Hay en Federico García Lorca desde sus inicios un gran entusiasmo y una gran seguridad formal sobre aquello que está escribiendo. La publicación de sus inéditos juveniles ha desvelado una numerosa colección de extensos poemas de aire modernista, con muchos trazos noventayochistas también, compuestos por estrofas cerradas. A estas le siguen los poemas breves, abiertos, de impronta tradicional de sus primeros libros publicados. Los romances, muchos y largos, ocupan su período literario más carismático. Luego, Poeta en Nueva York persigue un verso libérrimo, cuando no un versículo, que se desparrama por la página siguiendo un ritmo que no está contemplado en los manuales de retórica. Lorca, emocionado con sus poemas de esta época sueña con editar un volumen «de 300 páginas». Concluido el último poema de esta extensa serie, los versos vuelven a cuajar en la más rigurosa de las formas poéticas: el soneto. Y en este momento un disparo de madrugada interrumpía la lista, el entusiasmo y la seguridad formal de Lorca.
Estrofas modernistas, arte menor neopopular, romances, versículos surrealistas y endecasílabos de soneto... fueron escritos, cada uno en su momento, con una convicción poética que no alberga sospechas de una duda. Con parecido entusiasmo construyó paso a paso su obra dramática, pero mientras esta ofrece una línea evolutiva firme y de una coherencia asombrosa, la obra poética muestra estos saltos formales tan bruscos. Brincos que no sólo afectan a las formas, claro, pues el mundo que expone cada metro busca una identidad estilística cuyo punto final aparece junto al final de cada tipo de estrofa.
Esta discontinuidad formal tan acentuada —que sólo afecta a su obra poética— delata un conflicto oculto en aquella seguridad formal con la que Lorca parecía emprender cada uno de sus períodos poéticos. Este conflicto está formado por la esencial insatisfacción que late bajo el aparente entusiasmo formal de la escritura lorquiana, y crea, entre sus sucesivas mutaciones, una relación auténticamente «dramática»; tanto por el diálogo que se establece entre concepciones poéticas tan dispares como por el propio conflicto que supone que cada una sucumba ante la seducción formal opuesta: del romance al poema en verso libre, y de este al soneto.
La modernidad de Lorca —a veces cuestionada por la estrechura de alguno de sus mundo poéticos— depende «también» de este factor. En primer lugar, Lorca bien pudo perpetuar cualquiera de sus períodos —lo hizo tal vez en el primerísimo, aquel de sus años adolescentes que ha permanecido inédito hasta fechas recientes; algo obvio y recomendable— y escribir un par de «poemas del cante jondo» y al menos cuatro «romanceros» (después del «gitano» podrían haber seguido otros, como el de «los negros de Nueva York», que hubiera impedido, claro, que escribiera, por ejemplo, la «El rey de Harlem»). Lorca podría haber continuado el camino del triunfo y la repetición que siguiera un Villaespesa, y sin embargo ese conflicto «moderno» (cada forma lleva implícita su destrucción) que anidaba en su obra se lo impidió.
En segundo lugar, cabe interpretar el diálogo y el conflicto entre formas —«drama» tan lorquiano como los de sus dramas— como una suerte de despersonalización creativa, en el sentido de que Lorca no fue un único poeta de personalidad única, sino una sucesión discontinua y conflictiva de poetas. Si Pessoa creo el «drama em gente», Lorca bien pudo poner en práctica el «drama en formas métricas».
Estrofas modernistas, arte menor neopopular, romances, versículos surrealistas y endecasílabos de soneto... fueron escritos, cada uno en su momento, con una convicción poética que no alberga sospechas de una duda. Con parecido entusiasmo construyó paso a paso su obra dramática, pero mientras esta ofrece una línea evolutiva firme y de una coherencia asombrosa, la obra poética muestra estos saltos formales tan bruscos. Brincos que no sólo afectan a las formas, claro, pues el mundo que expone cada metro busca una identidad estilística cuyo punto final aparece junto al final de cada tipo de estrofa.
Esta discontinuidad formal tan acentuada —que sólo afecta a su obra poética— delata un conflicto oculto en aquella seguridad formal con la que Lorca parecía emprender cada uno de sus períodos poéticos. Este conflicto está formado por la esencial insatisfacción que late bajo el aparente entusiasmo formal de la escritura lorquiana, y crea, entre sus sucesivas mutaciones, una relación auténticamente «dramática»; tanto por el diálogo que se establece entre concepciones poéticas tan dispares como por el propio conflicto que supone que cada una sucumba ante la seducción formal opuesta: del romance al poema en verso libre, y de este al soneto.
La modernidad de Lorca —a veces cuestionada por la estrechura de alguno de sus mundo poéticos— depende «también» de este factor. En primer lugar, Lorca bien pudo perpetuar cualquiera de sus períodos —lo hizo tal vez en el primerísimo, aquel de sus años adolescentes que ha permanecido inédito hasta fechas recientes; algo obvio y recomendable— y escribir un par de «poemas del cante jondo» y al menos cuatro «romanceros» (después del «gitano» podrían haber seguido otros, como el de «los negros de Nueva York», que hubiera impedido, claro, que escribiera, por ejemplo, la «El rey de Harlem»). Lorca podría haber continuado el camino del triunfo y la repetición que siguiera un Villaespesa, y sin embargo ese conflicto «moderno» (cada forma lleva implícita su destrucción) que anidaba en su obra se lo impidió.
En segundo lugar, cabe interpretar el diálogo y el conflicto entre formas —«drama» tan lorquiano como los de sus dramas— como una suerte de despersonalización creativa, en el sentido de que Lorca no fue un único poeta de personalidad única, sino una sucesión discontinua y conflictiva de poetas. Si Pessoa creo el «drama em gente», Lorca bien pudo poner en práctica el «drama en formas métricas».
Contrastar estas dos razones de modernidad en la obra resulta sencillo. Basta con medir versos aquí y allá. Más enjundia tiene enfrentar los ámbitos temáticos que acompañan a las formas. Creo, sin embargo, que este conflicto puede llegar más lejos, y se puede mostrar con la lectura de dos poemas, interpretándolos a la luz de esta reflexión. «Sorpresa» describe la súbita muerte de alguien en la calle y el eco que suscita. ¿No podría ilustrar también la súbita muerte de las formas métricas una vez convertidas en eco? «Vuelta de paseo» contiene, a su vez, un verso decisivo (y magnífico) en la voluntad despersonalizadora de Lorca: «Tropezando con mi rostro distinto de cada día».
El Ciervo nº 570-571, septiembre-octubre, 1998
El Ciervo nº 570-571, septiembre-octubre, 1998
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