[Evocación]
«Sergio Gaspar no nació en Barcelona ni en 1947». Leo directamente de la contraportada de un libro de Sergio Gaspar. Durante un tiempo creí firmemente en la veracidad absoluta de la mitad de esa afirmación, esa que dice: «Sergio Gaspar no nació». Pudo ser que le nacieran, es cierto, pero más cierto es que Sergio Gaspar aterrizó en nuestras vidas como un meteorito sobre la corteza de Júpiter. Aunque no naciera en 1947, tenía ya su edad, pero sobre todo tenía ya su aplomo. En una ciudad pequeña como ésta tarde o temprano acabamos coincidiendo todos en las mismas lecturas, en las escasas revistas o en los divanes de Bauma. Que de pronto llegue alguien, con un bagaje poético como el de Sergio Gaspar, que ha estado siempre ahí y que nunca ha sido visto por nadie, produce en esta pequeña comunidad de intereses líricos un considerable traumatismo. A uno se le ocurrió pensar que Sergio Gaspar no había nacido como los demás, que Sergio Gaspar era hijo de algún planeta perdido en las galaxias desconocidas que había sido enviado para espiarnos, a los poetas. Así llegó un buen día Sergio Gaspar. Acababa de publicar un libro y decía que estaba a punto de sacar otro. ¡Un libro! Se dice pronto. Menudo libro. Se llama Revisión de mi naturaleza ese primer libro. Al segundo le puso el nombre de una metáfora: Aben Razin. Yo creo que esos dos libros son un mismo libro, porque se advierte en seguida que el proyecto literario que los ampara crece de uno a otro. Me gustaría afirmar que el tema de Sergio Gaspar es la crisis. La crisis es el tema de todos los temas literarios del siglo que acaba, así que me temo que no he dicho gran cosa. Una vez encontré una frase de Heráclito que le venía como anillo al dedo. Decía Heráclito: «y las cosas que encuentran todos los días, les parecen extrañas». De ese extrañamiento nacen las cuestiones que se plantean y se desarrollan en los poemas de Sergio Gaspar.
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[Preámbulo]
Aben Razin (Endymion, Madrid, 1991), segundo libro de Sergio Gaspar, consolida una ambiciosa propuesta poética. Del mismo modo que los filósofos suelen dedicar su primer esfuerzo a organizar una visión propia del pensamiento que les precede, así Sergio Gaspar se ha propuesto revisar los conceptos y las concepciones de la tradición literaria. Una revisión que poco tiene que ver con lo que suele comprender el término «herencia»; más bien al contrario, el autor asume, antes que esos valores consolidados por el tiempo, su pérdida, su crisis, el vacío que comporta su vigencia en la poesía del presente. El lenguaje literario en el primero de sus libros y la trascendencia de la escritura en el que esta nota anuncia, son los valores que Sergio Gaspar analiza y disgrega hasta su absoluto desgaste, un deterioro del que, sin embargo, nace un lenguaje expresivo e intenso, y un vacio del que emerge la significación adecuada para descubrir las necesidades actuales de la poesía, es decir, la concepción fragmentaria del ser, la vivencia de la otredad y la lucha continua con el sentiemiento sucesivo de comprensión e incomprensión del universo. Un universo que en Aben Razin recibe el nombre de Albarracín, metáfora de esa identidad conflicitiva entre el mundo y quien lo contempla.
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[Lectura]
En efecto, tal como se afirma en la contraportada de este libro, «Sergio Gaspar no nació en Barcelona ni en 1947». A esta figura, en retórica, se le llama «lítote». No suele usarse para estos fines, pero no resulta baladí que no se diga, en el lugar que cada libro reserva a ese dato, que Sergio Gaspar nació en Checa (Guadalajara) hacia 1954, aunque desde niño vive en Barcelona. La ocultación, en este primer caso, no es más que un juego; el título, y la relación del título con los poemas, es también otra máscara. Tampoco las palabras que nombran desde sus textos tienen una identidad unívoca.
Antes de este libro Sergio Gaspar había publicado otro, Revisión de mi naturaleza (PPU, Barcelona, 1988) cuya escasa circulación no afecta a la novedad que aporta. De hecho convendría leerlo como una secuencia previa a Aben Razin. Ambos títulos son el vestigio de lo que en la contraportada se insinúa como «que ha escrito mucho, que ha destruido mucho y ha publicado poco». En el término «destruido» no hay, ahora, ocultación alguna. El poeta destruyó toda su obra durante una crisis. Los dos libros, de hecho, la relatan. Hoy los podemos leer por una casualidad, pues los originales también fueron destruidos. Las copias que quedaron en manos de algunos amigos han sido las que, con el empeño de estos, llegaron a los editores que se interesaron por ellos.
Aunque hasta el momento no se haya dicho nada en concreto sobre Aben Razin, han aparecido ya dos palabras que le convienen: ocultación y crisis. El libro aparece envuelto por una máscara culturalista. Ban Hudheil Ben Razin fue el primer señor árabe, a finales del siglo X, de la sierra que hoy se conoce con su nombre, Albarracín. El yo que habla en el poema llega a un paisaje, y al descubrirlo lo pronuncia: el agua, la piedra, los montes... y al nombrarlo es a sí mismo a quien nombra. La metáfora cultural permite, por lo tanto, enmarcar lo que será el asunto del libro: Aben Razin (sujeto, yo lírico) frente al paisaje del Albarracín (objeto, realidad). La identificación entre sujeto y objeto es, pues, el punto de partida que el título sugiere. No únicamente el título: Yo me llamo: El agua tiene nombre.
Ahora bien, esa identidad no responde al modelo que la tradición acostumbra a presentar como el vínculo unificador entre el observador y lo contemplado; mejor será decir todo lo contrario. Se presenta de un modo disgregador. Es una identidad sometida a una crisis, a una crisis radical.
Se puede empezar diciendo que el nexo de unión entre sujeto y objeto es el acto de nombrar. En su primer libro Sergio Gaspar había planteado la crisis, y su consiguiente disgregación, del lenguaje literario clásico, representado por uno de sus máximos artífices, San Juan de la Cruz:
No prados, ni espesuras,
ni bosques existidos
por mano de un amado.
Para su segunda experiencia poética el contrapunto clásico elegido por el autor es quien mejor representa la trascendencia del acto de nombrar, es decir, Juan Ramón Jiménez. También podría haberse citado a Hegel y las atribuciones divinas del lenguaje, pero parece aconsejable preferir un punto de referencia poético. Decía Juan Ramón, y es sólo un ejemplo entre mil, «Mi obra poética es mi conciencia sucesiva del universo». De un supuesto análogo parte también Sergio Gaspar, aunque la conclusión a la que llegue sea la inversa. La identificación entre la naturaleza, el yo y la obra se verifica, en el poeta de Moguer, en plenitud. También el paisaje de Albarracín ─un universo por metonimia─ es una suerte de conciencia de Aben Razin: Pronuncio: Agua. Y no la nombro. Yo sé que estoy nombrándome.
Que la identidad se cumpla no significa, sin embargo, nada. Juan Ramón creía que de esa identidad nacía la obra creadora. Gaspar se pregunta: Aquí, ¿para qué vine?... Yo no les concedí a este cielo, a esta cal, por contemplarlos, sus colores. Ni les creé a los montes, por pisarlos. «¿Para qué vine?», esta es la pregunta disgregadora. La pregunta que abre una retahíla de preguntas disgregadoras: ¿A pronunciar los nombres de seres que no responden a sus nombres? Cuando antes se ha afirmado que el autor de estos textos los destruyó, y que esa destrucción aparecía narrada, o por lo menos presagiada, en los mismos textos, se hacía referencia, en parte, al efecto corrosivo de esas preguntas.
La segunda parte de Aben Razin lleva por lema otro topónimo: «Molina de Aragón». En ella el efecto disgregador se acentúa y afecta, en este caso, al propio sujeto lírico. El yo se sitúa ante el objeto: Me trajo mi venida.
A partir de este momento la descomposición sistemática de una afirmación tan simple como esa la convierte en un imposible, en una perenne discontinuidad que imposibilita el conocimiento. El sistema recuerda, en algo, a las aporías de Zenón. El yo llegó con su cuerpo, y éste con su sombra y aún los tres llegaron con una presencia, y a partir de ahí:
Y vimos. ¿Quiénes? O vio. ¿Quién?
La última parte del libro se abraza con la primera y vuelve de nuevo incesante cuestionamiento de la nominación.
Se ha citado a Hegel de paso y a Juan Ramón Jiménez como contrapunto del quehacer poético de Sergio Gaspar. Tal vez cabría dar un paso más para tratar de enraizar su experiencia en una tradición que no sea la opuesta. El libro empieza así: El agua tiene nombre. El último de sus versos dice: Siempre comienzo por el agua. El agua. Si ahora se recuerda alguno de los términos que se han citado arriba (crisis, disgregador, discontinuidad...), no es difícil que surja el nombre de Heráclito. No pienso en su filosofía, sino especialmente en esa corriente de pensamiento tan poco frecuentada que, para algunos críticos modernos, tiene su paternidad en Heráclito (frente a la línea que a través de Parménides y la consolidación aristotélica ha conformado la mayor parte de nuestros saberes). Me refiero sobre todo al fragmentarismo y a la otredad, experiencias de pensamiento que no se hayan ajenas a los intereses del poeta. Pero también pienso en la filosofía de Heráclito. Si se toma al azar uno de sus fragmentos, por ejemplo: «y las cosas que encuentran todos los días, les parecen extrañas», no se halla el lector lejos del extrañamiento del que nacen las cuestiones que se plantean y se desarrollan en los poemas de Sergio Gaspar.
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Antes de este libro Sergio Gaspar había publicado otro, Revisión de mi naturaleza (PPU, Barcelona, 1988) cuya escasa circulación no afecta a la novedad que aporta. De hecho convendría leerlo como una secuencia previa a Aben Razin. Ambos títulos son el vestigio de lo que en la contraportada se insinúa como «que ha escrito mucho, que ha destruido mucho y ha publicado poco». En el término «destruido» no hay, ahora, ocultación alguna. El poeta destruyó toda su obra durante una crisis. Los dos libros, de hecho, la relatan. Hoy los podemos leer por una casualidad, pues los originales también fueron destruidos. Las copias que quedaron en manos de algunos amigos han sido las que, con el empeño de estos, llegaron a los editores que se interesaron por ellos.
Aunque hasta el momento no se haya dicho nada en concreto sobre Aben Razin, han aparecido ya dos palabras que le convienen: ocultación y crisis. El libro aparece envuelto por una máscara culturalista. Ban Hudheil Ben Razin fue el primer señor árabe, a finales del siglo X, de la sierra que hoy se conoce con su nombre, Albarracín. El yo que habla en el poema llega a un paisaje, y al descubrirlo lo pronuncia: el agua, la piedra, los montes... y al nombrarlo es a sí mismo a quien nombra. La metáfora cultural permite, por lo tanto, enmarcar lo que será el asunto del libro: Aben Razin (sujeto, yo lírico) frente al paisaje del Albarracín (objeto, realidad). La identificación entre sujeto y objeto es, pues, el punto de partida que el título sugiere. No únicamente el título: Yo me llamo: El agua tiene nombre.
Ahora bien, esa identidad no responde al modelo que la tradición acostumbra a presentar como el vínculo unificador entre el observador y lo contemplado; mejor será decir todo lo contrario. Se presenta de un modo disgregador. Es una identidad sometida a una crisis, a una crisis radical.
Se puede empezar diciendo que el nexo de unión entre sujeto y objeto es el acto de nombrar. En su primer libro Sergio Gaspar había planteado la crisis, y su consiguiente disgregación, del lenguaje literario clásico, representado por uno de sus máximos artífices, San Juan de la Cruz:
No prados, ni espesuras,
ni bosques existidos
por mano de un amado.
Para su segunda experiencia poética el contrapunto clásico elegido por el autor es quien mejor representa la trascendencia del acto de nombrar, es decir, Juan Ramón Jiménez. También podría haberse citado a Hegel y las atribuciones divinas del lenguaje, pero parece aconsejable preferir un punto de referencia poético. Decía Juan Ramón, y es sólo un ejemplo entre mil, «Mi obra poética es mi conciencia sucesiva del universo». De un supuesto análogo parte también Sergio Gaspar, aunque la conclusión a la que llegue sea la inversa. La identificación entre la naturaleza, el yo y la obra se verifica, en el poeta de Moguer, en plenitud. También el paisaje de Albarracín ─un universo por metonimia─ es una suerte de conciencia de Aben Razin: Pronuncio: Agua. Y no la nombro. Yo sé que estoy nombrándome.
Que la identidad se cumpla no significa, sin embargo, nada. Juan Ramón creía que de esa identidad nacía la obra creadora. Gaspar se pregunta: Aquí, ¿para qué vine?... Yo no les concedí a este cielo, a esta cal, por contemplarlos, sus colores. Ni les creé a los montes, por pisarlos. «¿Para qué vine?», esta es la pregunta disgregadora. La pregunta que abre una retahíla de preguntas disgregadoras: ¿A pronunciar los nombres de seres que no responden a sus nombres? Cuando antes se ha afirmado que el autor de estos textos los destruyó, y que esa destrucción aparecía narrada, o por lo menos presagiada, en los mismos textos, se hacía referencia, en parte, al efecto corrosivo de esas preguntas.
La segunda parte de Aben Razin lleva por lema otro topónimo: «Molina de Aragón». En ella el efecto disgregador se acentúa y afecta, en este caso, al propio sujeto lírico. El yo se sitúa ante el objeto: Me trajo mi venida.
A partir de este momento la descomposición sistemática de una afirmación tan simple como esa la convierte en un imposible, en una perenne discontinuidad que imposibilita el conocimiento. El sistema recuerda, en algo, a las aporías de Zenón. El yo llegó con su cuerpo, y éste con su sombra y aún los tres llegaron con una presencia, y a partir de ahí:
Y vimos. ¿Quiénes? O vio. ¿Quién?
La última parte del libro se abraza con la primera y vuelve de nuevo incesante cuestionamiento de la nominación.
Se ha citado a Hegel de paso y a Juan Ramón Jiménez como contrapunto del quehacer poético de Sergio Gaspar. Tal vez cabría dar un paso más para tratar de enraizar su experiencia en una tradición que no sea la opuesta. El libro empieza así: El agua tiene nombre. El último de sus versos dice: Siempre comienzo por el agua. El agua. Si ahora se recuerda alguno de los términos que se han citado arriba (crisis, disgregador, discontinuidad...), no es difícil que surja el nombre de Heráclito. No pienso en su filosofía, sino especialmente en esa corriente de pensamiento tan poco frecuentada que, para algunos críticos modernos, tiene su paternidad en Heráclito (frente a la línea que a través de Parménides y la consolidación aristotélica ha conformado la mayor parte de nuestros saberes). Me refiero sobre todo al fragmentarismo y a la otredad, experiencias de pensamiento que no se hayan ajenas a los intereses del poeta. Pero también pienso en la filosofía de Heráclito. Si se toma al azar uno de sus fragmentos, por ejemplo: «y las cosas que encuentran todos los días, les parecen extrañas», no se halla el lector lejos del extrañamiento del que nacen las cuestiones que se plantean y se desarrollan en los poemas de Sergio Gaspar.
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Hora de Poesía nº 77-78, 1992
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