Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

sábado, 1 de septiembre de 2012

CÍRCULOS EN LA NIEVE. Algunos libros de Josep M. Rodríguez

 
Arquitectura yo
Visor, Madrid, 2012

Según explica Josep M. Rodríguez (1976) en una nota final, su libro «nació de un título y de ese silencio que es necesario oír antes de las palabras». Así pues, cabe empezar pensando que Arquitectura yo posee un valor estructural en la construcción del libro —nunca términos más acertados—. Iniciada desde esta perspectiva apriorística, la lectura conduce directamente a una paradoja. Acaso aquella que Calderón de la Barca enunció como «toda entrada es una salida», que el poeta actual reformula con algo así como toda arquitectura implica un derribo. O dicho de una manera más moderna, toda construcción es una deconstrucción. Rodríguez, cuya obra se ha caracterizado por una asimilación precisa y efectiva de las escrituras y perspectivas orientales, ahora parece dar un paso más allá planteando una simbiosis entre mundos extremos: el del barroco y el del existencialismo occidentales transmitidos con delicada mirada oriental. Pascal y Basho de la mano. Ciorán y Li Po juntos en la taberna de los versos.
            Josep M. Rodríguez tal vez sea en su generación, que creció al mismo paso que se divulgaba en el país la herencia centenaria del jaiku, el poeta que mejor ha asimilado las enseñanzas de las diecisiete sílabas; no escribiéndolas, sino incorporándolas a una estructura de poema más extenso. De hecho, cada uno de los periodos estróficos puede ser reducido a un jaiku con mínimas alteraciones. Así por ejemplo, los versos: «el tiempo / [es] un puente / sobre una carretera: / [nos preguntamos] dónde llevará», sin los corchetes y con una mínima variación del tiempo en el último verbo, formarían un espléndido jaiku. Y magnífico ejemplo, también, del asunto general del libro: la devastación del paso del tiempo en la conciencia del sujeto.
            Tres son las fallas del mundo en la arquitectura del individuo, según Josep M. Rodríguez. La primera es la memoria. El poeta arremete contra la pasividad, el encierro («jaula», «barrotes»…), la inanidad y el vacío de los recuerdos: «Mi memoria es un mueble / con termitas / tras la apariencia apenas queda nada». El paso del tiempo y la conciencia de la muerte es la segunda, sobre la que algunas imágenes apelan a su raíz calderoniana con renovada imaginación: «como un niño que nace / en un barco que se hunde». La tercera es el fracaso y el dolor como condiciones inherentes a la vida. Solo parece ofrecer una tregua a este yo existencialista el amor, al que se le reconoce como mayor virtud la momentánea desaparición del amante: «la sensación de no ser yo / de poder no ser yo por un instante». Sabedor de que «la vida no está fuera, sino dentro», estas son sutiles pinceladas orientales de la tiniebla de la conciencia.

[Inédito]



La caja negra
PreTextos / Centro Cultural Generación del 27. Málaga, 2004

Dos poemas resueltos con la métrica del jaiku y una mención al japonés Matsuo Bashō, su genial creador, ofrecen pistas acerca del pilar sobre el que ha querido construir Josep M. Rodríguez (1976) su segundo libro, tras Frío (PreTextos) en el 2002.  Merece la pena empezar copiando uno de los dos jaikus: «Tiendo la ropa. / Es una cuerda más / el horizonte».  Pese a su acierto, la voluntad del autor por escribir jaikus en castellano se agota aquí.  Lo interesante en La caja negra es comprobar cómo a partir del diálogo con la tradición japonesa el poeta de la fértil escuela de Lérida de los 90 ha elaborado una singular estructura poética que resulta precisa y versátil, como de hecho son precisas y versátiles las 17 sílabas del jaiku.
Los poemas de Josep M. Rodríguez están compuestos por estrofas breves, de dos o tres versos, en las que se modifica, con el paso de una a otra, el tono o punto de vista: descriptivo, reflexivo, gnómico.  El primero y el tercero se reparten con simetría estructural arranque y conclusión del poema, pero el tono reflexivo pasa por diversos grados de interiorización; grados siempre perceptibles en el avance de las estrofas.  El resultado es un poema resuelto en  auténticos círculos concéntricos sobre el tema, como de hecho afirma el autor en el primer texto: «yo sólo escribo círculos sobre el papel de nieve».   Así, el avance del poema desde las sensaciones exteriores, a través de los matices de la meditación, hasta la sentencia final lo convierte en una aventura lírica que busca lo incierto con aires iniciáticos; el lugar donde «sólo la oscuridad es transparencia».
      No sería justo, sin embargo, relacionar únicamente la despojada descripción inicial con la exactitud figurativa de los jaikus.  La enseñanza oriental más diestramente absorbida en La caja negra es el uso de la elipsis entre los movimientos del poema, el modo como una imagen clara, incluso trivial, de la realidad va sutilmente desdibujándose para encarnar una inquietante paradoja de la existencia.

SUR-Culturas, 1 de octubre de 2004



Frío
Pre-Textos, Valencia, 2002

Durante el último Festival de Sitges, en la sección de documentales, se presentó una interesante película de Xavier Juncosa titulada «Costafreda».  Juncosa ha sabido rastrear el desgarro humano de la vida del poeta Alfonso Costafreda (1926-1974) y sus sucesivos naufragios sentimentales, y también dar una noticia nítida de las dos grandes traiciones poéticas que sufrió a manos de sus amigos Jaime Gil de Biedma y José Ángel Valente. Biedma y Valente, ambos grandes poetas del 50, representan los dos polos irreconciliables —realismo y vanguardia— en los que se ha dividido la poesía contemporánea española. Y la soledad de Alfonso Costafreda simboliza el despreciado camino de síntesis entre los extremos.
Camino de síntesis despreciado en los 50, pero que, tímidamente, empieza a ser explorado por algunos jóvenes sin duda hastiados de tan estéril debate poético. Y de esta forma, el rastro perdido de Costafreda en la poesía contemporánea parece recuperarse.  «Fotografía de Alfonso Costafreda en su despacho de Ginebra» se titula un poema de Carlos Pardo (1975) situado en el centro de su último libro, Desvelo sin paisaje (Generación del 27, Málaga, 2002). Y Josep Maria Rodríguez (1976) ha elegido una hermosa cita de Costafreda para encabezar su libro: «¿Encontraste cobijo en nueva casa / o vas errante, y sufres bajo el frío?». Y también para titularlo: Frío.
Los poemas de Josep Maria Rodríguez suelen situarse de un ámbito cotidiano que se viste con las marcas propias del realismo, algún texto incluso proporciona un exordio narrativo de carácter funcional: «Llevamos cuatro noches acampados / en el mismo lugar».  Ahora bien, este tiempo y este espacio concretos que amparan el poema no lo son nunca de los momentos y lugares memorables de una vida.  Al contrario, los versos arrancan de un desvelo en plena noche, de un día de lluvia, de una tarde sentado en la terraza mirando el paisaje, de un baño matutino o del instante de asomarse a una ventana... por estas estampas efímeras, por estos recortes fugaces de tiempo (o mejor: de Tiempo)  se cuela en el poema otra realidad latente en forma de evocación casual («De repente, / igual que un hombre bala, / cruza por mi cabeza / el poema de Lowry en que aparece / un barco a la deriva») o de recuerdo circunstancial.  Es decir, sobre un plano biográfico efímero el poeta escribe un gesto nacido de la ocasión y del azar, y no menos caduco que el instante que lo ha sugerido.  En este punto del poema, Josep Maria Rodríguez suele cambiar súbitamente de registro, pasa de la descripción a la reflexión existencial de aire sentencioso que sin embargo nada puede sentenciar, pues la meditación prende en una materia que expresamente se ha presentado como escurridiza e inaprensible ante la voluntad de valoración moral de la vida.  El resultado es el mismo que obtiene quien abraza arenas o aprieta aguas: «Tal vez hallase dentro alguna historia / que poder explicar años más tarde».  Las constataciones sobre la esencia del vivir se desvanecen como mero reflejo.
«No es fácil de entender, / pero la realidad esconde siempre / distintas realidades». De esas otras realidades habla precisamente Frío, de las  que nada se puede aseverar porque su fluir es indómito y sortea todos los refugios donde el alma pretende hallar cobijo moral y comprensión.  Así, a la intemperie, creció la poesía de Costafreda y también su vida desgarrada; así —sugiere Josep Maria Rodríguez— emerge el  «frío» desde las esquinas olvidadizas y desde el tiempo prescindible, instantes y lugares sin memoria ni importancia donde la vida de repente se revela con una densidad verdaderamente poética.

EL CIERVO nº 622. Enero de 2003

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