Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

viernes, 1 de abril de 2016

HUIR HACIA EL INICIO. «Un año en la otra vida» de José Mateos


José Mateos 
Un año en la otra vida 
Pre-Textos, Valencia, 2015

Hubo una época, tampoco hace tantas décadas, en la que cualquier reseña sobre un diario empezaba con el mismo mantra: la escasez de prosa memorialista en la literatura española. Tal densidad cobró el tópico que a sus espaldas pasó desapercibido el que tal vez sea uno de los hechos literarios más singulares del presente: el creciente valor literario de la escritura memorialista frente al paulatino declive y mediocridad de la prosa de ficción, incluso dentro de la obra de un mismo autor.
     José Mateos (1963), que no es un crítico, parece haber leído con sagacidad este fenómeno. Consciente de la vitalidad que las formas de expresar lo real han cobrado frente a las fórmulas agotadas de la ficción, inicia un diario no para construir o decontruir un yo, sino para escribir un libro. Y este sencillo propósito personal («…después de haber escrito unos cuantos, reconstruir ese estado de inocencia y esplendor, de asombro que me hizo escribir mi primer libro») se convierte en un proyecto literario complejo. No se recurre al diario como una expresión de la memoria, sino como forma previa a la propia escritura, es decir, como signo que permite anular las otras marcas posibles: poema, novela, obra dramática. Solo un libro: «Quizá la tarea de un escritor no consista en otra cosa que en hacer el silencio alrededor». Una poética que sorprende por ir a contracorriente, con una determinación de género coherente. Igual que la novela epistolar permitió en otras épocas acceder sin artificio a la intimidad de personajes desplazados, como en Penas del joven Werther; en el presente el diario abre las puertas al universo de personajes silenciosos, fugitivos del bullicio y estridencia en los que vive la novela.
    Un diario en el que desaparece con el ruido el yo de esta vida. Un anti-diario, se diría. Como quien pretende hacerse una selfie, pero antes de disparar sale fuera de campo para que se vea sin el obstáculo de su rostro lo que hay detrás. No es una mala comparación: no se trata de encuadrar una fotografía de paisaje, sino hacer una selfie sin self. Un diario que es un espejo para ver lo hay detrás del yo que se está mirando en él. Lo que el yo no puede ver: su otra vida.
     El hilo que cose los días no es la cotidianidad de un yo, sino ciertos motivos recurrentes y de carácter narrativo cuya disposición en forma de dietario los realza: unos membrillos que trae a casa, la elegía de Luisa —una novia de juventud— y, sobre todo, los muertos que aparecen en los lugares más inverosímiles y dialogan con el autor. En uno de los Sonetos a Orfeo, el XXI, Rilke habla de cómo en primavera la naturaleza se convierte en un niño que canta lo que le enseñó el invierno («y lo que está grabado en las raíces»). Es la muerte la que enseña a cantar la vida. Y este es exactamente el punto de vista desde el que está narrado el libro. En él confluye una extensa tradición que alguna entrada rememora sin datos eruditos. Un paseo melancólico, por ejemplo, a la orilla de un río, en la superficie de cuyo cauce cree ver el rostro de la antigua novia muerta, evoca los paseos de Petrarca por el mismo paisaje, cuando creía ver la figura de Laura vestida de blanco que se le aparecía para consolar su dolor. El valor literario de esta evocación no está, sin embargo, en la referencia culta, sino en el propósito de devolver a la imagen de Petrarca, desvirtuada por los abusos barrocos del petrarquismo, la «inocencia y esplendor» que se persigue para su propia escritura.
       No hay muchos nombres propios. Entre los pocos citados, dos destacan como ascendientes directos de este diario: Christina Bobin y César Simón. De Bobin cita incluso el título con el que comparte más elementos formales: Autorretrato con radiador (Árdora, Madrid, 2006), un diario elegíaco donde José Mateos pudo aprender algunos recursos para convertir un género menor, un dietario, en un libro mayor. No creo que sea discutible esta influencia de Bobin. Aunque el autor francés —de la generación anterior a la de Mateos—personalice «su» muerte en algún momento, no comparte, sin embargo, el rasgo temático más destacado de Un año en la otra vida, que es el diálogo, de enorme fertilidad literaria y filosófica, que establece con los muertos de su vida.
En el 2015, en idénticas fechas, han coincidido en la imprenta este libro de Mateos y el último de Bobin, Noireclaire (Gallimard), en el que se rememoran los hechos contados en Autorretrato con radiador. Lo sorprendente de este nuevo libro es que está escrito con la intención explícita de saltar la «frágil barrera» que le separa de su amada muerta. La misma que Mateos ha saltado con solvencia en Un año en la otra vida. Y una de las primera afirmaciones de Bobin —«La sonrisa es la única prueba de nuestro paso por la tierra»— coincide con una de las últimas de Mateos —«Ya creo haberlo aprendido: que mi vida crece y se abre muy lejos de mí, en otras vidas, en otros rostros. En esa sonrisa». Como si Mateos hubiera sido ahora el maestro de Bobin. La literatura goza siempre con estas maravillosas e inverosímiles coincidencias. La conversación que no cesa. 

CLARÍN nº 121. Enero-febrero, 2016

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