Arquitectura yo
Visor, Madrid, 2012
Según
explica Josep M. Rodríguez (1976) en una nota final, su libro «nació de un título y de ese
silencio que es necesario oír antes de las palabras». Así pues, cabe empezar
pensando que Arquitectura yo posee un
valor estructural en la construcción del libro —nunca términos más acertados—. Iniciada
desde esta perspectiva apriorística, la lectura conduce directamente a una
paradoja. Acaso aquella que Calderón de la Barca enunció como «toda entrada es
una salida», que el poeta actual reformula con algo así como toda arquitectura implica un derribo. O dicho
de una manera más moderna, toda construcción
es una deconstrucción. Rodríguez, cuya obra se ha caracterizado por una
asimilación precisa y efectiva de las escrituras y perspectivas orientales,
ahora parece dar un paso más allá planteando una simbiosis entre mundos
extremos: el del barroco y el del existencialismo occidentales transmitidos con
delicada mirada oriental. Pascal y Basho de la mano. Ciorán y Li Po juntos en
la taberna de los versos.
Josep
M. Rodríguez tal vez sea en su generación, que creció al mismo paso que se divulgaba
en el país la herencia centenaria del jaiku, el poeta que mejor ha asimilado
las enseñanzas de las diecisiete sílabas; no escribiéndolas, sino
incorporándolas a una estructura de poema más extenso. De hecho, cada uno de
los periodos estróficos puede ser reducido a un jaiku con mínimas alteraciones.
Así por ejemplo, los versos: «el tiempo / [es] un puente / sobre una carretera:
/ [nos preguntamos] dónde llevará», sin los corchetes y con una mínima
variación del tiempo en el último verbo, formarían un espléndido jaiku. Y
magnífico ejemplo, también, del asunto general del libro: la devastación del
paso del tiempo en la conciencia del sujeto.
Tres
son las fallas del mundo en la arquitectura del individuo, según Josep M.
Rodríguez. La primera es la memoria. El poeta arremete contra la pasividad, el
encierro («jaula», «barrotes»…), la inanidad y el vacío de los recuerdos: «Mi
memoria es un mueble / con termitas / tras la apariencia apenas queda nada». El
paso del tiempo y la conciencia de la muerte es la segunda, sobre la que
algunas imágenes apelan a su raíz calderoniana con renovada imaginación: «como
un niño que nace / en un barco que se hunde». La tercera es el fracaso y el
dolor como condiciones inherentes a la vida. Solo parece ofrecer una tregua a
este yo existencialista el amor, al que se le reconoce como mayor virtud la
momentánea desaparición del amante: «la sensación de no ser yo / de poder no
ser yo por un instante». Sabedor de que «la vida no está fuera, sino dentro»,
estas son sutiles pinceladas orientales de la tiniebla de la conciencia.
[Inédito]
La caja negra
PreTextos / Centro Cultural Generación del 27. Málaga, 2004
Dos
poemas resueltos con la métrica del jaiku y una mención al japonés Matsuo
Bashō, su genial creador, ofrecen pistas acerca del pilar sobre el que ha
querido construir Josep M. Rodríguez (1976) su segundo libro, tras Frío
(PreTextos) en el 2002. Merece la pena
empezar copiando uno de los dos jaikus: «Tiendo la ropa. / Es una cuerda más /
el horizonte». Pese a su acierto, la
voluntad del autor por escribir jaikus en castellano se agota aquí. Lo interesante en La caja negra es
comprobar cómo a partir del diálogo con la tradición japonesa el poeta de la
fértil escuela de Lérida de los 90 ha elaborado una singular estructura poética
que resulta precisa y versátil, como de hecho son precisas y versátiles las 17
sílabas del jaiku.
Los poemas de Josep M. Rodríguez están compuestos por
estrofas breves, de dos o tres versos, en las que se modifica, con el paso de
una a otra, el tono o punto de vista: descriptivo, reflexivo, gnómico. El primero y el tercero se reparten con simetría
estructural arranque y conclusión del poema, pero el tono reflexivo pasa por
diversos grados de interiorización; grados siempre perceptibles en el avance de
las estrofas. El resultado es un poema
resuelto en auténticos círculos
concéntricos sobre el tema, como de hecho afirma el autor en el primer texto:
«yo sólo escribo círculos sobre el papel de nieve». Así, el avance del poema desde las
sensaciones exteriores, a través de los matices de la meditación, hasta la
sentencia final lo convierte en una aventura lírica que busca lo incierto con
aires iniciáticos; el lugar donde «sólo la oscuridad es transparencia».
No sería justo, sin embargo,
relacionar únicamente la despojada descripción inicial con la exactitud
figurativa de los jaikus. La enseñanza
oriental más diestramente absorbida en La caja negra es el uso de la
elipsis entre los movimientos del poema, el modo como una imagen clara, incluso
trivial, de la realidad va sutilmente desdibujándose para encarnar una
inquietante paradoja de la existencia.
SUR-Culturas,
1 de octubre de 2004
Frío
Pre-Textos, Valencia, 2002
Durante el
último Festival de Sitges, en la sección de documentales, se presentó una
interesante película de Xavier Juncosa titulada «Costafreda». Juncosa ha sabido rastrear el desgarro humano
de la vida del poeta Alfonso Costafreda (1926-1974) y sus sucesivos naufragios
sentimentales, y también dar una noticia nítida de las dos grandes traiciones
poéticas que sufrió a manos de sus amigos Jaime Gil de Biedma y José Ángel
Valente. Biedma y Valente, ambos grandes poetas del 50, representan los dos
polos irreconciliables —realismo y vanguardia— en los que se ha dividido la
poesía contemporánea española. Y la soledad de Alfonso Costafreda simboliza el
despreciado camino de síntesis entre los extremos.
Camino de síntesis despreciado en los 50, pero que,
tímidamente, empieza a ser explorado por algunos jóvenes sin duda hastiados de
tan estéril debate poético. Y de esta forma, el rastro perdido de Costafreda en
la poesía contemporánea parece recuperarse.
«Fotografía de Alfonso Costafreda en su despacho de Ginebra» se titula
un poema de Carlos Pardo (1975) situado en el centro de su último libro, Desvelo
sin paisaje (Generación del 27, Málaga, 2002). Y Josep Maria Rodríguez
(1976) ha elegido una hermosa cita de Costafreda para encabezar su libro:
«¿Encontraste cobijo en nueva casa / o vas errante, y sufres bajo el frío?». Y
también para titularlo: Frío.
Los poemas de Josep Maria Rodríguez suelen situarse de un
ámbito cotidiano que se viste con las marcas propias del realismo, algún texto
incluso proporciona un exordio narrativo de carácter funcional: «Llevamos
cuatro noches acampados / en el mismo lugar».
Ahora bien, este tiempo y este espacio concretos que amparan el poema no
lo son nunca de los momentos y lugares memorables de una vida. Al contrario, los versos arrancan de un
desvelo en plena noche, de un día de lluvia, de una tarde sentado en la terraza
mirando el paisaje, de un baño matutino o del instante de asomarse a una
ventana... por estas estampas efímeras, por estos recortes fugaces de tiempo (o
mejor: de Tiempo) se cuela en el
poema otra realidad latente en forma de evocación casual («De repente, / igual
que un hombre bala, / cruza por mi cabeza / el poema de Lowry en que aparece /
un barco a la deriva») o de recuerdo circunstancial. Es decir, sobre un plano biográfico efímero
el poeta escribe un gesto nacido de la ocasión y del azar, y no menos caduco
que el instante que lo ha sugerido. En
este punto del poema, Josep Maria Rodríguez suele cambiar súbitamente de
registro, pasa de la descripción a la reflexión existencial de aire sentencioso
que sin embargo nada puede sentenciar, pues la meditación prende en una materia
que expresamente se ha presentado como escurridiza e inaprensible ante la
voluntad de valoración moral de la vida.
El resultado es el mismo que obtiene quien abraza arenas o aprieta
aguas: «Tal vez hallase dentro alguna historia / que poder explicar años más
tarde». Las constataciones sobre la
esencia del vivir se desvanecen como mero reflejo.
«No es fácil de entender, / pero la realidad esconde
siempre / distintas realidades». De esas otras realidades habla precisamente Frío,
de las que nada se puede aseverar porque
su fluir es indómito y sortea todos los refugios donde el alma pretende hallar
cobijo moral y comprensión. Así, a la
intemperie, creció la poesía de Costafreda y también su vida desgarrada; así —sugiere
Josep Maria Rodríguez— emerge el «frío»
desde las esquinas olvidadizas y desde el tiempo prescindible, instantes y
lugares sin memoria ni importancia donde la vida de repente se revela con una
densidad verdaderamente poética.
EL CIERVO nº 622. Enero de 2003
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