José Mateos
Un año en la otra vida
Pre-Textos, Valencia, 2015
Hubo una época, tampoco hace tantas décadas, en la
que cualquier reseña sobre un diario empezaba con el mismo mantra: la escasez
de prosa memorialista en la literatura española. Tal densidad cobró el tópico
que a sus espaldas pasó desapercibido el que tal vez sea uno de los hechos
literarios más singulares del presente: el creciente valor literario de la
escritura memorialista frente al paulatino declive y mediocridad de la prosa de
ficción, incluso dentro de la obra de un mismo autor.
José
Mateos (1963), que no es un crítico, parece haber leído con sagacidad este
fenómeno. Consciente de la vitalidad que las formas de expresar lo real han
cobrado frente a las fórmulas agotadas de la ficción, inicia un diario no para construir
o decontruir un yo, sino para escribir
un libro. Y este sencillo propósito personal («…después de haber escrito unos
cuantos, reconstruir ese estado de inocencia y esplendor, de asombro que me
hizo escribir mi primer libro») se convierte en un proyecto literario complejo.
No se recurre al diario como una expresión de la memoria, sino como forma
previa a la propia escritura, es decir, como signo que permite anular las otras
marcas posibles: poema, novela, obra dramática. Solo un libro: «Quizá la tarea
de un escritor no consista en otra cosa que en hacer el silencio alrededor».
Una poética que sorprende por ir a contracorriente, con una determinación de
género coherente. Igual que la novela epistolar permitió en otras épocas
acceder sin artificio a la intimidad de personajes desplazados, como en Penas del joven Werther; en el presente
el diario abre las puertas al universo de personajes silenciosos, fugitivos del
bullicio y estridencia en los que vive la novela.
Un
diario en el que desaparece con el ruido el yo
de esta vida. Un anti-diario, se diría. Como quien pretende hacerse una selfie, pero antes de disparar sale fuera
de campo para que se vea sin el obstáculo de su rostro lo que hay detrás. No es
una mala comparación: no se trata de encuadrar una fotografía de paisaje, sino hacer
una selfie sin self. Un diario que es un espejo para ver lo hay detrás del yo que se
está mirando en él. Lo que el yo no puede ver: su otra vida.
El
hilo que cose los días no es la cotidianidad de un yo, sino ciertos motivos
recurrentes y de carácter narrativo cuya disposición en forma de dietario los
realza: unos membrillos que trae a casa, la elegía de Luisa —una novia de
juventud— y, sobre todo, los muertos que aparecen en los lugares más
inverosímiles y dialogan con el autor. En uno de los Sonetos a Orfeo, el XXI, Rilke habla de cómo en primavera la naturaleza
se convierte en un niño que canta lo que le enseñó el invierno («y lo que está
grabado en las raíces»). Es la muerte la que enseña a cantar la vida. Y este es
exactamente el punto de vista desde el que está narrado el libro. En él
confluye una extensa tradición que alguna entrada rememora sin datos eruditos.
Un paseo melancólico, por ejemplo, a la orilla de un río, en la superficie de
cuyo cauce cree ver el rostro de la antigua novia muerta, evoca los paseos de
Petrarca por el mismo paisaje, cuando creía ver la figura de Laura vestida de
blanco que se le aparecía para consolar su dolor. El valor literario de esta
evocación no está, sin embargo, en la referencia culta, sino en el propósito de
devolver a la imagen de Petrarca, desvirtuada por los abusos barrocos del
petrarquismo, la «inocencia y esplendor» que se persigue para su propia
escritura.
No
hay muchos nombres propios. Entre los pocos citados, dos destacan como
ascendientes directos de este diario: Christina Bobin y César Simón. De Bobin
cita incluso el título con el que comparte más elementos formales: Autorretrato con radiador (Árdora,
Madrid, 2006), un diario elegíaco donde José Mateos pudo aprender algunos
recursos para convertir un género menor, un dietario, en un libro mayor. No
creo que sea discutible esta influencia de Bobin. Aunque el autor francés —de
la generación anterior a la de Mateos—personalice «su» muerte en algún momento,
no comparte, sin embargo, el rasgo temático más destacado de Un año en la otra vida, que es el
diálogo, de enorme fertilidad literaria y filosófica, que establece con los
muertos de su vida.
En el 2015, en idénticas fechas, han
coincidido en la imprenta este libro de Mateos y el último de Bobin, Noireclaire (Gallimard), en el que se
rememoran los hechos contados en Autorretrato
con radiador. Lo sorprendente de este nuevo libro es que está escrito con
la intención explícita de saltar la «frágil barrera» que le separa de su amada
muerta. La misma que Mateos ha saltado con solvencia en Un año en la otra vida. Y una de las primera afirmaciones de Bobin
—«La sonrisa es la única prueba de nuestro paso por la tierra»— coincide con
una de las últimas de Mateos —«Ya creo haberlo aprendido: que mi vida crece y
se abre muy lejos de mí, en otras vidas, en otros rostros. En esa sonrisa».
Como si Mateos hubiera sido ahora el maestro de Bobin. La literatura goza
siempre con estas maravillosas e inverosímiles coincidencias. La conversación
que no cesa.
CLARÍN nº 121. Enero-febrero, 2016
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