PIEDRAS EN EL AGUA, de Alberto Tesán
Pre-Textos, Valencia, 2004
Es posible que algún lector recuerde un personaje de Las bailarinas muertas (1996), novela con la que Antonio Soler ganó el Herralde de aquel año, llamado «el poeta Tesán», en cuyos versos, insistía el narrador, se caían los techos cuando uno menos lo esperaba. En 1996 precisamente Alberto Tesán (1971) había publicado su primer libro, El mismo hombre (Pre-Textos) y ahora aparece un nuevo título, Piedras en el agua, donde se incluye aquel poema que tanto impresionó a Antonio Soler, quien posiblemente lo escuchó recitar en boca de su autor en alguna lectura.
«Estaban en la cama cuando el techo cedió», así empieza el poema «Es sencillo». Una pareja que acaba de amarse y de jurarse «amor eterno», en su pequeña casa del centro, en su estrecho mundo limitado, con amigos «juiciosos y aburridos», sin excesos ni sobresaltos. Es la perfecta extensión de la paz burguesa. Un día, sin embargo, «aparece / una grieta que parte el techo en dos mitades» mientras los amantes sueñan con sendas infancias antes de que el techo ceda sobre sus cuerpos desnudos. No es extraño que Antonio Soler se fijara en este poema, pues concentra las claves temáticas del poeta. Llama la atención también la viñeta que luce la cubierta del libro: un futbolista. Y el mejor poema del conjunto se titula «Fuera de juego»; en él se cuenta con sobrecogedores detalles cómo es la fulgurante carrera de un deportista de élite hasta que una «imposible» lesión le devuelve como única moneda del paraíso prometido «la humillación y el miedo». Un techo que cede inesperadamente sobre su cabeza.
Tal como se observa en los dos poemas recreados aquí, conviven dos sujetos poéticos distintos en Piedras en el agua. Uno, el que protagoniza «Fuera de juego», indaga en la propia biografía, con las más punzantes armas líricas, las raíces del dolor: «unos versos de sombra que se pudren / en las aguas de la experiencia clara». Son poemas que, en el polo opuesto de la autocomplacencia al uso, sacuden el sentido de lo vivido de modo implacable. No son muchos, pero son los mejores. Su intensidad y su visión global de la vida impiden que se prodiguen. Junto a este inmisericorde yo lírico convive otro tipo de poema, como el de la pareja cuyo techo cedió mientras soñaban en sendas infancias, que posee un indiscutible aire generacional, próximo a Pablo García Casado o Vicente Luis Mora. A veces estos poemas están narrados en una tercera persona que los acerca al relato —evocar a Raymond Carver no resulta gratuito. En otras ocasiones, aun estando el poema en primera persona, resulta evidente que su contenido se aleja —literariamente— de la biografía del poeta. Cabría denominar al protagonista de estos poemas «sujeto sociológico», pues remite antes al juicio de la sociedad en la que el poeta vive que a su propio mundo lírico.
Estos poemas con sujeto sociológico, que suelen seguir un desarrollo narrativo, comparten un propósito común: desvelar y denunciar la crisis, el desgarro y la degeneración que se ocultan bajo la apariencia de felicidad que muestran las imágenes estereotipadas de la sociedad del bienestar. Una idílica sociedad que se jura amor eterno ajena a la grieta que divide el techo del amor en dos mitades; adolescentes a los que se les promete el paraíso y se les entrega el vacío. El poema «Sacrilegio» empieza con dos versos que enuncian el tema con una espléndida metáfora: «Pero no es el paisaje lo que vemos. / Es la piedra que dura en el paisaje». Esa piedra que está mirando Tesán es precisamente la que impide que haya paisaje.
[El Ciervo nº 642-643. Septiembre-octubre, 2004]
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