Las tres primeras palabras de Caminos de intemperie (Galaxia
Gutenberg, Barcelona, 2022) nombran su género literario —«En este aforismo»—, y
las tres siguientes lo concretan en forma de epitafio: «yace un hombre». Un epitafio es, por etimología, la frase que se
graba sobre una piedra que queda a la vista, pero este sentido se pude expresar
también, de un modo menos literal, como lo que se escribe sobre una vida evocándola en su intemperie.
Este cuarto conjunto de aforismos que reúne Ramón Andrés (1955) parte desde
esta interpretación. En la continuidad con la aforística que le precede, se
leen adagios de carácter filosófico, reflexiones en el interior de juegos de
palabras, colecciones eruditas de aconteceres paradójicos y una visión
abreviada de la condición humana, pero además de estas materias propias de la
gnómica clásica y del autor, este libro se abre en canal en dirección hacia
donde normalmente el género, propicio a la observación de costumbres, se
cierra: un lirismo desnudo. Casi la construcción fraccionada de un
autorretrato.
No
resulta extraña, en los conjuntos anteriores del autor, la filiación biográfica
de algunos aforismos. En Puntos de fuga
se pudo leer, por ejemplo: «Resumen de mi existencia: lejanía, dura obediencia,
dura desobediencia». Claro que el posesivo «mi» no admite dudas sobre su
adscripción, incluso podría figurar en el inicio de este libro como una cita,
pero el pensamiento, tal como está formulado, posee un sentido más certero como
generalización de la condición humana que como singularidad de una vivencia. Lo
autobiográfico en Caminos de intemperie toma
esta segunda opción. Ahora lo que se muestra es la dimensión de la «lejanía» y
se desvela la «dureza» concreta de las rebeliones: «No puedo contar la de veces
que jugaba debajo de la cama mientras se peleaban (mis padres)…». El tono
abandona la sintaxis nominal, concentrada y escueta de las máximas, recupera
los tiempos verbales narrativos y se desarrolla con la prosa incisiva de las
indagaciones en la memoria. Muchos textos de este libro exceden el aforismo y
desarrollan, con voluntad clara, el fragmento, que es el elemento formal que
cohesiona Caminos de intemperie. Algo
que tampoco se le escapa al autor: «Cuanto más fragmentarios, más cerca de la
unidad».
El
volumen posee, además de una colección emblemática de aforismos, peculiaridades
de cuaderno de taller de un escritor. Una selección de los cientos de cuadernos
que legó Paul Valéry acaba de ser publicada al mismo tiempo, y por el mismo
editor. Los paralelismos en las preocupaciones de ambos libros son múltiples y estrechan
la relación. A diferencia de estas, las anotaciones del poeta francés se
presentan ante el lector actual ordenadas por temas, lo que desvirtúa la
escritura original. Ramón Andrés trata también diversos temas de modo
constante, como la concepción del presente, el individualismo, el infinito, las
tecnologías o la muerte, pero entreverados unos con otros. Tal como fluyen en
el pensamiento del escritor que, como también hace Valéry, reconoce: «Escribo
cada día». Y Caminos de intemperie
parece nacido de esta afirmación. Muchos fragmentos comparten una escritura
personal, no como producto acabado para un público, sino como fruto de la
intimidad del escritor con su trabajo: «No he comprendido hasta muy tarde que
en el esfuerzo inhumando que exige la escritura de un libro hay culpa, y algo
de sagrado y enfermizo».
Uno
de los temas que vertebran el conjunto es el juicio del presente. Ramón Andrés
es un observador incansable de su época. Aunque, como advierte en uno de los
últimos aforismos, «No se trata de enjuiciar a las gentes, de condenarlas, sino
de alertarlas, como Spinoza». Alertar
no es una actitud intrínseca, como parecen creer muchos fiscales del presente,
sino que depende siempre de una perspectiva. La que asume el autor no solo
avisa sobre el mal de las costumbres, sino también sobre la pobreza de los
detractores improvisados. Su perspectiva de juicio del mundo es la de situar el
presente en un contexto histórico en el que continuamos padeciendo una deriva
iniciada en el final de la Edad Media: «El siglo XV creó la mirada solitaria.
El siglo XX la mirada perdida». Y tal vez más decisivo que esta auscultación
temporal sea el hecho de trazar un diagnóstico a partir de los rechazos,
pérdidas y olvidos de la civilización: «El grito de ¡Dios ha muerto! No preveía el problema, nadie sabe qué hacer con
el cuerpo. La lenta descomposición va dando de comer al miedo, ceba las larvas
del narcisismo, nutre a la tecnología ideologizada, sobrealimenta el ácido del
dinero…».
Además
de los temas troncales del libro, Ramón Andrés, como buen aforista clásico,
trata innumerables asuntos, muchos de carácter filosófico. Incluso la propia
filosofía: «En cualquier caso, dar poesía a la tarea de pensar». Dar poesía no es una expresión
específica. Pude presentar incluso dos significados opuestos. Uno, proporcionar
claridad y transparencia al pensamiento, que es la opción mayoritaria en el
libro, aunque también exista la otra propuesta poética, velarlo mediante el
lenguaje metafórico; entonces el poema prende en el corazón del adagio, bien
como imagen evocadora («Los libros de mis estantes, suelas gastadas»), o bien
como símbolo creador de sentidos: «El agua estancada de las huellas al pisar la
nieve. Abrevadero de cuervos y atardeceres».
Destaca en el libro una metáfora predilecta del autor, la ferroviaria, que utiliza para concretar significados en diversos asuntos. Así, contempla al escritor como guardagujas que ve pasar el mercancías a la espera de que «el último vagón pierda algo» que acabe en la página que escribe. Ve su conciencia como el «tren de provincias detenido, a la espera de que otro pase hacia la capital». Evoca el tren de la huida de Tolstói y el perro que cruza la vía férrea nevada captada por José Manuel Navía, fotografía que ilustra la sobrecubierta. Y al cabo, alerta al lector sobre el paisaje que arropa su vida emocional con la sobrecogedora descripción —no como útil narrativo, sino como conciencia filosófica del mundo— de lo que contempla desde «la ventana de un tren al salir de la ciudad (cualquier ciudad)». De cualquier vida contemporánea que yace en ella, cabría añadir.
[Letras 21 | nuevatribuna.es | 5 de octubre de 2022 | Enlace]
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