Carta a Gianluca M.
En la tradición que el soneto lega he distinguido
siempre dos aspectos: un artificio sonoro y la creación de las dimensiones
perfectas de un universo en miniatura donde el poema culmina. No descubrí ambas
cualidades al mismo tiempo. Lo primero que me atrajo es la peculiar urdimbre de
sílabas y rimas. El soneto tradicional continúa siendo la mejor academia
poética que existe. Imitando sonetos aprendí a medir versos, es cierto, pero ese
ejercicio me enseñó algo más importante: obligado a adecuar lo que quería decir
al rigor de la sucesión de rimas, me di cuenta de una obviedad, que la
dificultad estructural en lugar de entorpecer la expresión, la mejora. Es
decir, que el laberinto de acentos y sonidos reiterados no interrumpía mi
pensamiento poético, sino que le permitía expresarse mejor. Es una obviedad,
claro, pero la extensión del verso libre en nuestra época obliga a que un poeta
joven la descubra por sí mismo.
El
trabajo con el soneto tradicional tenía sin embargo un límite infranqueable: el
aprendizaje. El soneto avanzaba en el presente por un camino cortado. Aquellos
sonetos escritos a la sombra de la tradición no podían incorporarse a la obra. Resultaban
anacrónicos. Lo comprendí enseguida, y me olvidé de los sonetos como escritura.
Pero no como lectura. El Siglo de Oro sigue siendo la fuente inagotable de la
poesía española. Poco a poco fui comprendiendo la segunda virtud del soneto,
su condición de universo poético con límites perfectos. En ese mismo proceso de
aprendizaje, supe que tenía que aplicar el rigor estructural observado en el
soneto a mis propios poemas. El problema es que en la poesía contemporánea los
límites los establece el poema y no las formas métricas, de modo que la idea de
límite perfecto de un universo se perdía por completo. Cada poema establece sus
dimensiones perfectas. Parecía un pensamiento convincente, pero con el paso del
tiempo fue desilusionándome y la desilusión hacia la propia responsabilidad
estructural del poema creó en mí una sensación que sólo pude denominar como
nostalgia del universo preciso y exacto del soneto. En ese momento regresé a
los 14 versos.
Volví
a escribir sonetos como puro ejercicio. Redescubrí el atractivo de su
laberíntico juego entre estrofas y límites. Y en seguida me di cuenta de lo que
fallaba: la rima. El espacio sonoro de repetición había perdido para el oído
contemporáneo todo el poder de fascinación que tuvo en la edad clásica. De
hecho, no se trata de un fenómeno del oído, porque el teatro en
verso clásico se escucha siempre con una fruición máxima. Es una cuestión que
intuyo vinculada al uso de la lengua contemporáneo. Es la lengua actual la que
es incapaz de superar la rima como ridícula cacofonía. No sé muy bien por qué.
Algún día me gustaría pensarlo. De hecho, en la misma prosa, el trabajo más
arduo es deshacer las rimas internas que se crean cuando se redacta. Una
repetición de sonidos destroza una frase.
Dado
este paso, ya tenía una forma métrica con la que podía ejercitarme y, al mismo
tiempo, si el resultado era interesante, incorporarlo a mi obra poética.
Escribí los primeros sonetos blancos hacia 1983 y 1984 —en Lisboa,
y aparecieron publicados en un cuadernillo titulado Alfama (Vltismo, Madrid, 1985), anterior al libro del mismo título—.
Los primeros eran simplemente poemas en endecasílabos con 14 versos. No se
distinguían apenas de otros poemas que podían tener, en aquella época, 20 ó 25
versos. Pero la cábala de los 14 versos y su universo preciso me atrapó en
seguida. Al poco tiempo ya no tenía ningún interés dejar fluir el poema hasta
que concluyera por sí mismo. La pasión de la escritura emergía del hecho de
adecuar la expresión al juego infinito de combinaciones que ofrecían dos
cuartetos y dos tercetos. Y el resultado de esta adecuación estructural era
siempre muy superior, a mi modo de ver, que la misma expresión fluyendo sin
límites a través de los versos. La concentración expresiva que exigía el soneto
obligaba a un ejercicio de depuración constante de la palabra y a un esfuerzo
mayor a la hora de la escritura. Y a mayor esfuerzo, mejores resultados
siempre. A partir de esta experiencia, desde estas fechas hasta la edición de Formas débiles en 2004, el soneto blanco
ha sido mi estructura métrica predilecta, y en muchos casos, prácticamente
única.
A
partir de 2007 decidí empezar a escribir en una forma de poema en prosa que
tuviera una relación directa con el soneto. En Vitrina de charcos (2011) hay un prólogo que explica —más
connotativamente que de forma académica— este proceso:
«La mayoría de los poemas que se escribieron en el Siglo de Oro estaban
compuestos exactamente por 154 sílabas. No era el único prodigio: algunas
sílabas se repetían en el mismo lugar con el mismo sonido. A estos poemas
áureos la métrica —nadie lo ha puesto en duda nunca— les daba vida, vitalidad y
excelencia. Desde el Siglo de Oro la escritura ha sufrido la erosión que
siempre impone el paso del tiempo. Y cada poeta interpreta esas pérdidas a su
manera. Durante años —y tres libros— creí ver en el soneto blanco la manera de
mantener en pie el sueño de las 154 sílabas. Una mañana, al abrir la nevera de
la tradición, con pasmo descubrí en el fondo un charquito de palabras. Las 154
sílabas se me habían descongelado. A partir de este momento me quedé sin
métrica. Pero tal vez sea un autor excesivamente antiguo para escribir con
tantas libertades, así que me llevé el charco al taller y me puse a reorganizar
el poema de modo que si no cumplía con la métrica, al menos lo hiciera con la
sombra de la métrica. Busqué el molde que resultara más adecuando para este
fin. Al descongelarse las 154 sílabas de un soneto, como el líquido ocupa más espacio
que el sólido, comprobé que el charco que quedaba tenía exactamente cien
palabras. Como todos los poemas que se exponen en la vitrina de este libro.»
Y también a partir del soneto, en
este momento elaboro un proyecto poético que consiste en documentar como poema
cada una de las sílabas que componen el soneto, entre 2 y 154. Una parte de este proyecto es pública y la
cuelgo en la red (la que va del 1 al 100). Ya casi no escribo sonetos blancos
porque creo que esta forma se ha agotado para mí. Pero la búsqueda de formas
métricas aún está iluminada con la linterna de los 14 versos.
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