Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

jueves, 28 de abril de 2016

Un don Juan dodecafónico


Inger Christensen Azorno 
Traducción de Juan Mari Mendizábal 
Paso de Barca, Barcelona, 2016 

1.
No es esta la primera novela que se traduce de la poeta danesa Inger Christensen (1935-2009). En 1999 apareció La habitación pintada en Ediciones del Bronce, aunque no consiguiera despertar interés hacia su autora. Indiferencia que disipó inmediatamente la publicación de Alfabeto (Sexto Piso, 2014) el primero de los libros de poesía vertidos al castellano. A continuación Eso (Sexto Piso, 2015), confirmó las expectativas creadas. Y en su estela se imprime ahora Azorno (1967), la segunda de las tres novelas que escribió. 
   La cita que precede al texto resulta imprescindible para la comprensión de libro, como también lo será la que lo cierre. Es de Witold Gombrowicz y dice: «A mi entender, la persona es: 1. creada por la forma, 2. creadora de forma». La forma es la obsesión central en la poesía de Christensen, cuyos libros responden a rigurosas, y aun utópicas, estructuras numéricas. Y la forma será, también, objeto de meditación literaria de su narrativa. Y, sobre todo, su pieza principal, la persona. La primera persona, el símbolo de la escritura contemporánea. El «yo». Un pronombre. No se le escapa a la autora la paradoja que anida en esta forma lingüística, sobre la que se sustenta todo el edificio narrativo y, sin embargo, carece de significado propio. Esta es la primera contradicción en la que ahonda la novela, escrita enteramente en primera persona… por seis personas diferentes, sin que el lector sepa en muchos tramos qué yo es el que significa al decir «yo». A esta paradoja lingüística se suma la literaria: capaces de usar la primera persona, los seis personajes de la novela se consideran, a su vez, autores —escritores los seis, cuatro mujeres y dos hombres— de la novela que el lector lee. 
    Por el texto aparecen y desaparecen las paradojas que dan cuerpo a la literatura: «lo que por mi parte empezó como pura mentira, pudo fácilmente haberse convertido en algo que se acercaba de manera inquietante a la verdad». Y como Chistensen no se conforma nunca hasta que roza los límites de su tema prioritario, que lo fue también de su época, el lenguaje como expresión o silencio del individuo, crea para extremarlo un sistema de repeticiones en cada narración en primera persona. Es decir, cada narrador diferente utiliza las mismas expresiones para parecidos contextos de modo que emerge otra paradoja de la literatura: «Aun así, yo volvía siempre, fueran cuales fuesen las circunstancias, a esa precisa descripción, como si el lenguaje me tuviera preso, como si pusiera límites a mi libertad para experimentar». Lo que diferencia es al mismo tiempo lo que imposibilita las diferencias. 
    La reflexión formal, prodigiosa en los libros de Inger Christensen, no es, sin embargo, el fin de su escritura, sino solo el medio literario para potenciar hasta más allá de lo conocido los contenidos que aborda. Y el asunto de Azorno se desvela en la espléndida cita de Søren Kierkegaard que tras concluido el libro lo ilumina con carácter retrospectivo. El papel que encarna «Azorno», entre los seis personajes el único que lo es solo de la novela que todos escriben, es el de don Juan. Y el tema, claro, que recorre las diferentes secciones es el fracaso amoroso —vital, biográfico…— de los individuos que nutre la transformación incesante de la vida en narración. Don Juan es, en esta revisión contemporánea del mito barroco y romántico, el emblema de la novela del yo; o dicho de otra manera, la imposible fidelidad de la novela a una vida, a una persona, a un yo… en un momento, el contemporáneo, en el que la personalidad se multiplica, se dispersa, se diluye —«partes idénticas, inseparables del mismo lenguaje»—... ¿seducción que convierte en clónicas las voces, en «insonoridad»? 
    Se diría que es una novela experimental, pero la primera en descalificar este término es la autora. En la página 22 escribe un párrafo de cierta extensión sin puntos y con aire innovador. En el siguiente afirma: «Sobre lo que sí voy a hacer comentarios es sobre la frase anterior: no es ninguna frase». No es la única sátira hacia la literatura, fruto de una vena irónica que se entrevera a la perfección con el rigor de las estructuras: «nadie, ni siquiera Azorno, puede ocultar que los resúmenes de libros suenan como chismes sobre la vida privada de los demás». De un plumazo liquida la mitad de la crítica de libros actual (aunque es posible que algún lector de este resumen me afee que nada haya dicho sobre la vida privada de los personajes de este libro, que la tienen). 


2.
(Días después de escrita la reseña del libro de Inger Christensen para Clarín, lo leído sigue dándome vueltas en la cabeza. Aunque me ha encantado ver concretado el disgusto que siempre he sentido hacia la crítica de la narrativa como mera especulación de argumentos —y «especulación» es un término optimista—, no es esta la más demoledora de las ideas que sobre la literatura el libro lanza. La tesis que me ronda los ratos en los que no pensar en nada propicia pensar el algo más interesante podría formularse así: se da la paradoja de que los movimientos más revolucionarios que han sustentado sus innovaciones y propuestas en el yo —romanticismo o surrealismo, por ejemplo—, cuanto más revolucionarios se propongan más gregarios han de mostrarse. Serán tan innovadores en la medida en la que el yo cumpla los parámetros y paradigmas de la revolución del yo. Es decir, cuando menos yo sea. De ahí que los mejores escritores de estas épocas suelan ser aquellos que, en algún momento, no han sido capaces de reproducir con fiabilidad el marco estético dominante o su incapacidad de aceptar la senda gregaria les ha impedido acatar los principios de la revolución en la que participaban. También aquellos escritores que se detuvieron en una grieta para respirar al margen de la estética dominante, que proponía la liberación de las formas del yo con idénticos métodos a los que utilizan los carceleros en su trabajo. Ser diferente equivalía a ser idéntico en la diferencia. Curioso. Y la idea quizá pudiera extenderse no solo a las escuelas revolucionarias de yo, sino a toda la literatura, en cuyos ingredientes lo repetido tiene una apabullante presencia frente a lo no repetido, generalmente considerado como espurio.)

Clarín nº 122. Marzo-abril, 2016

No hay comentarios:

Publicar un comentario