Málaga luce amplios paseos y
avenidas que calcan la línea de un mar que —dicen— existe tras edificios y
masas arbóreas. Y tiene también Málaga una calle —sobre todo una— que serpentea
en busca del mar y en su camino atrae muchedumbres como un pequeño afluente
donde desembocaran los grandes ríos urbanos. Es la calle Larios. En el número 6
vivía durante los años treinta la familia que formaron María Pepa Estrada,
excelente pintora naïf cuyos
decorados de Los cuernos de don Friolera
merecieron un Premio Nacional, y el médico Manuel Pérez Bryan, a quien Marañón
cita como «maestro de la medicina española». Al tercero de sus cinco hijos, que
nació un 16 de febrero de 1934 en la calle Larios, le llamaron Rafael. Entre la
actividad profesional paterna y la artística materna, Rafael decidió quedarse
con ambas herencias y hoy es un prestigioso abogado en su ciudad y un poeta,
imaginativo y brillante, en todos los lugares a donde llegan sus libros. Al
último, Ladrón de atardeceres (1998),
la editorial Plaza & Janés lo ha colgado con una portada en blanco y negro
en mitad del sofrito de colores que desborda los kioscos.
Los sucesos de la
guerra «incivil» —como le gusta adjetivar a Pérez Estrada, atento siempre al
espesor de las palabras— apartaron de la calle Larios, arrasada y quemada, a la
familia, que se instaló en un caserón de la calle Carreterías, en la Málaga
antigua. «Los primeros recuerdos de la vida son visuales», observa Pasolini e intuye que «esa imagen es un signo [que] comunica o expresa
algo». Las paredes estucadas, los salones espaciosos y amueblados deprisa, las columnas y
mármoles de otro siglo conforman la primera «lección de cosas» del niño Rafael.
Un teatrillo, regalo del padre al regreso de un viaje a Madrid, completa el
paisaje de irrealidades y fantasías del piso de la calle Carreterías. La
segunda «lección» llega en forma de libros, los volúmenes de exquisita
tipografía de la colección Araluce donde se aficiona a la lectura. Ambos
«signos» siguen latiendo bajo la figura literaria del poeta Rafael Pérez
Estrada. Si es cierto que durante muchos años ha preferido publicar sus libros
en cuidadísimas ediciones y tiradas mínimas, siguiendo los pasos de la
colección Araluce; no lo es menos que el recuerdo del piso fantasmagórico y del
teatrillo habrá de pervivir en los
tiempos inciviles y agrestes que su biografía tuvo que transitar. El joven
Rafael decide evitar desde el principio
el ambiente opaco de la posguerra como materia literaria y se lanza a abrir las
ventanas que dan al mar («¿Quién pude decir mar impunemente?») de la
imaginación. Este rechazo poético a una
realidad empobrecida y vil no impide, claro, la existencia en él de un profundo
sentimiento de solidaridad humana, evidente en todos sus actos —ahora sí—
«civiles».
En este punto biográfico, en puertas de la creación poética, hay que
subrayar el hecho de que ni la realidad circundante, ni la peripecia vital
susceptible de ser anotada en una cronología, ni siquiera los paisajes que le
rodean pueden rastrearse de una manera directa
en la obra poética de Pérez Estrada. A este concepto del sujeto apartado de su
contexto biográfico y situado en un ámbito estrictamente emocional e
imaginativo el propio autor lo ha denominado «yo evasivo». Este ámbito
emocional, sin embargo, apela también a una biografía; una biografía-otra imposible de ser descrita, evadida. Pondré un pequeño ejemplo: el anuncio de un bote de leche
condensada de la época, donde aparecía el dibujo de un niño mostrando esa misma
lata (con un niño y la misma lata, y así sucesivamente) supuso para el niño
Rafael un descubrimiento poético de mayor rango emocional que cualquier
circunstancia histórica.*El universo de la creación y su conciencia nace en Granada,
donde el joven Rafael había ido a cursar en los años 50 estudios de Derecho. La
doble herencia familiar le permite, al principio, seguir los cursos y
frecuentar la vida artística. En Granada conoce a Thornton Wilder, autor de Los Idus de marzo, y a la poeta Elena
Martín Vivaldi; y de regreso a Málaga, en vacaciones, tentado ya por la
escritura, entabla amistad con dos jóvenes que entonces escribían una poesía
secreta y desbordada: Pablo García Baena y Vicente Núñez. A ellos pronto se
unen Alfonso Canales y el editor Ángel Caffarena. El meandro de las tertulias,
el paganismo de las noches y la atracción del desorden tanto sedujeron al joven
estudiante que a punto estuvo de abandonarse en la exclusiva herencia materna,
es decir, artística. La sutil intervención paterna le devolvió al camino
del Derecho. El poso de la bohemia
literaria se mantuvo latente, y en cuanto pudo, el joven licenciado se instaló
en Madrid para reavivirlo. Fue solo un año, aunque transitado en la ebriedad de
un carpe diem más literal que
literario.
La bohemia desemboca pronto en un fuerte dolor de muelas que le
devuelve a Málaga. Junto a otro abogado joven, abre despacho en un piso que, en
las tardes de invierno, les pareció especialmente acogedor y calentito. Al
llegar el verano, sin embargo, descubrieron con pavor que el piso se hallaba
sobre el obrador de una confitería y se vieron obligados a recibir a los escasos
clientes en un café.
Hoy [1999] Rafael Pérez Estrada, alejado ya del Derecho
activo, escribe diariamente desde una pequeña galería cubierta de un piso alto
en un edificio moderno del Paseo Marítimo. Enfrente sólo se alzan mar y cielos,
y desde su escritorio el poeta, rodeado de tallas barrocas, dirige un barco
magnífico que se adentra en el Mediterráneo, el mar («¿Quién
pude decir mar impunemente?») que impregna con su azul —imaginado por un
filósofo de Al-Andalus, aquel que descubrió que quien se mira en un espejo
ajeno acaba pareciéndose al dueño del objeto— el sueño de sombras, ángeles,
nubes, animales fantásticos y flores inexistentes que habitan la imaginación
del poeta.
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