Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

miércoles, 8 de marzo de 2017

Ángeles y sombras en Rafael Pérez Estrada


Málaga luce amplios paseos y avenidas que calcan la línea de un mar que —dicen— existe tras edificios y masas arbóreas. Y tiene también Málaga una calle —sobre todo una— que serpentea en busca del mar y en su camino atrae muchedumbres como un pequeño afluente donde desembocaran los grandes ríos urbanos. Es la calle Larios. En el número 6 vivía durante los años treinta la familia que formaron María Pepa Estrada, excelente pintora naïf cuyos decorados de Los cuernos de don Friolera merecieron un Premio Nacional, y el médico Manuel Pérez Bryan, a quien Marañón cita como «maestro de la medicina española». Al tercero de sus cinco hijos, que nació un 16 de febrero de 1934 en la calle Larios, le llamaron Rafael. Entre la actividad profesional paterna y la artística materna, Rafael decidió quedarse con ambas herencias y hoy es un prestigioso abogado en su ciudad y un poeta, imaginativo y brillante, en todos los lugares a donde llegan sus libros. Al último, Ladrón de atardeceres (1998), la editorial Plaza & Janés lo ha colgado con una portada en blanco y negro en mitad del sofrito de colores que desborda los kioscos.
    Los sucesos de la guerra «incivil» —como le gusta adjetivar a Pérez Estrada, atento siempre al espesor de las palabras— apartaron de la calle Larios, arrasada y quemada, a la familia, que se instaló en un caserón de la calle Carreterías, en la Málaga antigua. «Los primeros recuerdos de la vida son visuales», observa  Pasolini e intuye que «esa  imagen es un signo [que] comunica o expresa algo». Las paredes estucadas, los salones espaciosos y amueblados deprisa, las columnas y mármoles de otro siglo conforman la primera «lección de cosas» del niño Rafael. Un teatrillo, regalo del padre al regreso de un viaje a Madrid, completa el paisaje de irrealidades y fantasías del piso de la calle Carreterías. La segunda «lección» llega en forma de libros, los volúmenes de exquisita tipografía de la colección Araluce donde se aficiona a la lectura. Ambos «signos» siguen latiendo bajo la figura literaria del poeta Rafael Pérez Estrada. Si es cierto que durante muchos años ha preferido publicar sus libros en cuidadísimas ediciones y tiradas mínimas, siguiendo los pasos de la colección Araluce; no lo es menos que el recuerdo del piso fantasmagórico y del teatrillo habrá de pervivir en  los tiempos inciviles y agrestes que su biografía tuvo que transitar. El joven Rafael decide evitar desde el  principio el ambiente opaco de la posguerra como materia literaria y se lanza a abrir las ventanas que dan al mar («¿Quién pude decir mar impunemente?») de la imaginación.  Este rechazo poético a una realidad empobrecida y vil no impide, claro, la existencia en él de un profundo sentimiento de solidaridad humana, evidente en todos sus actos —ahora sí— «civiles».
    En este punto biográfico, en puertas de la creación poética, hay que subrayar el hecho de que ni la realidad circundante, ni la peripecia vital susceptible de ser anotada en una cronología, ni siquiera los paisajes que le rodean pueden rastrearse de una manera directa en la obra poética de Pérez Estrada. A este concepto del sujeto apartado de su contexto biográfico y situado en un ámbito estrictamente emocional e imaginativo el propio autor lo ha denominado «yo evasivo». Este ámbito emocional, sin embargo, apela también a una biografía; una biografía-otra imposible de ser descrita, evadida. Pondré un pequeño ejemplo: el anuncio de un bote de leche condensada de la época, donde aparecía el dibujo de un niño mostrando esa misma lata (con un niño y la misma lata, y así sucesivamente) supuso para el niño Rafael un descubrimiento poético de mayor rango emocional que cualquier circunstancia histórica.*El universo de la creación y su conciencia nace en Granada, donde el joven Rafael había ido a cursar en los años 50 estudios de Derecho. La doble herencia familiar le permite, al principio, seguir los cursos y frecuentar la vida artística. En Granada conoce a Thornton Wilder, autor de Los Idus de marzo, y a la poeta Elena Martín Vivaldi; y de regreso a Málaga, en vacaciones, tentado ya por la escritura, entabla amistad con dos jóvenes que entonces escribían una poesía secreta y desbordada: Pablo García Baena y Vicente Núñez. A ellos pronto se unen Alfonso Canales y el editor Ángel Caffarena. El meandro de las tertulias, el paganismo de las noches y la atracción del desorden tanto sedujeron al joven estudiante que a punto estuvo de abandonarse en la exclusiva herencia materna, es decir, artística. La sutil intervención paterna le devolvió al camino del  Derecho. El poso de la bohemia literaria se mantuvo latente, y en cuanto pudo, el joven licenciado se instaló en Madrid para reavivirlo. Fue solo un año, aunque transitado en la ebriedad de un carpe diem más literal que literario. 
     La bohemia desemboca pronto en un fuerte dolor de muelas que le devuelve a Málaga. Junto a otro abogado joven, abre despacho en un piso que, en las tardes de invierno, les pareció especialmente acogedor y calentito. Al llegar el verano, sin embargo, descubrieron con pavor que el piso se hallaba sobre el obrador de una confitería y se vieron obligados a recibir a los escasos clientes en un café. 
    Hoy [1999] Rafael Pérez Estrada, alejado ya del Derecho activo, escribe diariamente desde una pequeña galería cubierta de un piso alto en un edificio moderno del Paseo Marítimo. Enfrente sólo se alzan mar y cielos, y desde su escritorio el poeta, rodeado de tallas barrocas, dirige un barco magnífico que se adentra en el Mediterráneo, el mar («¿Quién pude decir mar impunemente?») que impregna con su azul —imaginado por un filósofo de Al-Andalus, aquel que descubrió que quien se mira en un espejo ajeno acaba pareciéndose al dueño del objeto— el sueño de sombras, ángeles, nubes, animales fantásticos y flores inexistentes que habitan la imaginación del poeta.

[Anarda nº 2. Las Palmas, enero de 1999]

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