Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Las redacciones escolares que ningún profesor le pidió a Robert Walser


LOS CUADERNOS DE FRITZ KOCHER, de Robert Walser 
Pre-Textos, Valencia, 2007

Con catorce años Robert Walser (1878-1956) abandona la escuela por problemas económicos de la familia. Hasta los diecisiete se forma como aprendiz de banca y a esa edad obtiene su primera ocupación como oficinista en Biel, su ciudad. Pocos meses más tarde, se despide y se traslada a Stuttgart, donde vive su hermano. Aunque es un empleado competente que sus superiores aprecian, al joven Walser no parece seducirle hacer carrera dentro de una oficina. Descubre el teatro y quiere ser actor; pero olvida pronto su propósito. La poesía se le presenta entonces como un camino de escape —o de «paseo», será mejor decir— ante la maraña que es para él el futuro. Se instala en Zurich, donde vive diez años cambiando constantemente de empleo, de cuarto de alquiler y posiblemente también de relaciones amorosas entre criadas y camareras. «En cuanto había reunido un poco de dinero me despedía para poder escribir sin ser molestado», le cuenta a su amigo Carl Seelig. Este es el contexto de Los cuadernos de Fritz Kocher: escrito a los diecisiete años, publicado en 1904 en Leipzig y saldado poco después en unos almacenes de Berlín.
    Quien lea este primer libro de Walser sin saber nada del autor es posible que, tal como reaccionaron sus contemporáneos olvidándolo inmediatamente, no vea nada en él más allá de unas prosas amables y un tanto ingenuas. Sin embargo, para los lectores de Walser encierra una pequeña colección de tesoros. En primer lugar, estas prosas traslucen un esfuerzo titánico por centrar una vida que había empezado ya a descentrarse: abandono de la escuela, del oficio en el que se forma, de sus sueños teatrales, de la familia y ciudad de origen… Se reúnen aquí los textos escolares —de hecho son las redacciones de clase de Fritz Kocher— de quien se vio obligado a interrumpir sus estudios, es decir, Walser escribió las redacciones tópicas («El otoño», «Amistad»…) que cualquier profesor exige a sus alumnos, pero que a él nadie le había pedido. Idéntico empeño por centrar su vida se advierte en la segunda parte: una exaltación del trabajo de oficinista, aquel precisamente en el que se había formado, y poco después había abandonado. Su anhelo para detener la deriva por la que había empezado a despeñarse su vida —y que parece ideada por su coetáneo Franz Kafka— es tal que esboza aquí la peregrina teoría de que la escritura literaria no es más que una proyección de las virtudes del buen oficinista: «Su talento para escribir hace fácilmente un escritor del oficinista». En la tercera y cuarta parte de Los cuadernos de Fritz Kocher ya se advierte un corte en las amarras que trataban de sujetar la escritura al puerto de la buena sociedad: el diario de un pintor alejado en las montañas y, sobre todo, un espléndido encomio —sin duda lo mejor del libro— del bosque que merecería unos versos de Hölderlin: «Si yo fuera capaz de soportar la esclavitud, no sentiría envidia / de este bosque y me resignaría a vivir entre la gente». A partir de estos cuadernos primerizos, tanto la vida como la obra de Walser iban a perseguir ya sólo un centro que se hallara en el lugar más descentralizado posible.
    Los lectores de las geniales Jacob von Gunten o El paseo disfrutarán también descubriendo los motivos recurrentes del escritor en su estado embrionario: «La parte que más me gusta de la ciudad es el casco antiguo, deambular por entre las callejuelas estrechas…» o «Es la mejor distracción para un inútil muchachote como yo que no sirve para otra cosa». O «Puedo sacar diez, cien ideas de una sola, pero no consigo dar con una idea central. ¡Qué sé yo! Yo escribo porque encuentro que es una actividad deliciosa llenar líneas con buena letra». Frases dispersas que presagian el universo walseriano.

[El Ciervo nº 685. Abril de 2008]

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