Uno
de los poemas de Ahora, quizás, el juego,
el primer libro de Esther Zarraluki (1956), publicado en Gijón en 1982,
empezaba con el verso: «Dicen que el mar es un cadáver», y cuarenta años más
tarde su último libro, Araña,
reelabora aquella idea a partir de una cita de Franz Kafka: «Mis historias son
una forma de cerrar los ojos». El volumen está compuesto por tres poemas —tres
presencias del mar: «Mar de afuera», «Mar de fondo» y «Mar en calma»— que a su
vez conjugan cada uno diversas historias que
se entrelazan y confunden unas con otras a partir de una poética que había
quedado explícita en Dónde (2006):
«La noche en el mar / […] / sólo hay que llevar / el cuerpo a la orilla / que
permite la historia».
En esta combinación de locuacidad
narrativa y ceguera visionaria arraiga lo singular de Araña, en un doble aspecto. Formal, por una parte, porque si bien
cada fragmento añade al conjunto una «historia» diferente, los textos que le
siguen incorporan datos de las precedentes, de modo que el poema se construye,
desde diversas perspectivas, próximo a las asociaciones que elabora el
pensamiento, con un único propósito. Y por otra parte, una caracterización conceptual:
«si cierro los ojos esos campos
siguen meciéndose / y soy los ojos que los pintaron». Aquel «cadáver» que dicen
que es el mar, y que permite el relato, emerge como símbolo global de una
memoria capaz de armonizar los jirones arrancados a lo vivido, a veces como un
recuerdo o una evocación, otras como una fotografía o una lectura.
El tiempo transcurrido entre el 1982 de
versos como «y la ciudad nos invita / a cabalgarla» y el 2022 del presente Araña, quinto libro de la autora, traza
un arco poético y biográfico que no es posible obviar en la lectura presente.
Publicados en el curso de una vida, del primero al último en los años 1982,
1996, 2006, 2012 y 2022, reflejan las diferentes maneras de mirar el mundo
—entendido aquí como la comprensión de sus significados— al paso de la edad. Si
la tercera persona y el tiempo de futuro de las citas del primer libro delatan
la avidez por encontrar los sentidos, los libros posteriores van acumulando no
solo historias sino los argumentos
morales que estas consolidan y las sentencias que al vivir dicta su
experiencia. Araña mantiene el mismo interés
por desentrañar las verdades y los valores que oculta lo sucedido, pero de
repente ha cambiado el punto de vista, el relator de historias las cuenta a la
manera homérica, no solo de memoria, sino ya irrespetuoso con la identidad de
lo contado, mezclándolo para alcanzar, con la combinación, un significado más
elevado, menos empírico.
Un término aparece como emblema en los tres poemas de Araña, «silencio». En el primero es un paisaje y el silencio es su secreto, frente al que «Un niño aprieta los puños, / está aprendiendo a callar». En el segundo es un discurso: «Ya te he hablado del silencio», que es la materia propia de la poesía, lo que cae en la mudez, aquello de lo que «no quería hablar». Y el tercero es una recapitulación en términos de paradoja: «Decir sí. / Sí en la negación. / Sí. / Aceptar la voz y el silencio». El mismo arco que los libros parecen trazar en el curso de la edad, lo traza también este libro crepuscular y sabio. Su sabiduría, fruto de esta lenta meditación a través de las décadas, resuelve el misterio tras el cual Esther Zarraluki había emprendido el camino de la escritura, aquel juvenil afán por desvelar los significados: «Sé que la belleza se deja escribir; pero no se deja comprender».
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