Agustín Calvo Galán, GPS.
Ediciones Amargord. Madrid, 2014
Durante siglos los libros de poemas
se han titulado Poesías. Hoy no. Hoy cada
libro tiene un título. A veces los títulos de libros de poesía parecen de
novela. Aunque es verdad que también hay mucha poesía novelesca. Agustín Calvo
Galán (1968) titula su libro GPS.
Confieso que me da qué pensar. Antes de empezar a leer, claro. Hay un debate
implícito en todo libro de poemas. ¿Debe intervenir la poesía en el presente?
¿Debe la poesía salir en busca de sus lectores o a estos les toca buscarla a
ella? No suele hablarse de estas cosas, pero están ahí cuando alguien titula su
libro GPS queriendo decir: el
presente no es una frontera para la poesía; que sí, ha de salir en busca de
lectores. Incluso donde ya no los hay.
GPS es un libro sobre la identidad. O
mejor, sobre la disolución de la identidad. Desde este punto de vista, su
interpretación del presente, al que el título apela, elude la trampa que suele
tender cualquier presente: la sociología, el costumbrismo. No trata GPS de retratar la superficie cambiante
de lo que está pasando, sino constatar una erosión, la que enuncia con lucidez
el primer verso del libro: «Estoy degradando / el-ser-humano / que soy». Cuando
la poesía ilumina la tiniebla no puede usar la tercer persona. No son otros los
que degradan el-ser-humano que son.
«Soy yo». La poesía no es un género de denuncia, sino de conocimiento. Y
Agustín Calvo Galán inicia en él un tortuoso, a veces también hermético y
laberíntico, camino de desvelos hacia el centro de su propia identidad para, a
través de este proceso, desenmascarar lo que esté ocurriendo en el presente.
GPS está formado por sucesivos círculos
acaso concéntricos. Yo, tú, el cuerpo, el «idioma», la autoridad, las
fronteras, Europa, los muros. A través de estos círculos, que tal vez provocó
la piedra de la indagación al golpear las aguas estancadas del ser, pasan de
uno a otro las diversas constataciones de la identidad. El yo, su escritura, va
«acumulando / las vacías / casillas / del autodefinido». El amor, un tú que
moldea al yo: «Me eres». La lengua —un mito incuestionado de las vanguardias
históricas— se deslíe: «Ni siquiera el idioma / nos ayuda / a ser». La sociedad,
a la que el yo pertenece, se ensimisma: «Encienden su vínculo / tejiendo en los
muros / aspas / alambradas / arenales». Y frente a ese desmoronamiento global,
reuniéndolo tal vez, asoma la imposibilidad de lanzar un grito, de esbozar ni siquiera
un discurso, nada: «Desde la ingle, todo el vacío / de la columna… / en su
ascenso hacia la boca». Fronteras artificiales que se alzan y fronteras naturales
que desaparecen, amores inconclusos, el pleonasmo del deseo… los círculos de la
identidad se disuelven en la imposible construcción de la identidad: «Como si
alguien pudiera decir / qué es ser yo mismo».
Un
GPS incapaz de localizar el punto que
buscaba y al que ha llegado, esta sería la paradoja nuclear del proceso de
indagación: «que yo mismo soy / y poco más». La identidad que permanece cuando
se han diluido todos los trazos de identificación del sujeto. Un llegar a un
lugar que no es ningún lugar, sino «el medio». Un descubrir lo poco le queda al-ser-humano de sí mismo en un mundo en
el que los destinos parecen regidos por sistemas de control remoto. Una casi
nada que deja al sujeto «como un niño que se señala / para decir su propio
nombre». Pero esa casi nada —ese descubrirse sin nada, ni siquiera un nombre— es
también la que resuelve la incógnita del libro, en su última página, a la
manera de Larkin, con un poema de amor.
[Inédito]
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