Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

sábado, 28 de febrero de 2015

Sonata del solitario. «El pulso de las nubes», de Javier Lostalé.


Javier Lostalé, El pulso de las nubes 
Pre-Textos, Valencia, 2014 

Si Javier Lostalé (1942) fuera en lugar de poeta un compositor, El pulso de las nubes bien podría ser el título de una sonata para piano, estructurada en tres movimientos. El primero sería un adagio. El libro empieza con el tempo aletargado de quien toma conciencia de su soledad, el tiempo de quien «se consuma en la vigilia con pulso / de un hondo ser sin nadie». Estos poemas de voz solitaria trazan desde el principio su doble significación. Hay por una parte en ellos una expresión lírica, con vínculos biográficos, que prende en aspectos cotidianos, y junto a esta arraiga una dimensión metafísica, la de la soledad esencial del ser humano. Dos versos, como ejemplo, reúnen ambos sentido, el concreto y el abstracto: «Sin firmamento se desnuda el solitario / mientras es amado por lo que no existe». 
   El segundo movimiento se diría que es un andante. Aquí Lostalé despliega los matices en los que se encarna la exclusiva vocación del solitario: el sueño. Este tempo digresivo se inicia con «Desnudo», un gran poema en el que sublima el esplendor carnal del amor: «No hay en ti desnudo / sino tiempo y espacio en suspensión, / honda sombra con pulso». De nuevo reúne el doble sentido, el vital («con pulso») y el metafísico, que aspira a otra condición más allá de «tiempo y espacio». La parte central del libro desarrolla esta melodía, o tal vez fuera mejor decir que conjuga la ausencia de esta melodía: la memoria, la aspiración, el deseo, los símbolos, la nostalgia, la espera, el espejismo… de aquel fulgor sentido, tal vez un solo instante, ante el cuerpo amado. «Vive quien un día amó». 
    En esta teoría del amor que desarrolla Javier Lostalé llaman la atención los acentos barrocos y románticos, acaso fundidos. El pulso de las nubes bien podría interpretarse, siguiendo la pauta del lema calderoniano, como La vida [pulso] del sueño [nubes], o, mucho más acertado, invirtiéndola: El sueño es la vida. Tal es la voluntad con la que se exalta lo anhelado y quimérico sobre lo real. Otro poema, «Inmortal» evoca el quevedesco amor constante más allá de la muerte. Pero ahora la ambientación presenta una clara raíz romántica, recuerda a Novalis: «…al lugar donde mi sueño contigo / ruede como luna solitaria / por el desnudo ardiente de tu sombra». Esta actitud tiene, como todo en el libro, «doble sepultura». Por una parte arraiga en una sensorialidad romántica («claro de luna», «un espejo en pedazos», «flores de niebla»…), y por otra no elude una metafísica romántica. El poema «Vértigo» sugiere un encuentro casual con una persona desconocida ante la cual el poeta ignora «si en su quietud final / el rostro brilla de lo absoluto, / o máscara es sólo». Es decir, duda de si la experiencia que se abre se convertirá en el amor absoluto o será su remedo. Pues únicamente la condición absoluta del amor sublimará la vida y la transformará, cuando llegue la ausencia, en el ideal que solo el sueño es capaz de encarnar.
     Estas imágenes y esta filosofía románticas no se agotan, sin embargo, como meras citas culturalistas; El pulso de las nubes las plantea como una revitalización del espíritu. Una recuperación de la idealidad, de la sublimación del sueño, del gobierno de la utopía que por chocar con el ser pragmático, con la sociedad economicista y con el amor entendido como una práctica gimnástica en la actualidad cobra un renovado valor como revulsivo. Esta vocación de solitario ensimismado y lúcido, torpe e ilusionado, se erige al final en destino: «Nunca cures / el asma de tu soledad». Los poemas finales reinterpretan la melodía inicial ahora en un tempo más vivaz. Un allegro.

Clarín nº 115. Enero-Febrero, 2015

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