Esta
proximidad con el universo se manifiesta en el libro de dos maneras. La primera
es explícita. Bien a través de la
evocación de noticas, — como «la oximorónica caída / de Progress / una nave rusa»—, que de repente pasan a formar parte de
la vida cotidiana y a ser objeto de la voracidad irónica; bien mediante el
recurso de poetizar momentos de la historia del conocimiento científico —como en
el texto «Universo observable»—, donde el poema incorpora a su voluntad crítica
de juicio del mundo cuanto conoce del
espacio exterior.
La segunda manera de manifestarse que
tiene la proximidad con lo lejano es implícita. Afecta a la observación del
espacio interior, el próximo, el
cotidiano, al que de repente se le aplica una lógica diferente. El haiku titulado «O2» es un buen
ejemplo de una forma de contemplar el presente que invierte la convención: «En
una carta / las palabras se asfixian, / Evite el sobre». Otros poemas reclaman
el aire que hurtan los neumáticos o avisan sobre la inexactitud de las palabras
con que nombramos realidades. Esta comprensión de lo que parece obvio de una
forma diferente, crítica e irónica, es el mejor aprendizaje que deja el tiempo
que se ha pasado observando las estrellas. Y prueba de ello es el último poema
del libro, que a través de la historia de los viajes espaciales recupera el
significado de gestos infantiles en apariencia inanes. Es esta una poética para
este libro, que avanza desde los campos «sembrados» contemplados desde el tren
hasta «el espacio interestelar» en la «Exosfera», pero también para futuros
libros que regresen a la vida en la «Troposfera».
El prologuista del volumen, Vicente Luis Mora, guiado quizá por el entusiasmo, afirma que el «mundo [de la autora] tiene un núcleo que es, con toda seguridad, el que lo hace absolutamente único: su mirada». Es cierto que existe una tradición crítica que subraya la singularidad como el valor más alto de un poeta y no vale la pena discutirlo, pero lo cierto es que esta aspiración a la mirada única resulta compatible con otro valor relevante de la poesía, que es su capacidad para reflejar las inquietudes de un grupo mayor de personas, lectores y a veces también no lectores, que descubren en esa unicidad su propia singularidad. No es frecuente subrayar los aspectos generacionales que un libro transmite (en una operación fascinante que resuelve la poesía al leer a sus coetáneos y mostrarles después un espejo donde comprenderse). La escala de Bortle posee algunos elementos propios de una generación que acaba de alcanzar su madurez en la poesía española —entre los cuarenta y los cincuenta años—, ya con muchos nombres relevantes, pero sin una descripción de la identidad del conjunto. Virginia Aguilar aporta al menos tres de los elementos constitutivos de una mirada que cabría concebir como generacional: en primer lugar, la desaparición de la concepción biográfica del poema, que de existir es meramente funcional («Por la ventanilla del tren… / observo…»), lo que permite desplazar el protagonismo del texto a otros elementos externos al yo y favorece una apertura del campo temático extraordinaria. En este caso: el universo. En segundo lugar, la articulación fragmentaria del conjunto, aunque este, como ocurre en La escala de Bortle, gire en torno a un único núcleo; segmentación en la que cada poema es tratado con artes de miniaturista, cerrado en sí mismo y en sí mismo completo, como un barco dentro de una botella. Y en tercer lugar, un protagonismo esencial de la ironía, utilizada como disolvente de la grandilocuencia de las construcciones poéticas de las generaciones que les preceden (la cultura, la lucha social, el yo biográfico), de las cuales los poemas de la autora huyen «con la misma fuerza / irreductible que impulsa / los astros».
[Clarín nº 158. Marzo-abril, 2022]
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