Los lingüistas definen «verbo» como la única clase de palabras capaz de implicar tiempo mediante un morfema. En literatura, la conciencia del paso del tiempo desde muy temprano fue patrimonio de la lírica; uno de los primeros textos conservados en China, del siglo XI aC, acaba con esta precisa metáfora temporal: «A por artemisas fuiste. / Un día sin verte / Es como tres años». El «verbo» literario posee, por el contrario, una connotación épica. Parafraseando la definición lingüística se puede afirmar que en literatura el «verbo» implica narración. Esta es la primera gran paradoja de Verbos: para desentrañar conceptos esencialmente líricos —«Amor» y «Conocimiento»— Jesús Aguado (1961) presenta una serie de verbos ordenados como si se tratara de un pequeño diccionario. La segunda paradoja es que estos verbos, que irradian sobre el poema desde el título, a veces se ausentan del texto. El primer poema, «Amar», sirve como ejemplo: «la tetera humeante / las manos ahuecadas / todavía / el sol sobre las plantas». La tercera paradoja es que la escritura no pierde referentes narrativos, pese a la elisión total de los verbos entre las tres imágenes y pese a la que función verbal (implicar tiempo) se la arrogue un adverbio —«todavía»—, sino que los gana: desde el título, el verbo «amar» ofrece temporalidad y acción a la estampa nominal. Es relevante fijar este juego de paradojas, como de muñeca rusa, porque si en la poesía clásica se juzgaba al poeta por la tradición a la que se adscribía, en la contemporánea se le valora por su capacidad de alterar y modificar las expectativas de los materiales que utiliza.
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Jesús Aguado, que ha definido siempre su poética como el arte de la fuga: «la del Sentido, la de la Historia, la del Cuerpo, la de la Sociedad, la del Yo, la de la Ideología», culmina en Verbos la huida de su propia condición retórica, iniciada con El fugitivo (1998), título emblemático que señala una inflexión en su obra desde una época celebratoria, figurativa y acumulativa, hacia otra más austera de reflexión metafísica y existencial. Si la parte central de Heridas (2004), «Mendigo», creaba la metáfora del nuevo período: quien sólo tiene a favor la «intemperie» expresiva, ahora Verbos la conjuga con sus elipsis constantes, un despiadado trabajo de selección léxica y una sintaxis reducida a fulgor. Pero al paso de esta esencialidad expresiva no camina la dimensión temática; al contrario, esta se ensancha hasta fundir cotidianidad y cosmos en la misma acción. El verbo «Pelar» se define así: «entre la mano y el cuchillo / una galaxia sueña su espiral // antes de que despierte ya es basura». Esta elaboración artística de la condensación semántica se remonta a la literatura sapiencial de la Edad Media —don Juan Manuel, por ejemplo, escribió sus cuentos para los legos y una sentencia final en verso sólo comprensible por los sabios—, y ha tenido su edad de oro en la posguerra mundial con poetas como René Char o Paul Celan, en cuya estela cabe situar los mecanismos retóricos por los que se adentra Verbos.
El libro, con su nueva estrategia verbal, indaga los dos ámbitos temáticos predilectos de Aguado: el amor y el conocimiento. Ambos sufren un movimiento de amplitud: el amor se bifurca —a la amada y a la hija, en la primera sección, la más cohesionada y brillante— y el saber sobre el mundo se dispersa, se va disgregando en pequeños átomos de significado que contienen al mismo tiempo certezas e incertidumbres; juntos los dos polos antagónicos de lo conocido: el verbo «Insistir» se define como «cultivar desaciertos / las semillas / hacen suya tu causa y fructifican».
El Ciervo nº 710, mayo de 2010
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