Philip Larkin
Una chica en invierno
Traducción de Marcelo Cohen
Impedimenta, Madrid, 2015
No será difícil considerar Una chica en invierno como la novela con la trama más anodina jamás leída. Hasta el personaje principal, Katherine, se queja de los acontecimientos que le toca protagonizar: «Le habían dado la bienvenida sin dramatismo, incluso con indiferencia… Estaba de lo más decepcionada». Como poeta, Philip Larkin (1922-1985) se ha caracterizado por escribir versos sin un ápice del «dramatismo» que heredó de la época en la que empezó a escribir, tanto el de las vanguardias, por una parte, como el de los realismos existencialistas, incendiados por las guerras mundiales, por otra. Descargar la literatura de todo tipo de énfasis fue el propósito en el que puso más empeño. Incluso le quito énfasis a la propia batalla contra el énfasis. En Jill (1946), su primera novela, se lee este dardo contra las vanguardias: «…el joven rubio le estaba leyendo, con voz suave y ondulante, un poema de una sola oración que parecía durar una eternidad. John no lo entendía; se sirvió más jerez». Esta es precisamente también la clave de toda su poética: escribir lo que se entiende, y tal como se entiende, es decir, con el lenguaje más próximo a la comprensión, que a veces es el coloquial, pero otras, sobre todo en Una chica en invierno (1947), su segunda y última novela, es un realismo intimista muy próximo al de los pintores paisajistas de la escuela británica de la misma época, como L.S. Lowry (1887-1976), Winifred Nicholson (1893-1981) o David Hockney (1937). La protagonista parece corroborarlo: «…de cuando en cuando divisaba algo que le recordaba los paisajes de los cuadros».
La novela se divide en tres partes. La primera y la tercera ocurren en un único día de invierno en una ciudad, lejos de Londres, cuyo nombre no se revela en ninguna página. Tampoco se sabe el país de origen de la protagonista ni las razones que la conducen a Inglaterra por segunda vez. Estos pequeños detalles inconcretos, borrosos, son técnicamente importantes para alejar la novela del realismo de posguerra y subrayar sus valores poéticos. La segunda parte es una retrospección de lo ocurrido seis años antes, cuando Katherine viaja por primera vez a Inglaterra para pasar tres semanas del verano en un pueblo del condado de Oxford invitada por Robin, muchacho de su edad con quien se escribe cartas como parte de un ejercicio escolar. Entre un tiempo y otro ocurren dos hechos importantes: en la historia, ha estallado la gran guerra. La guerra condiciona las circunstancias en las que viven los personajes el día evocado por la novela (por su causa la muchacha se ha refugiado en Inglaterra y el muchacho es ahora un soldado), pero carece de otra presencia en la narración que no sea la de una amenaza que cercena el futuro. E implícito en la narración, los adolescentes del verano ya son dos jóvenes dueños de su propia vida.
Con sutileza Larkin crea paralelismos entre ambos tiempos, sin establecer la frontera entre las razones históricas —la guerra— o las personales —la edad—, siempre entreveradas. Tanto en una época como en otra prevalece la insatisfacción hacia la vida. Durante el verano de la adolescencia por diversas las razones; primero, por la necesidad de naturalidad («¿por qué estaba tan segura de que no actuaba con naturalidad?», pregunta que parece también una exigencia a la literatura) y después, por los desacuerdos entre las fantasías y la realidad. En la época adulta la razón es otra: «Para mí nada tiene mucho sentido». El efecto, sin embargo, coincide en ambos tiempos: la imposibilidad de vivir la vida, y el amor, con intensidad y plenitud; es decir, la frustración.
«Anodino», «aburrimiento», «tedio» son palabras que calan en la narración como la nieve cubre el paisaje por el que transitan los personajes. «¿Qué pasaba cuando alguien perdía la capacidad de sentir?», se preguntan estos en cierto momento y quizá sea también la pregunta que vertebra la novela, aunque con mayor amplitud: ¿qué pasa cuando todo un país pierde la capacidad de sentir? Pues la novela cuestiona nada menos que el ser inglés. Y la respuesta, en la última página, no olvida quitarle todo (absolutamente todo) el énfasis a una cuestión que tampoco oculta sus raíces existencialistas: «en el fondo contentos de que existiera aquel orden, semejante destino». Aquí aparece el más puro Larkin, en el punto antagónico del énfasis y de la «protesta». Tras este párrafo nunca más volvió a escribir narrativa. Tenía veinticinco años y disponía de una clave propia para interpretar la realidad. Los versos le convertirían pronto en uno de los poetas esenciales del siglo XX.
La novela se divide en tres partes. La primera y la tercera ocurren en un único día de invierno en una ciudad, lejos de Londres, cuyo nombre no se revela en ninguna página. Tampoco se sabe el país de origen de la protagonista ni las razones que la conducen a Inglaterra por segunda vez. Estos pequeños detalles inconcretos, borrosos, son técnicamente importantes para alejar la novela del realismo de posguerra y subrayar sus valores poéticos. La segunda parte es una retrospección de lo ocurrido seis años antes, cuando Katherine viaja por primera vez a Inglaterra para pasar tres semanas del verano en un pueblo del condado de Oxford invitada por Robin, muchacho de su edad con quien se escribe cartas como parte de un ejercicio escolar. Entre un tiempo y otro ocurren dos hechos importantes: en la historia, ha estallado la gran guerra. La guerra condiciona las circunstancias en las que viven los personajes el día evocado por la novela (por su causa la muchacha se ha refugiado en Inglaterra y el muchacho es ahora un soldado), pero carece de otra presencia en la narración que no sea la de una amenaza que cercena el futuro. E implícito en la narración, los adolescentes del verano ya son dos jóvenes dueños de su propia vida.
Con sutileza Larkin crea paralelismos entre ambos tiempos, sin establecer la frontera entre las razones históricas —la guerra— o las personales —la edad—, siempre entreveradas. Tanto en una época como en otra prevalece la insatisfacción hacia la vida. Durante el verano de la adolescencia por diversas las razones; primero, por la necesidad de naturalidad («¿por qué estaba tan segura de que no actuaba con naturalidad?», pregunta que parece también una exigencia a la literatura) y después, por los desacuerdos entre las fantasías y la realidad. En la época adulta la razón es otra: «Para mí nada tiene mucho sentido». El efecto, sin embargo, coincide en ambos tiempos: la imposibilidad de vivir la vida, y el amor, con intensidad y plenitud; es decir, la frustración.
«Anodino», «aburrimiento», «tedio» son palabras que calan en la narración como la nieve cubre el paisaje por el que transitan los personajes. «¿Qué pasaba cuando alguien perdía la capacidad de sentir?», se preguntan estos en cierto momento y quizá sea también la pregunta que vertebra la novela, aunque con mayor amplitud: ¿qué pasa cuando todo un país pierde la capacidad de sentir? Pues la novela cuestiona nada menos que el ser inglés. Y la respuesta, en la última página, no olvida quitarle todo (absolutamente todo) el énfasis a una cuestión que tampoco oculta sus raíces existencialistas: «en el fondo contentos de que existiera aquel orden, semejante destino». Aquí aparece el más puro Larkin, en el punto antagónico del énfasis y de la «protesta». Tras este párrafo nunca más volvió a escribir narrativa. Tenía veinticinco años y disponía de una clave propia para interpretar la realidad. Los versos le convertirían pronto en uno de los poetas esenciales del siglo XX.
Philip Larkin
CLARÍN nº 120, noviembre-diciembre, 2015
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