Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

miércoles, 5 de octubre de 2022

En una ventana del tren | «Caminos de intemperie», de Ramón Andrés




Las tres primeras palabras de Caminos de intemperie (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2022) nombran su género literario —«En este aforismo»—, y las tres siguientes lo concretan en forma de epitafio: «yace un hombre». Un epitafio es, por etimología, la frase que se graba sobre una piedra que queda a la vista, pero este sentido se pude expresar también, de un modo menos literal, como lo que se escribe sobre una vida evocándola en su intemperie. Este cuarto conjunto de aforismos que reúne Ramón Andrés (1955) parte desde esta interpretación. En la continuidad con la aforística que le precede, se leen adagios de carácter filosófico, reflexiones en el interior de juegos de palabras, colecciones eruditas de aconteceres paradójicos y una visión abreviada de la condición humana, pero además de estas materias propias de la gnómica clásica y del autor, este libro se abre en canal en dirección hacia donde normalmente el género, propicio a la observación de costumbres, se cierra: un lirismo desnudo. Casi la construcción fraccionada de un autorretrato. 

         No resulta extraña, en los conjuntos anteriores del autor, la filiación biográfica de algunos aforismos. En Puntos de fuga se pudo leer, por ejemplo: «Resumen de mi existencia: lejanía, dura obediencia, dura desobediencia». Claro que el posesivo «mi» no admite dudas sobre su adscripción, incluso podría figurar en el inicio de este libro como una cita, pero el pensamiento, tal como está formulado, posee un sentido más certero como generalización de la condición humana que como singularidad de una vivencia. Lo autobiográfico en Caminos de intemperie toma esta segunda opción. Ahora lo que se muestra es la dimensión de la «lejanía» y se desvela la «dureza» concreta de las rebeliones: «No puedo contar la de veces que jugaba debajo de la cama mientras se peleaban (mis padres)…». El tono abandona la sintaxis nominal, concentrada y escueta de las máximas, recupera los tiempos verbales narrativos y se desarrolla con la prosa incisiva de las indagaciones en la memoria. Muchos textos de este libro exceden el aforismo y desarrollan, con voluntad clara, el fragmento, que es el elemento formal que cohesiona Caminos de intemperie. Algo que tampoco se le escapa al autor: «Cuanto más fragmentarios, más cerca de la unidad».

         El volumen posee, además de una colección emblemática de aforismos, peculiaridades de cuaderno de taller de un escritor. Una selección de los cientos de cuadernos que legó Paul Valéry acaba de ser publicada al mismo tiempo, y por el mismo editor. Los paralelismos en las preocupaciones de ambos libros son múltiples y estrechan la relación. A diferencia de estas, las anotaciones del poeta francés se presentan ante el lector actual ordenadas por temas, lo que desvirtúa la escritura original. Ramón Andrés trata también diversos temas de modo constante, como la concepción del presente, el individualismo, el infinito, las tecnologías o la muerte, pero entreverados unos con otros. Tal como fluyen en el pensamiento del escritor que, como también hace Valéry, reconoce: «Escribo cada día». Y Caminos de intemperie parece nacido de esta afirmación. Muchos fragmentos comparten una escritura personal, no como producto acabado para un público, sino como fruto de la intimidad del escritor con su trabajo: «No he comprendido hasta muy tarde que en el esfuerzo inhumando que exige la escritura de un libro hay culpa, y algo de sagrado y enfermizo».

         Uno de los temas que vertebran el conjunto es el juicio del presente. Ramón Andrés es un observador incansable de su época. Aunque, como advierte en uno de los últimos aforismos, «No se trata de enjuiciar a las gentes, de condenarlas, sino de alertarlas, como Spinoza». Alertar no es una actitud intrínseca, como parecen creer muchos fiscales del presente, sino que depende siempre de una perspectiva. La que asume el autor no solo avisa sobre el mal de las costumbres, sino también sobre la pobreza de los detractores improvisados. Su perspectiva de juicio del mundo es la de situar el presente en un contexto histórico en el que continuamos padeciendo una deriva iniciada en el final de la Edad Media: «El siglo XV creó la mirada solitaria. El siglo XX la mirada perdida». Y tal vez más decisivo que esta auscultación temporal sea el hecho de trazar un diagnóstico a partir de los rechazos, pérdidas y olvidos de la civilización: «El grito de ¡Dios ha muerto! No preveía el problema, nadie sabe qué hacer con el cuerpo. La lenta descomposición va dando de comer al miedo, ceba las larvas del narcisismo, nutre a la tecnología ideologizada, sobrealimenta el ácido del dinero…».

         Además de los temas troncales del libro, Ramón Andrés, como buen aforista clásico, trata innumerables asuntos, muchos de carácter filosófico. Incluso la propia filosofía: «En cualquier caso, dar poesía a la tarea de pensar». Dar poesía no es una expresión específica. Pude presentar incluso dos significados opuestos. Uno, proporcionar claridad y transparencia al pensamiento, que es la opción mayoritaria en el libro, aunque también exista la otra propuesta poética, velarlo mediante el lenguaje metafórico; entonces el poema prende en el corazón del adagio, bien como imagen evocadora («Los libros de mis estantes, suelas gastadas»), o bien como símbolo creador de sentidos: «El agua estancada de las huellas al pisar la nieve. Abrevadero de cuervos y atardeceres».

Destaca en el libro una metáfora predilecta del autor, la ferroviaria, que utiliza para concretar significados en diversos asuntos. Así, contempla al escritor como guardagujas que ve pasar el mercancías a la espera de que «el último vagón pierda algo» que acabe en la página que escribe. Ve su conciencia como el «tren de provincias detenido, a la espera de que otro pase hacia la capital». Evoca el tren de la huida de Tolstói y el perro que cruza la vía férrea nevada captada por José Manuel Navía, fotografía que ilustra la sobrecubierta. Y al cabo, alerta al lector sobre el paisaje que arropa su vida emocional con la sobrecogedora descripción —no como útil narrativo, sino como conciencia filosófica del mundo— de lo que contempla desde «la ventana de un tren al salir de la ciudad (cualquier ciudad)». De cualquier vida contemporánea que yace en ella, cabría añadir.

[Letras 21 | nuevatribuna.es | 5 de octubre de 2022 | Enlace]

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