«Una ventana al mar en 1985 —escribe Rafael Pérez Estrada en una nota redactada en 1992 con voluntad de poética— cambió el destino de mi obra».
Si
fuera posible dibujarlos, los destinos literarios mostrarían figuras de
una geometría voluble y caprichosa. Los hay que parecen sacudir con su abultada
y repentina presencia; una vez debilitado el efecto Doppler, a veces la lejanía
los confunde con los guijarros del camino. Y los hay que acompañan la melancolía
de la tarde como la lluvia menuda de noviembre. Sus figuras a veces son
ascendentes y otras descendentes, cóncavas o piramidales, en zigzag, en
paralelo, en broma o rectilíneas.
La figura geométrica
que quiere dibujar el actual destino literario de Rafael Pérez Estrada fue trazado
por Euclides y pintada por Rothko: es el cuadrado. El Cuadrado Azul: una ventana al mar…
…En
1985. Para explicar el sentido de esta fecha del modo más sucinto posible solo
se me ocurre anotar otra fecha: 1916. Lo que supuso 1916 para la poesía
juanramoniana —la inflexión entre el simbolismo de escuela, externo, y una
poética drásticamente personal—, lo supone también 1985 para Pérez Estrada. Lo externo, la escuela, en Pérez Estrada, son
las vanguardias: «creo que mi hacer —declara en 1978— tiene mucho de surreal».
Ese aire neosurrealista —pese a que «rechace el automatismo»— tradujo el intento
de ciertos escritores inquietos por sabotear la preponderancia del realismo existencialista
durante la posguerra europea. En otras tradiciones se vivió con mayor
intensidad ese reavivar la brasa vanguardiasta a partir de los años cuarenta y cincuenta;
en España se limita al Postismo, como grupo, y a algunos poetas instalados —y
cercados— en su periferia, como Juan
Eduardo Cirlot o Miguel Labordeta. El Pérez Estrad a de Valle de los Galanes (1968), Revelaciones...
(1970), Informe (1972)... responde al
modelo de escritor neovanguardista vigente en esa época.
En
los primeros libros de Pérez Estrada hay, sin embargo, algunos rasgos que apuntan
hacia las obsesiones personales del poeta,
aquellas que precisamente van a brillar a partir de la inflexión de 1985 . Así Testal Encíclica (1972) presagia el
juego voluptuoso con la cultura y la erudición, y Obeliscos (1969) —tal vez la obra más personal del primer Pérez
Estrada— anuncia con sorprendente lucidez la poética de la imaginación, que solo se
va a desarrollar plenamente a partir de 1985:
[...]
¿Con quién hablas?
—Conmigo.
¿Estás solo?
—Estamos solos.
¿Quién?
—Yo y Yo.
¿Qué hacer?
—Creemos a los ángeles,
arcángeles, serafines. . .
Estos versos iniciales de los «Obeliscos
angélicos» coinciden exactamente con una de las afirmaciones fundacionales de
su obra: «en Málaga a veces me aburro, entonces invento Málaga». Donde la
acción de inventar no es término
difuso o genérico, ni un buen propósito o una ambigua propuesta; sino que —al
contrario— esa «Málaga —realidad— inventada» posee ya el calado conocido a través
de títulos como Libro de los Reyes, Tratado de las nubes, La sombra del Obelisco, o El Domador.
No
es , sin embargo, esta la única coincidencia entre el poema inicial de Obeliscos (1969) —dentro de la época
neovanguardista— y la concepción literaria madura y personal posterior.
Si hay algo
claro en el desorden con que las vanguadias históricas trataron de dinamitar la
construcción de la cultura occidental, es el conflicto a tumba abierta contra
la vigencia del «yo» romántico en la obra literaria. No sé si, como anunciaba
Zaratustra de Dios, el «Yo lírico ha muerto» definitivamente, aunque sí es
cierto que después de las vanguardias ha debido transfigurarse, tal vez solo
para que el arte siga existiendo. Muerto el lirismo romántico, le sucede bien
un yo-objetivo (poesía experimental), o un yo-despersonalizado (Eliot), o un yo-colectivo
(poesía social), o un yo-lingüístico (neosurrealismo)... Y también —no se ha de
olvidar— otras opciones personales, como el yo-desplazado en el tiempo de
Cavafis, o el yo-disgregado en el espacio de Pessoa. Siempre aparece un sujeto poético
convaleciente y astillado, cuya unidad y fuerza parecen ya irrecuperables.
El «yo»
reduplicado (y enseguida multiplicado) que intuye Pérez Estrada en los Obeliscos («Yo y Yo»… Creemos ángeles…»)
propone una solución personal al conflicto del sujeto poético en el arte del
siglo XX. Solución que va a permitirle trascender de la neovanguardia de la
época a la poética de la imaginación.
En la nota, ya
citada, de 1992 la idea se expresa, siempre en forma connotativa, con una mayor
profundidad: «En una imposible aproximación plástica, es decir, emblemática, la
imagino así [a la poesía]: El ángel, que añadía al esplendor de las alas la la
sobriedad de un traje de noche, me conduce ante un portón cerrado: Mira —dice—,
y podrás entender el símbolo secreto de la emoción poética: y era una habitación
cerrada y cubierta de espejos. En su interior, una ave volaba infinita».
Los espejos en la habitación
cerrada repiten hasta ei infinito la imagen del ave que el sujeto —junto al
ángel— contempla como símbolo de la emoción poética. Es decir, esta emoción ha perdido
su dependencia directa del yo, ahora depende de los espejos que al enfrentarse
son capaces de crear el infinito. Y estos espejos no son otra cosa que el efecto —sobre el sujeto— de la imaginación. Es decir,
la posibilidad de crear con algo finito (el objeto reflejado, por ejemplo, en
el espejo al borde del camino de Balzac) algo infinito (la imagen del objeto,
el ave repetida en los espejos enfrentados). Frente al objeto único reflejado
en el espejo único se halla un único sujeto que percibe, frente al objeto
escindido en infinitas imágenes se encuentra el sujeto escindido en infinitas percepciones.
Las dos vertientes
que se han identificado en la poética de Rafael Pérez Estrada —antes de 1981
como intuición, y después como culminación de un proceso creativo drásticamente
personal—, primero la la invención de la realidad y segundo la disgregación infinita
del yo, son laderas de una misma montaña que se podría denominar Imaginación: «A través de la imaginación
—declara el poeta en 1990— descubro las posibilidades de la trascendencia».
Ahora bien, «trascendencia»
puede ser, en poesía, una apreciación equívoca y difusa. Es necesario, por lo tanto,
ajustar el exacto sentido que pueda tener para el autor. Hay una brevedad que
es capaz de proporcionar un pista más concreta; la cita el propio Pérez Estrada
en su nota con voluntad de poética de 1992:
«Supe que era el asesino del mar porque tenía las manos teñidas de azul».
La muerte del «mar»
(ya sea símbolo de la realidad —al ser reinventada— o del «yo lírico» al
resultar disgregado hasta el infinito—) deja las manos del artista contemporáneo «teñidas de azul», es
decir, impregnadas con la artisticidad que la tradición había consagrado a la
realidad (mímesis clásica) o al yo (romanticismo). No veo definición más lúcida
de una poética de vanguardia.
Ahora bien, «el
azul» remite inmediatamente a la «ventana aI mar» que «en 1985 cambió el
destino de mi obra». La nota sigue: «descubro en mis palabras un deseo de
acoplarse al pulso intenso de lo azul». En ese «deseo... de lo azul», es decir,
en ese deseo de artisticidad puede perfectamente cifrarse la trascendencia. La
imaginación será, según la cita arriba anotada, la exploración de las
posibilidades «de lo azul», de la capacidad misma de concebir arte. Esta idea
de lo trascendente una vez formulada, sin embargo, se desintegra en favor de la
seducción de lo inmanente e inmediato —y ésta es la tercera y más secreta
propiedad de la imaginación, una capacidad para mantenerse alerta frente al
idealismo. Un poema de Los oficios del
sueño Io señala con claridad: «El azul es un estado de gracia, afirmó una
tarde en Madrás un joven místico, mientras se abandonaba al inquietante perfume
de un abdullah».
El arte —lo
azul— es «un estado de gracia», pero una vez constatado, su efecto languidece
frente a una belleza sensual, concreta y penetrante: el «inquietante perfume»
de la verdadera realidad; esa realidad —parece querer decirnos Pérez Estrada en
sus «poéticas»— que ha escapado del realismo y solo es posible capturarla en
las Málagas inventadas, en las infinitas alas del ángel o en sí misma —su perfume,
su tacto, su imagen... En suma: en la imaginación.
[Rafael Pérez Estrada & alii,
El levitador y su vértigo. Calambur,
Madrid, 1999. Págs. 259-262]
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