Prólogo a La voz que mora en la
calle
Una frase
de Fernando Pessoa ha hecho fortuna y ha acabado convirtiéndose, con el
embeleso por los tópicos que caracteriza a nuestros contemporáneos, casi en un
lema publicitario. Es aquella que
proclama: Mi patria es la lengua portuguesa. Quienes la repiten acaso no hayan caído en la cuenta de que su autor
tuvo plena competencia (profesional, personal y literaria) en tres grandes
lenguas de cultura y fue poeta en tres «patrias» diferentes en el curso de su
vida. De ahí la perversidad profunda del
tópico actual: ignorar la irresistible seducción que significa el hecho de que
existan otras lenguas a nuestro lado. Mi
patria, cabría comprender ahora el adagio pessoano, es el acento (sotaque)
que tengo cuando hablo otras lenguas.
Sé que la «patria» pessoana de António
Manuel Couto Viana (1923-2010) es la lengua portuguesa, y la mía es la lengua
castellana. Sin embargo, él ha escrito los
poemas de La voz que mora en la calle en mi lengua y yo admiro en ellos
el acento (sotaque) tan dulce e insólito que en sus versos escucho. Una lengua es siempre una moneda que corre
entre las gentes, que se gasta y renueva incesante e incomprensiblemente; como
en cualquier intercambio, se comparte lo que se entrega y lo que se recibe. Y
una patria sólo tiene valor si es un lugar acogedor y discreto donde invitar a
tomar café y pastas a ciudadanos de otras patrias. La voz que mora en la calle es, sobre
todo, eso: el regalo que se lleva cuando uno va a ser bien recibido en una
casa.
¿Qué es lo primero que nos atrae de una
lengua que no es nuestra lengua? Sin duda, el sonido que tienen las lenguas al
cantar; y en especial, la música que crean al adoptar las formas tan
elementales como efectivas de las canciones tradicionales. Tal vez sea ésta la
razón por la que cuando un poeta se acerca a otra lengua, suele dejarse
seducir por estrofas, ritmos, rimas y
metros de la poesía tradicional. Aquella
que tiende sus raíces en el origen mismo de la lengua; aquella, casi podría
decirse, que supuso la verdadera conciencia de identidad frente a las lenguas
con las que comparte origen. Como hicieron Federico García Lorca en sus «Seis
poemas galegos» (1934) o el poeta vanguardista Gabino-Alejandro Carriedo en sus poemas en portugués de «Lembranças e
deslembranças» [1972-1980], ahora António Manuel Couto Viana escucha la música
íntima de la lengua hermana —su ritmo, su sonoridad vocálica, su aspereza (tan
dulcemente mitigada), tan diferentes de la lengua propia— y escribe en ella,
con ella, desde dentro de ella, un magnifico libro.
Lo que ha escrito António Manuel Couto
Viana tiene además otra manera de emparentar con la tradición más antigua de
las lenguas románicas. La voz que mora en la calle remite directamente a
aquellas cancioncillas de los siglos X y XI, la primera muestra —como dicen los
manuales de historia literaria— de poesía lírica en una lengua romance: las
jarchas. Los poetas árabes cultos de la
época se dejaron seducir por las cancioncillas mozárabes que oían cantar a los
cristianos, aunque mejor será decir a las cristianas, por las calles, y
prendados de su belleza, las incluyeron en sus «moaxajas», sus composiciones
cultas en árabe clásico. Hasta aquella lejana época auroral de nuestra cultura
remite el gesto poético de Couto Viana: hoy como entonces el poeta se deja
seducir por la música elemental y única de una lengua que no es su lengua, aunque la poesía,
siempre generosa y propicia a la aventura, le permita compartirla como si lo
fuera.
El asunto de estos poemas en castellano
de António Manuel Couto Viana es la vida de «la calle», de la misma forma que
libros anteriores suyos trataban sobre la estancia en un hospital o el universo
de los cafés de suburbio. De hecho, han sido escritos en castellano porque no
otra es la lengua de la calle donde el poeta se encuentra al escribirlos. Es el
primer protagonismo de “la calle”, previo incluso a su fijación temática. A
diferencia de títulos como Hospital o Café de suburbio, “la
calle” de estos poemas en castellano no se conforma con ser el mero asunto del
libro, un simple referente de la escritura. Los lectores del poeta tal vez
esperen que “la calle” mantenga el gusto por la realidad (no confundir con el
«realismo», que implica un registro lingüístico que se sitúa en el polo opuesto
de su lengua literaria) que le caracteriza. Quizá esperen ver “la calle” como
el lugar donde ocurren hechos que el poeta describe con deliciosa ironía o
donde se cruzan pensamientos de delicado lirismo, como acostumbra. Lo que van a leer, ahora poco tiene que ver
con un libro que Couto Viana hubiera escrito sobre “la calle”... en portugués.
La
música de las canciones tradicionales, diestramente trabada con metros y rimas,
no es sólo música: es también una manera de mirar la realidad. O mejor será decir: es una manera irreal de
mirar la realidad. La irrealidad de la canción tradicional está trabada por
figuras retóricas igualmente sencillas y eficaces, como la personificación. La
poesía tradicional ha vivido siempre en una suerte de fiesta pagana donde los
objetos naturales (o los personajes sin identidad: pastores...) se convierten
en deidades, es decir, en transmisores irreales de realidad. La poesía de Couto
Viana, de raíz culta y dueña de un sujeto plenamente post-renacentista
(consciente de su identidad), sigue en sus libros principales procesos
prosódicos ajenos a esta mirada ingenua y panteísta de lo popular. En sus libros... en portugués. Porque en éste
no sólo se ha dejado prender por la música ancestral de la lengua hermana, sino
que se ha dejado seducir también por su modo de mirar, por su modo de
decir. “La calle” no es el asunto de
estos poemas, “la calle” no es el referente de la escritura; “la calle”
despierta, se vuelve, se entristece, llora, sale de paseo e incluso, maliciosa,
«mira la mujer desnuda / en la ventana vecina».
“La calle” es aquella deidad irreal de la que se sirve la imaginación
tradicional para transmitir una realidad múltiple, voluble, anónima, mágica...
no sometida aún a la fijación racional del sujeto, a su dictadura.
Parecía que este libro contenía la
única renuncia a la lengua entendida como una patria, y con sorpresa el lector
(o mejor será decir: la condición de lectura exigida por el texto) descubre que
existe una renuncia mayor, una ambición de más envergadura: Couto Viana no sólo
ha prescindido de la lengua portuguesa en estos poemas, sino también ha
prohibido la entrada en sus versos al sujeto poético de su obra. En esta doble renuncia se cifra la
estremecedora lección de humildad que supone un libro como La voz que mora
en la calle. Y de paso, en esta humildad se descubre otra paradoja que
ilumina: la pasión estética por la tradición camina de la mano con la razón
ética de la modernidad: yo es también el otro.
[2001]
[2001]
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