Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

lunes, 21 de noviembre de 2016

El viejo camino, un hito en la poesía del siglo XIX


Sorprenden la nitidez y la rotundidad con que en los inicios del siglo XX se consolida en la poesía la experiencia del camino —independientemente de sus etapas o sus metas— como símbolo privilegiado de la existencia. A cien años de distancia, los versos señeros en los que se acuñó esta metáfora suenan incluso a un tópico contemporáneo, no en vano saltaron de los libros originales a las antologías, a los libros de texto, a las citas de los entendidos, a los medios de comunicación de masas y hasta a las canciones de intérpretes populares.
   En 1911, el poeta alejandrino Constantinos Cavafis (1863-1933) escribió el célebre poema «Itaca», cuyos versos ensalzan el propio camino como finalidad única de la vida: «Cuando emprendas tu viaje a Itaca / pide que el camino sea largo / lleno de aventuras, lleno de experiencias...», pues «Itaca te brindó tan hermoso viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino. / Pero no tiene ya nada que darte». Pocos años antes un poeta español, Antonio Machado, había escrito aquellos versos memorables: «Yo voy soñando caminos / de la tarde. ¡Las colinas / doradas, los verdes pinos, / las polvorientas encinas!... / ¿A dónde el camino irá?». Y en esta pregunta resuenan los angustiosos ecos del existencialismo: el hombre frente a sí mismo, cara a cara con su impredecible camino. En ambos ejemplos de principios del siglo XX sorprenden, en efecto, los límites precisos y la extraordinaria densidad significativa del emblema simbólico; precisión y densidad que evocan, antes que el fruto fortuito de su época, el áureo broche de un lento proceso, intensificado tal vez en el siglo XIX.
   En efecto, el camino está presente en toda la historia de la literatura. Sólo por citar referencias próximas, se puede empezar pensando en el Cantar de Mio Cid o en Gonzalo de Berceo, para acabar evocando su más sublime y al tiempo disparatada exaltación, el Quijote. En todos estos casos el camino es la situación, el medio para encontrar el fin que se anhela (la conquista, el milagro, la aventura...). En el siglo XIX, sin embargo, se observa un paulatino protagonismo del propio camino, acaso por el desgaste que en la imaginación ha sufrido cuanto podía encontrarse en su tránsito —¿son posibles conquistas, milagros o siquiera aventuras en el XIX?—; acaso tal vez porque se descubren sus posibilidades metafísicas, su valor como conocimiento en sí mismo.
   El desgaste imaginativo hunde sus razones en el tiempo, pero el renovado sentido filosófico tiene su origen en el epicentro del XIX. Un nuevo fenómeno asola el siglo, sobre todo en los países anglosajones: el desmesurado crecimiento de algunas ciudades. Las grandes urbes ponen en peligro los límites de la pequeña comunidad unida, su equilibrio y su pureza. Thomas Jefferson (1743-1826) no duda al afirmar que «Nueva York, igual que Londres, parece ser un albañal de todas las depravaciones de la naturaleza humana». Es exactamente en este pensamiento antiurbano donde prende la revaloración metafísica del camino.
  Hubo en la generación romántica americana figuras radicalmente en contra de la ciudad y su cultura, que las enfrentaron a las virtudes de una naturaleza agreste y libre, asequible a cualquiera a través del paseo por ella. Un libro, casi un manifiesto, como Walking (Caminar) de Henry David Thoreau (1817-1862), puede considerarse la experiencia contingente a partir de la cual su amigo y filósofo Ralph Waldo Emerson (1803-1882) consolida un discurso racional y reflexivo sobre la superioridad de lo natural. La teoría del conocimiento de Emerson se elabora condicionada por la misma aversión urbana: «La ciudad deleita al entendimiento. Está constituida por finitos, por líneas cortas, nítidas y matemáticas, todas ellas calculables. Está llena de variaciones, de sucesiones y de artificios. En cambio, el campo ofrece un horizonte ininterrumpido, la monotonía de un camino interminable, de vastas llanuras uniformes y de montañas distantes, la melancolía de una vegetación continua e infinita [...]. Es la escuela de la razón». En la visión de lo natural de Emerson el camino se impone como un elemento central, vertebrador de la experiencia de lo infinito. Así pues, la contraposición de Emerson entre campo (razón) y ciudad (entendimiento), puede ser formulada en los siguientes términos: el campo se percibe a través del camino y la ciudad en su fijación y estatismo.
   Gran parte de la poesía y el pensamiento antiurbanos del siglo XIX, y también del XX, se apoyan en esta idea de Emerson, que conviene tener muy presente también para comprender el poderoso revulsivo que supuso la obra de Charles Baudelaire (1821-1867) y su encomio de la figura del flâneur —el que callejea sin rumbo fijo— como poeta y filósofo del nuevo tiempo de la ciudad. El descubrimiento del camino posible en lo contingente y estático es una apropiación clara e irreverente de la razón y del conocimiento por parte de la ciudad. Ahora el merodeo urbano vertebra una nueva experiencia de lo infinito, la multitud: «El pensativo y solitario paseante obtiene una singular embriaguez de esta comunión universal [con las multitudes]». Sean por la ciudad —los menos, pues éste será un fenómeno poético y filosófico del siglo XX—, o sean por la naturaleza —la mayoría—, el siglo XIX se dirime en los caminos.
   El poeta, o mejor será decir ya la poetisa, antes de empezar su jornada contempla «los bosques y alturas / y los floridos senderos / donde en cada rincón me aguardaba / la esperanza sonriendo». Esta es la potencialidad, el crédito diríamos hoy, que tiene el camino decimonónico: en un mundo paulatinamente más desesperado, se yergue como el último refugio de «la esperanza». Ha llegado el alba, el aire, la luz: «¡qué despertar tan dichoso!». Sale al exterior, «Blanca y desierta la vía», es decir, el camino, como no podía ser de otra manera en un símbolo de raíz romántica. Es un sendero solitario («triste, escabroso y desierto»), sólo abierto para un sujeto, que se ve atraído por un «grato misterio» que se brinda «a que siga su línea sin término», es decir, infinita. Y así, la «senda amiga» conduce a la poetisa por fuentes, arboledas, riberas del río, vegas, aldeas, rumores, aves, lejanías... Y cuando llega el ocaso, «a mi morada oscura, desmantelada y fría, / tornemos paso a paso», camino de regreso al ser, «porque con su alegría no aumente mi amargura / la blanca luz del día». Al cabo la esperanza que albergaba el camino, la comunión con la naturaleza, que se ha producido en el ámbito de las sensaciones, no ha conseguido sin embargo poblar el desolado interior, cuya «amargura» —a un paso de la palabra clave de la filosofía del siglo XX, la angustia— no ha hecho nada más que crecer: «en su sepulcro el muerto, el triste en el olvido / y mi alma en su desierto» —a medio paso de la otra palabra clave en la filosofía que iba a llegar, la nada—.
   El extenso poema que aquí se cita, organizado en siete fragmentos y titulado «Orillas del Sar», inaugura el volumen En las orillas del Sar publicado en 1884 por Rosalía de Castro (1837-1885). A lo largo de todo el libro los caminos («Camino blanco, viejo camino / desigual, pedregoso y estrecho») conducen a Rosalía en su incesante tránsito no sólo por las alegrías de la naturaleza, sino también en busca de sus «sombras», los seres que ya no existen. Para Rosalía, como para tantos poetas de su siglo, sólo queda la esperanza del camino, porque el camino es la existencia misma. Cuando los poetas de principios del siglo XX acierten con sus soberbias metáforas, aquellas que han creado un sentir contemporáneo y popular, tienen detrás, latente, un siglo, el XIX, que lo fue perdiendo casi todo en la comprensión de sus raíces metafísicas, menos, tal vez, el mero hecho de avanzar por un camino como condición, como esencia y conciencia de su propia soledad en el universo.


Contrastes nº 37 Enero de 2005


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