con las
indagaciones sobre el sentido que ocupaba el espacio en la imaginación
literaria (en las experiencias de Lisboa y Petra o en los motivos
característicos del paisaje urbano), seguí con el descubrimiento, al tiempo que
los descubría, de autores que han resultado esenciales en mi formación, como
José María Fonollosa, Tomas Tranströmer, John Berger, Gabriela Llansol, César
Martín Ortiz, Georges Bataille, Néstor Sánchez… En la historia de Clarín están
incluidas las interpretaciones que fui dando al fluir poético en el momento en
el que este emergía, como el estudio sobre el «yo sociológico» o las relaciones
con el poder. Y ha acabado, en la última época, recogiendo las páginas más
determinantes de mi diario, que lo ha sido más de breves ensayos para leer en
el autobús que de confidencias personales. En la lista de mis setenta y nueve
colaboraciones en la revista (diecinueve artículos, sesenta reseñas) han
quedado reflejados con exactitud los rasgos esenciales de mi autorretrato
literario, del mismo modo que en el conjunto de las colaboraciones de Clarín a
los lectores que lo busquen en las bibliotecas les aguardará el retrato, trazado
instante a instante, de treinta y siete años en la vida intelectual y literaria
de este país.
Catálogo de la exposición «La Revista Clarín y la nueva literatura». Págs. 19-20
martes, 2 de abril de 2024
El interior del afuera | «Los 108 nombres de Dios», de Jesús Aguado
La apertura de la poesía española a influencias de otros continentes más allá del europeo no es extraña en el contexto de la literatura peninsular desde la Edad Media, y está presente en sus orígenes, como en las jarchas, y también en períodos de ensanchamiento visionario, como en San Juan de la Cruz. En época contemporánea la influencia de culturas alejadas de las lenguas europeas resulta un fenómeno recurrente de la poesía española a partir de la generación a la que pertenece Jesús Aguado (1961). Él mismo se ha convertido en un ejemplo de este vínculo, primero como joven escritor que viaja reiteradamente a India y que se afinca y reside durante varios años en Benarés. Y a raíz de estas estancias, como erudito, ensayista y traductor de las múltiples proyecciones de la cultura en India. Pero también, y como propósito principal, ha ido incorporando a su obra poética tanto la experiencia de los años junto al Ganges, como, sobre todo, su conocimiento de la poesía india, antigua y contemporánea. Un volumen selecciona y reúne sus escritos poéticos, esparcidos por libros publicados durante tres décadas, de influencia india, Los 108 nombres de Dios (Olé Libros, Valencia, 2023). Esta antología temática no solo resulta interesante para comprobar la actualidad de la obra de Aguado, sino también, y en especial, para establecer a partir de esta el paradigma del influjo literario y los modos de penetración de una tradición ajena a las lenguas europeas, propósito de la presente lectura.
El primer modo de acercamiento entre
universos tan diversos es la crónica. Este término denomina las
expresiones poéticas que evocan el encuentro tanto con la realidad como con el
pensamiento de la cultura ajena, y se elige por implicar dos polos de relación
—escritor y fuente—. Su grado cero sería la forma autobiográfica, próxima al
diario. Es la que el poeta ha utilizado en prosa, en el volumen Benarés,
India (2018), aunque resulta significativo que esta forma esté
presente en una Carta al padre (2016) donde evoca el viaje a
la India como una huida de la sombra paterna: «ajena a tu control, limpia de
padres».
La crónica es la primera aproximación
del poeta a la realidad diversa. La ejemplifica la sección «Animales», escrita
desde un yo que observa los comportamientos de búfalos, monos, ardillas,
termitas y otros bichos integrados en la vida cotidiana del país. No se limita
Aguado a la mera descripción, y ya en este inicial contacto no solo descubre el
valor simbólico de algunos motivos («Se podría decir que [los perros] matan a
la muerte»), sino que expresa, ante otros, el proceso de interiorización de la
experiencia en sus diversas fases, desde la visión («...los búfalos / dirigirse
a mis ojos para bañarse en ellos» y el reconocimiento («[los cuervos] le daban
voz a mi esperanza»), hasta la identidad («ya no es ella [la ardilla]: eres tú»).
El segundo grado de la crónica es el relato, presente en la serie «Homenajes
indios». El título del poema alude a una figura de la poesía india, como
Vidyapati (1352-1448) o Kalidasa (s. IV-V), y el poema ilustra un breve
historia (a veces en tercera persona, a veces en primera) de carácter amoroso o
filosófico. Estos relatos son un grado de crónica más elaborada: Aguado asume
el punto de vista de los poetas que ha leído y expresa desde esa perspectiva,
en los diversos lances amorosos que se relatan, sus propias ideas. Así, el
dedicado a «Amaru» es una escenificación india de la alteridad y de la
inmanencia, ejes esenciales de su poética: «ambos somos el otro y este mundo es
el cielo». Lo mismo puede señalarse de otras series dedicadas a poetas indios
con otros asuntos temáticos. Se puede vincular también a este capítulo la
ideación de figuras ficticias, como el poeta Ramprasad, cuya falsa biografía,
sin embargo, desvela auténticas contradicciones de la vida india.
La crónica culmina un tercer grado de
abstracción, que es el poema. Textos que recrean estilos específicos de
expresión poética india, como el «De la tribu Nila», o reviven, desde la lengua
propia, las formas aprendidas de oración, como «El nombre de Dios. Krishna».
En su conjunto la crónica (diario, descripción, relato o poema) configura un
acercamiento siempre con dos polos implícitos, el autor y el referente indio.
En una segunda vía de absorción de la influencia la doble polaridad se funde en
una única personalidad poética, un emblema que enlaza al poeta con el objeto de
su pasión a través de la ideación de un heterónimo: Vikram Babu, quien asume la
peculiar estructura de la poesía de Kabir (1440-1518) y a partir de esta exhibe
una sólida personalidad como fustigador de formas de ser y de comportamientos
morales impropios o incongruentes, y como defensor de sutiles principios
filosóficos y religiosos.
El heterónimo funde la dualidad, pero expande una nueva sombra dual: la del nombre del autor por detrás del nombre ficticio. Por seguir la nomenclatura pessoana, tal vez se podría denominar ortónimo al poeta que asume como propio, en su lengua, el pensamiento poético de origen indio. En todo caso, este es exactamente el fenómeno de llegada del proceso de influencia exógena y es lo que muestran el conjunto poético «Mendigo», casi un manifiesto de la pobreza como aspiración («Si no te pido nada. / O sí: / que dejes intocada mi intemperie»), y los dos extraordinarios poemas que cierran el volumen: «Dice Kabir» y el texto que incorpora al acerbo esta edición, «Los 108 nombres de Dios», una meditación sobre la «insuficiencia» esencial de la labor intrínseca del poeta: «no sé nombrar el mundo que me nombra».
[Paraíso nº 22. Jaén, 2024]
viernes, 1 de diciembre de 2023
Rafael Pérez Estrada, dramaturgo
24 de octubre de 2023. Salón de los Espejos del Ayuntamiento de Málaga
Es la tercera ocasión en la que
nos reunimos en este perezestradiano salón de los espejos para celebrar la
emotiva memoria del amigo, del conciudadano, del escritor, del poeta, del
dibujante, del artista total y hoy también del dramaturgo Rafael Pérez Estrada.
No puedo seguir adelante sin evocar la ocasión en la que conocí este salón. De
paseo por el Parque, hace ya algunas décadas, Rafael me dijo: Te voy a
enseñar algo que te va a gustar. Encaramos el edificio, habló con alguien,
subimos las escaleras y entramos en este sueño de espejos. Estaba vacío. En
penumbra. Me gustaría conservar qué hablamos aquel día mirando cómo nos miraban
tantos ojos, pero el tiempo solo admite una lectura, la del presente. Es lo que
recordé unos años más tarde, menos de lo que a todos nos hubiera gustado, un
lunes de mayo cuando acudimos a este salón a despedirlo y a escuchar el eco de
su voz ya solo en el interior de nuestra memoria.
Aquí se
han presentado los dos volúmenes previos y con este que hoy festejamos, el
tercero, se culmina la Obra Reunida
de Rafael Pérez Estrada. Quisiera empezar explicando el sentido que presenta
este proyecto, cuyo desarrollo no ha sido fácil. Una vez consolidada la
Fundación que lleva su nombre, surgió la necesidad de reunir los títulos
publicados en vida, un número que supera ampliamente la cincuentena. Unos habían
aparecido en editoriales convencionales, otros habían sido impresos en cuidadas
ediciones de autor y muchos eligieron pequeñas colecciones donde cada ejemplar
de cada título encarnaba un acto de amor hacia la literatura. La necesidad de
ofrecer una vía de acceso a cuadernos, plaquettes
y libros resulta obvia. La primera decisión que se tomó, siguiendo lo que había
sido un deseo del autor expresado en múltiples ocasiones, fue recoger la obra
publicada a partir de 1985, fecha en la que existió, nadie lo duda, una
auténtica refundación de su poética, tanto en el estilo, con la creación de un
género literario personal que le identifica y singulariza entre los poetas del
siglo XX, como en el propósito temático de la escritura, que resultó al cabo
tan singular como las innovaciones estilísticas. Y con esta orientación se
presentó en esta misma sala, hace ahora tres años, en vísperas de un
confinamiento, el volumen Poesía 1985-2000, el primero en
aparecer por la urgencia de recuperar lo más valioso de su obra, y el tercero
en la numeración de la serie. Un libro cuya extensión, que superaba ampliamente
la frontera de las mil páginas y se acercaba a los dos kilos de peso, hubiera provocado
en Rafael, de haber podido recibirlo de la imprenta, un en absoluto menor grito
de entusiasmo.
Pero no
existe decisión sencilla vinculada a la obra de Rafael, que es la encarnación
de la complejidad en sí misma. El segundo volumen, publicado el año pasado,
compilaba el feraz retorno del poeta a la narrativa, en 1997, que al cabo
resultó un renacimiento literario de similar importancia en la obra
perezestradiana al ocurrido en 1985. Ambos volúmenes dejaban fuera del ámbito
de la Obra Reunida las publicaciones poéticas y narrativas anteriores a ambas
fechas. Este conjunto no está exento de interés, como demostró en 2022 la
antología Santuario, Rafael Pérez Estrada antes de Rafael Pérez
Estrada que reunía un 60 por ciento de los poemas escritos por el
poeta entre 1970 y 1985, entre los que brillaban muchos textos con luz propia.
Algo semejante podrá realizarse pronto con la narrativa perezestradiana del
primer período, donde algún título, ciertas piezas de extensión media y varios
relatos merecen una relectura en una edición actual.
Esta
breve crónica bibliográfica resulta necesaria para comprender la dimensión que
tuvo el teatro en la obra y en la vida del poeta. A diferencia de lo descrito
para los volúmenes previos, el teatro asimiló los diversos planteamientos
estéticos que el poeta experimentaba e incorporaba en el curso del tiempo con
continuidad, es decir, no existieron interrupciones significativas ni tampoco
reformulaciones estilísticas, desde 1970 hasta el último período creativo
perezestradiano. Si bien es cierto que los títulos publicados sugerían lo
contrario, con piezas teatrales solo en los primeros años de escritura y en las
postrimerías de su actividad literaria, las obras inéditas durante décadas que
se han incorporado al conjunto que hoy presentamos tienen la virtud de
establecer un brillante acueducto entre un momento y otro. Una dedicación a la
creación dramática que ahora ya se percibe como constante a lo largo de tres
décadas. Y una obra, en suma, de la que la historia del teatro español en el
siglo XX no va a poder prescindir.
Este
carácter casi secreto de la escritura dramática, subrayado por lo recóndito
editado, por lo inédito y también por la ausencia de representaciones, plantea
una cuestión de relieve: ¿qué descubrió en el teatro el joven autor que tanto
le atrajo entonces y cuya atracción no cesó nunca? En primer término, sin duda
Rafael Pérez Estrada sintió siempre el vértigo y la seducción de la oralidad.
Gran conversador, como muchos de vosotros recordáis, permanecía sobre todo
atento a la conversación de los demás y procuraba desarrollar la suya con el mayor
brillo. El teatro, de repente, le regala al inquieto escritor una posibilidad
de permanencia de aquello que normalmente se lleva el viento y además le ofrece
una vía artística para sublimar el arte de la conversación.
Por otra
parte, el espíritu de vanguardia con el que Rafael Pérez Estrada se incorporó a
su época, y el anhelo por interpretarla desde una actitud contemporánea, le
condujo al interés por el teatro del absurdo. En su momento el teatro del
absurdo supuso una revolución en el lenguaje dramático análoga al cubismo que a
principios de siglo había liquidado la imaginación figurativa. El teatro del
absurdo, que Rafael interpreta en sus primeras obras con claros acentos de la
tradición contemporánea propia, tanto la lorquiana como la valleinclanesca, le
ofrecía una atractiva propuesta: indagar en la irracionalidad del diálogo que,
en adaptación perezestradiana, se podría formular mejor así: ahondar en el
imaginario inagotable de la conversación.
Son ambos
motivos relevantes, pero tangenciales. Posiblemente la razón de fondo que
acercó la escritura perezestradiana al teatro fuera, aunque de una manera
intuitiva al principio, la propia poesía, tal como la formuló su obra última,
como un género de todos los géneros, como la expresión del arte literario
total. Hay en el joven que inicia su obra una clara voluntad de asumir la
literatura como una totalidad. Es antes una intuición que un programa. Una
voluntad cuya primera expresión es la escritura en todos los géneros mayores.
Recordemos que en 1972 publica al mismo tiempo una obra teatral, un ejercicio
narrativo y un libro de poemas. Pero existe también en estos tres libros otra
expresión del mismo impulso global más significativa: están escritos con una
clara simbiosis de géneros. Por otra parte, el modelo poético con el que
arrancan sus versos es el del hermetismo barroco de la tradición culta
andaluza, que es su interpretación del anhelado espíritu de vanguardia en aquel
momento. Pero el modelo de escritura dramática lorquiano le permite no
renunciar a otra poesía, vinculada también a la tradición andaluza, la de
raíces populares, presente en diversos poemas entreverados en su primera gran
obra dramática. Y si en los inicios el hecho de asumir las dos tradiciones, la
culta y la popular, mantiene una divergencia de género, el camino creativo que
emprende tiende de inmediato hacia la fusión de ambas tradiciones, tanto en la
poesía como, en especial, en la escritura dramática. Lo culto y lo popular se
funden en el texto teatral a través de la cada vez más poderosa inspiración
poética del diálogo. Escribió poesía entonces, pero al mismo tiempo aspiraba a
una ampliación de lo poético hacia la totalidad literaria, camino en el que el
teatro desempeñará un papel protagonista.
Y aún
queda un postrer elemento de seducción teatral que le cautivó durante todas sus
décadas creativas. Puede parecer paradójico, pero al poeta siempre le atrajo la
escenificación que por definición implica cualquier texto teatral. Para un
autor que desde el principio era consciente de que escribía obras que no iban a
ser representadas, ¿qué sentido cobra darle importancia a su escenificación? En
esta paradoja se oculta una de las características más singulares de su teatro,
porque cada una de estas treinta piezas que conforman el presente corpus
dramático está compuesta para una escenificación, tan evidente como la que
encarnan los actores sobre las tablas, pero en este caso situada en la mente de
Rafael Pérez Estrada. El teatro, así concebido, se convierte en una de las tres
columnas que sostienen el templo de la creatividad total, junto a la escritura
y a la expresión plástica a través del dibujo y la pintura. Esta tercera
columna lo es porque expande, a través de dinamismo del diálogo, su universo
imaginativo. La representación mental, su dramatización en el pensamiento, le
otorga al conjunto creativo la cualidad de la profundidad, es decir, mantiene
la voluntad de creación total, una aspiración utópica que late en todo lo
practicado por el genial escritor que fue Rafael Pérez Estrada.
Un poeta
que nuestro añorado Rafael apreciaba mucho, William Carlos Williams, publicó
hace ahora exactamente cien años un librito en edición de escasísimos
ejemplares, como las que prefería el poeta malagueño, donde el norteamericano
se preguntaba “¿A quién le importa nada de lo que hago? ¿Y eso qué me importa?”
Y unas líneas después, a otra pregunta aún más decisiva él mismo se responde:
“¿A quién entonces me dirijo? A la imaginación”. La imaginación es el escenario
mental de estas obras teatrales y es también, como intuye William Carlos
Williams, el público que ocupa los asientos de platea en el teatro
perezestradiano. La imaginación se escenifica a sí misma ante la propia
imaginación, esta es la auténtica vanguardia que ampara estos textos. Un
asombroso prodigio al que estamos invitados con solo abrir alguna de las
páginas de este libro. Y leer.
martes, 10 de octubre de 2023
El don alegórico de Angelina Gatell
La historia de la edición conserva infinidad de casos donde la relación entre el autor y su editor merece alguna atención. Con frecuencia son aventuras fecundas, aunque la mayoría con un final traumático. Tal vez por estos tristes precedentes conviene subrayar hoy el idilio que aún continúa entre una poeta perdida en su época, Angelina Gatell (1926-2017), y una pequeña editorial de poesía, Bartleby Ediciones, y culmina estos días con la publicación de Sobre mis propios pasos, un compendio de toda la obra impresa de la autora. El libro aparece bajo el epígrafe «Poesía completa, volumen I», lo que permite intuir una nueva entrega con obra inédita. Cuando en 2001 el editor Pepo Paz y el director de la colección, Manuel Rico, decidieron publicar un libro de Angelina Gatell podían tener la certeza de que recuperaban una voz de los años 50 y 60 con personalidad propia, olvidada tras tres décadas de silencio editorial, pero posiblemente no imaginaban la feracidad y el relieve con los que esta obra poética iba a desarrollarse a partir de aquel momento y durante década y media, hasta el final de la vida de la autora, ya nonagenaria.
Sobre mis propios pasos muestra la sorprendente evolución de una obra interrumpida. Una primera época vinculada a sus inicios literarios, y tras el paréntesis de publicaciones, una segunda etapa con un admirable y singular crecimiento creativo. Con ser quizá el caso de obra guadiana más extrema de la poesía española contemporánea, casi parejo en tiempo al de José María Fonollosa (1922-1991), no fue una característica extraña en las generaciones que vivieron la posguerra. De hecho, casi todos los autores de los 50 alejados del canon vivieron extensos períodos sin publicaciones en los años sesenta y setenta. Grandes paréntesis en autores notorios fueron, entre otros, los veinte años de Pablo García Baena (1923-2018) o los quince de Luis Feria (1927-1998) y de María Victoria Atencia (1931). Todos ellos también con una obra extraordinaria tras el silencio. Esta eclosión en edad madura de una generación cuyos inicios estuvieron marcados por rotundos acontecimientos históricos, una guerra en la infancia y una posguerra en la juventud, no es un fenómeno que suela tenerse en cuenta, pero acaso resulte un rasgo de identidad generacional. Angelina Gatell le confesó a Eduardo Moga, prologuista de su reaparición en 2001, que necesitaba trabajar para vivir, que era «muy difícil hacer versos y mantener una familia». A Manuel Rico le había contado las dificultades para que los editores surgidos en la democracia se interesaran por los poetas de la posguerra. En cualquier acontecimiento siempre se entreveran razones personales y sociales. Y también, posiblemente, otras de mayor hondura, existenciales, como parecen señalar unos versos de la propia poeta: «Pero el mundo aquel que iba emergiendo / lento y glorioso de la larga noche / no nos pertenecía / … / Quisimos hacer nuestro de algún modo / lo que ya era de otros. Asumirlo. / Pero no fue posible...». La paradoja es que estos versos tan explícitos demuestran, al cabo de las décadas, que sí fue posible.
Angelina Gatell publicó tres títulos en su primer período, comprendido entre los veintinueve y los cuarenta y tres años de edad. E inició una segunda etapa a los setenta y cinco años, que desarrolla en cinco libros escritos a partir de los años 80 hasta el fin de sus días. Lo determinante de esta cronología es que contiene dos libros en verdad extraordinarios, ambos concebidos como un único poema articulado en partes, uno en cada etapa. Su estreno poético en 1954, con Poema del soldado merece ser leído hoy como un hito de la poesía de la década. La poeta había vivido la guerra en el tramo final de su infancia y los años más sórdidos de la posguerra durante toda su juventud, había leído con intensidad a los poetas de la generación anterior y cuando la suya empieza a virar hacia una poética próxima a un realismo arraigado en la vida cotidiana, Gatell aborda en un espléndido poema la experiencia de la guerra y la del desamparo humano, ambas trascendidas, convertidas en categoría de la existencia. Eduardo Moga acertó al subrayar en 2001 el «carácter existencial» con el que la autora ahondaba en los rasgos de la poética social fundida con una expresión íntima del «alma individual». Poema del soldado está escrito como una oración en un verso diáfano y rico, tenso y libre de cualquier tipo de amaneramiento retórico. Si resulta notable la capacidad de síntesis del pensamiento de la época en una escritora que empieza; aún tuvo mayor relieve el hecho de que a los ochenta y cinco años volviera a publicar otro título que merece una lectura canónica, Cenizas en los labios (2011). Se trata de una única «Elegía en cinco tiempos», una indagación lírica en los insondables universos de lo amoroso contemplados desde la lucidez prodigiosa de la longevidad. Dos libros que escriben en mayúscula el nombre de Angelina Gatell en la poesía española del siglo XX.
La obra poética de Angelina Gatell es susceptible de ser abordada con interés desde diversos puntos de vista. En primer lugar, todo su conjunto presenta una estremecedor y fidedigno retrato generacional de los niños de la guerra, que no se limita a lo anecdótico, sino que asume con lucidez la condición que supuso para toda una vida: «Quiero olvidar ahora tantas cosas: / mi niñez repitiéndose / eternamente por las calles; / la humillación de todos y la mía / en mí y en cada uno». En segundo lugar, tal como la aborda en su estudio preliminar la profesora Marta López Vilar, es un ejemplo de la conciencia de una mujer sobre su destino en una época muy difícil para la identidad femenina. En tercer lugar es una excelente creadora de alegorías, como la que desarrolla en el poema «La oscura voz del cisne», un estremecedor presagio del final, «igual que el cisne en su agonía». No menor interés tiene la escritura poética de Gatell y su despiadada imaginería: «Sólo el frío y su atado de ortigas», o «al final de una calle con farolas / y muchachas cedidas a la nada». Sin olvidar la inmensa generosidad de la autora con su propia tradición literaria, de la que incorpora a sus versos citas, homenajes, retratos, evocaciones, crónicas y en todo momento el vestigio de un constante amor hacia la poesía, reforzado y multiplicado tras su árido y largo tránsito por el desierto.
República de las Letras. 9 de octubre de 2023. [Enlace]