Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

viernes, 18 de enero de 2019

Descubrir a Isaac Bábel



A Antonio Rabinad, in memoriam

La historia empieza de nuevo hace dos años, en febrero [de 1997]. Delante tengo el cuaderno donde anoto los informes de lectura y las fechas de entrega y pago. De la editorial me llegó entonces una novela de título imposible, que traduzco: Vastas emociones y pensamientos imperfectos. Iba de un cineasta que salta el muro de Berlín para recuperar un manuscrito perdido de Isaac Bábel, un escritor ruso, vanguardista y judío. El nombre para mí solo era el de un desconocido; de hecho al leer la novela me fijé únicamente la perspicacia de Rubem Fonseca, el autor, que escribió la novela tres años antes de que la historia arruinara por completo su argumento. Ninguna otra cosa hubiera sucedido, pues el editor se olvidó pronto del asunto, si un domingo no se me ocurre revolver, en el mercado de libros viejos de San Antonio, dentro de un cajón con restos de una colección de bolsillo que circulaba en los años setenta. Es abril. Lo sé por esta otra libreta donde anoto los libros comprados, el lugar y la fecha. Y también el precio. Doscientas pesetas pagué por cada uno. No hay casilla sin embargo, en mi cuaderno, para describir la sorpresa. Eso queda para la memoria y las tardes de tertulia en las que satisface contar estas aventuras de perseguidor de libros. Primero fue Debes saberlo todo y sumergido en la euforia apareció más tarde del magma de papel Cuentos de Odesa. Resultó que Isaac Bábel era algo más que una sombra en la imaginación de un cineasta. «¿Sabes quién es Isaac Bábel?» Contento como un idiota fui a preguntárselo a Antonio Rabinad, que vende libros en un puesto del mercado. «Claro», me dijo, «tiene unos cuentos al estilo de Maupassant muy interesantes», ahí vi que de nuevo no conseguía soprenderle; pero cuando continuó, «y además hizo cine», me lancé por esa grieta con entusiasmo: «creo que no hablamos del mismo personaje». «¿Cómo que no?, ¡Espera!». Se fue a un rincón, recorrió el lomo de dos o tres montones de libros, sacó otros de debajo de aquellos y al final me mostró un volumen con las tapas rozadas y descoloridas; con la mano extendida sacudió el polvo golpeándolo varias veces, y finalmente lo dejó frente a mis ojos: Caballería roja. Desde aquel domingo de abril ya tengo otro libro entre mis favoritos.

[1999]

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