En
el primer verso del libro de Marina Oroza, el quinto entre los que ha publicado,
se lee una afirmación que se parece bastante a una poética: «Una mujer siempre
está sola». Y al cabo, Nuevo orden de las
cosas surge desde esta convicción, o mejor, desde una decisión («Una mujer
decide estar sola») de soledad, cuya dimensión posiblemente no apele tanto a lo
social ni a lo existencial como a lo estrictamente poético, a la construcción
de una dicción solitaria. Esta
condición aparece acompañada a veces con elementos del paisaje: una isla con
géiseres, rocosa, en deshielo, que se recorre a caballo, entre pétreas nieblas
y glaciares. Por otra parte, algunos fragmentos intermedios se inician con un
impersonal «Durmiente» numerado, que pauta con su concreción el avance del
libro hacia la distorsión de los significados convencionales con escenas de
levitación, vuelo o delirio. En los poemas se suceden textos en primera persona
con declaraciones que desconciertan («No hablo sola, hablo / con quien nadie
puede ver») y otros en tercera persona que abordan determinados aspectos
imperceptibles de lo real («Las vocales transportan / gotículas de aliento…»).
Ante la ausencia de títulos, partes e indicaciones paratextuales, se podría
afirmar que en su conjunto el libro está ordenado, o desordenado, para mostrar
un laberinto, acaso el itinerario de una soledad.
Ciertos nombres propios ofrecen pistas
para no perderse en esta lectura laberíntica. La cita del «lago Laugarvatn»
permite descifrar la clave de un paisaje, áspero e inclemente, que pertenece a
Islandia: «solo hay nubes en el espejo / y una piedra encima de la otra». Los
poemas islandeses forman un primer conjunto, que en las páginas del libro se
intercalan, entre otros, con los poemas de los «durmientes». Las certeras
descripciones de la patria del hielo parten de los elementos naturales, pero
inmediatamente se cargan de sentidos morales, proporcionando a la secuencia
paisajista una interpretación o convirtiéndola en un estado de ánimo. Uno de
los poemas hace explícito esta función refleja de lo contemplado: «Las ovejas
miran pasar los coches, / mastican con resignación / pensamientos orgánicos. //
¿Hablaba en sentido figurado? / Fue cuestión de segundos, / pude ver cómo
desaparecía».
Algunos poemas convocan nombres de
heroínas trágicas (Antígona, Ofelia, Electra, Desdémona, Lady Macbeth,
Clitemnestra, Ifigenia). Esta es la segunda pista, no tanto por los versos
donde aparecen citadas como por la aureola que ilumina el conjunto: «Esto es
una voz que se pierde / cuando estamos hablando». Es decir, existe en la
poética de Marina Oroza una suerte de desfiguración trágica. Antes que una
voluntad de afirmar, los versos se preocupan por trazar el recorrido de su
desaparición. De ahí que una de las figuras esenciales sea la paradoja: «La
casa permanece aún cerrada / esperando que yo abra la puerta. / Todavía no sabe
que estoy dentro». Un contrasentido que bien pudiera evocar a cualquiera de los
nombres trágicos citados en otros poemas.
Un tercer grupo cobra significado a partir de otro nombre propio: «Fuera, lejos de todo, / las letras metálicas / de una imprenta antigua / en Buenos Aires». Son poemas de textura urbana, arrancan de elementos descriptivos (una pista de bailar tangos, las piezas de un museo arqueológico, perros callejeros), pero inmediatamente las asociaciones de ideas se liberan de la dicción convencional y consiguen que los versos remonten un itinerario de pensamiento que, pese a su condición solitaria, resulta entrañable acompañarlo. Una experiencia lectora—o mejor, si se tiene la suerte de asistir a una de sus lecturas, una encarnación de los textos— de la que se puede afirmar lo mismo que la poeta dice de una de sus rutas: «Subimos hasta que nos parece raro / que sea tan normal estar aquí».
[Clarín nº 159, Oviedo, mayo-junio, 2022]
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