Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

lunes, 29 de abril de 2024

En el espejo de Clarín






En enero de 1996, cuando apareció el primer número de Clarín en los kioscos, faltaban pocos meses para que cumpliera 36 años. Casi los mismos meses que faltan ahora, tras la publicación del último número de la revista, para que cumpla los 63. Aunque ambas edades compartan la expectativa de los mismos dígitos, no son la misma edad. En 1996 apenas había publicado tres de los treinta y cuatro títulos que aparecen mencionados en la página de Wikipedia con mi nombre. Es decir, la vida de Clarín se ha desarrollado en perfecta sincronía con mi vida de escritor, que no sé si se habrá acabado también al mismo tiempo.

         Hay dos versos de Charles Baudelaire, donde compara la velocidad a la que cambian las ciudades con el corazón inmutable de los mortales, que suelen citarse con frecuencia en estos casos. Pero cuando echo la vista atrás, hacia los inicios de Clarín y de mi obra, prefiero evocar otro verso y medio del mismo poeta: «Paris change! mais rien dans ma mélancolie / N’a bougé!», que en dos versos castellanos podría traducirse como: «París habrá cambiado, pero en nada / ha transformado mi melancolía».

         Paris chage. Desde luego. Baste pensar que la primera colaboración que envié a la revista la escribí a bolígrafo en un cuaderno, ahí la corregí y posiblemente la tuve que reescribir en otra página para tener un borrador más claro. Luego la tecleé con mucho cuidado en mi Tippa S de entonces, tras enroscar dos folios —con una hoja de papel de calco en medio para poder conservar una copia— en el carro de la máquina de escribir. Cada error en una tecla suponía machacarlo con una hojita de típex hasta que desapareciera y pudiera teclear la letra correcta en su lugar. Si la equivocación era de más de una palabra, valía la pena sacar los folios y empezar de nuevo con otros limpios. Luego había que ensobrar la hoja, timbrarla y buscar un buzón de confianza en la zona. O caminar hasta la estafeta. Y esperar dos semanas a que el director de la publicación respondiera en otra carta que la colaboración había llegado a su destino. Hoy, si yerro en las teclas me da igual, porque el propio programa informático me lo corrige, a veces sin que me dé cuenta. Y unos segundos después de que considere el artículo acabado, ya está en la sede de Clarín en Oviedo. Y si cuando se publique aparece una errata, sé que no es del tipógrafo, sino mía.

         Antes tenía a mano una batería de diccionarios y enciclopedias para comprobar cualquier significado o dato en el que dudase. Hoy, están arrumbados todos en una caja a espera de ningún destino. Antes un libro era siempre un artefacto de papel encuadernado e impreso en tipografía, hoy cualquier libro se puede leer en múltiples soportes que ya nada tienen que ver con el papel. Antes solo se podía hablar por teléfono en casa o en una cabina, hoy llevamos el teléfono en el bolsillo, o en la mano si estamos en bañador. Antes contábamos los valores en cientos y miles de pesetas y ahora lo hacemos en unidades y decenas de euros. Los eventos consuetudinarios de 1996 y de 2022 no tienen nada que ver unos con los otros. Parecen decorados de película de géneros diferentes. La revista ha transitado por el interior de una transformación en las costumbres cuya dimensión está aún por comprender, y hasta hoy había resultado indemne.

N’a bougé!  (nada se ha movido). En qué consiste la melancolía de entonces y de ahora resulta más difícil de determinar, porque ya no es un decorado, sino el río subterráneo de las convicciones. Recuerdo con precisión que aquello que más aplaudí de Clarín en el número inaugural era su estética pobre, a la que ha seguido fiel durante décadas. Impresión en blanco y negro, protagonismo del texto sobre la imagen e ilustraciones de acompañamiento. No era el modelo de las revistas de los 90, lanzadas hacia el delirio del color, la hipérbole del diseño y el sometimiento del texto a la diagramación más estrambótica. Clarín propuso desde su inicio una maquetación elegante y sobria, y en ella se ha mantenido, navegando sobre modas y naufragios. Este punto de serenidad, discreción y, sobre todo, afirmación del valor de lo escrito coincide con mi manera de pensar la vida y cada colaboración que he publicado en la revista me ha arrancado un suspiro de alivio por la certeza de que hay algo que permanece.

  Otro de los aciertos programáticos de la revista ha sido, a lo largo de los años, su carácter heterogéneo. El propósito inserto en el subtítulo, que la presenta como «revista de nueva literatura» se ha ceñido a la literalidad: el ir incorporando como colaboradores a las nuevas generaciones de escritores, cuyo emblema es el cierra del número 162 con la participación del hijo de uno de los colaboradores de Clarín en el primer número. La dirección de la revista se ha limitado a aceptar o no aceptar la calidad de los intereses, impulsos, inclinaciones y afectos cambiantes al paso de las diversas generaciones, sin otras tentaciones de intervención. Ha permitido que respirase el tiempo presente en cada uno de los momentos de estas casi cuatro décadas.

El resultado de la vida de Clarín no es la firmeza de una indeleble melancolía (por usar la palabra de Baudelaire), sino el incesante relato de la construcción, página a página, de un ámbito de pensamiento. En mi caso, si repaso el índice de mis colaboraciones, me sorprende hasta qué punto lo que refleja es el perfil exacto de la construcción de mi mundo literario. Empecé, en Clarín, con las indagaciones sobre el sentido que ocupaba el espacio en la imaginación literaria (en las experiencias de Lisboa y Petra o en los motivos característicos del paisaje urbano), seguí con el descubrimiento, al tiempo que los descubría, de autores que han resultado esenciales en mi formación, como José María Fonollosa, Tomas Tranströmer, John Berger, Gabriela Llansol, César Martín Ortiz, Georges Bataille, Néstor Sánchez… En la historia de Clarín están incluidas las interpretaciones que fui dando al fluir poético en el momento en el que este emergía, como el estudio sobre el «yo sociológico» o las relaciones con el poder. Y ha acabado, en la última época, recogiendo las páginas más determinantes de mi diario, que lo ha sido más de breves ensayos para leer en el autobús que de confidencias personales. En la lista de mis setenta y nueve colaboraciones en la revista (diecinueve artículos, sesenta reseñas) han quedado reflejados con exactitud los rasgos esenciales de mi autorretrato literario, del mismo modo que en el conjunto de las colaboraciones de Clarín a los lectores que lo busquen en las bibliotecas les aguardará el retrato, trazado instante a instante, de treinta y siete años en la vida intelectual y literaria de este país.  


Catálogo de la exposición «La Revista Clarín y la nueva literatura». Págs. 19-20
Biblioteca de Asturias. Marzo, 2023

martes, 2 de abril de 2024

El interior del afuera | «Los 108 nombres de Dios», de Jesús Aguado




La apertura de la poesía española a influencias de otros continentes más allá del europeo no es extraña en el contexto de la literatura peninsular desde la Edad Media, y está presente en sus orígenes, como en las jarchas, y también en períodos de ensanchamiento visionario, como en San Juan de la Cruz. En época contemporánea la influencia de culturas alejadas de las lenguas europeas resulta un fenómeno recurrente de la poesía española a partir de la generación a la que pertenece Jesús Aguado (1961). Él mismo se ha convertido en un ejemplo de este vínculo, primero como joven escritor que viaja reiteradamente a India y que se afinca y reside durante varios años en Benarés. Y a raíz de estas estancias, como erudito, ensayista y traductor de las múltiples proyecciones de la cultura en India. Pero también, y como propósito principal, ha ido incorporando a su obra poética tanto la experiencia de los años junto al Ganges, como, sobre todo, su conocimiento de la poesía india, antigua y contemporánea. Un volumen selecciona y reúne sus escritos poéticos, esparcidos por libros publicados durante tres décadas, de influencia india, Los 108 nombres de Dios (Olé Libros, Valencia, 2023). Esta antología temática no solo resulta interesante para comprobar la actualidad de la obra de Aguado, sino también, y en especial, para establecer a partir de esta el paradigma del influjo literario y los modos de penetración de una tradición ajena a las lenguas europeas, propósito de la presente lectura. 

El primer modo de acercamiento entre universos tan diversos es la crónica. Este término denomina las expresiones poéticas que evocan el encuentro tanto con la realidad como con el pensamiento de la cultura ajena, y se elige por implicar dos polos de relación —escritor y fuente—. Su grado cero sería la forma autobiográfica, próxima al diario. Es la que el poeta ha utilizado en prosa, en el volumen Benarés, India (2018), aunque resulta significativo que esta forma esté presente en una Carta al padre (2016) donde evoca el viaje a la India como una huida de la sombra paterna: «ajena a tu control, limpia de padres».

La crónica es la primera aproximación del poeta a la realidad diversa. La ejemplifica la sección «Animales», escrita desde un yo que observa los comportamientos de búfalos, monos, ardillas, termitas y otros bichos integrados en la vida cotidiana del país. No se limita Aguado a la mera descripción, y ya en este inicial contacto no solo descubre el valor simbólico de algunos motivos («Se podría decir que [los perros] matan a la muerte»), sino que expresa, ante otros, el proceso de interiorización de la experiencia en sus diversas fases, desde la visión («...los búfalos / dirigirse a mis ojos para bañarse en ellos» y el reconocimiento («[los cuervos] le daban voz a mi esperanza»), hasta la identidad («ya no es ella [la ardilla]: eres tú»).

El segundo grado de la crónica es el relato, presente en la serie «Homenajes indios». El título del poema alude a una figura de la poesía india, como Vidyapati (1352-1448) o Kalidasa (s. IV-V), y el poema ilustra un breve historia (a veces en tercera persona, a veces en primera) de carácter amoroso o filosófico. Estos relatos son un grado de crónica más elaborada: Aguado asume el punto de vista de los poetas que ha leído y expresa desde esa perspectiva, en los diversos lances amorosos que se relatan, sus propias ideas. Así, el dedicado a «Amaru» es una escenificación india de la alteridad y de la inmanencia, ejes esenciales de su poética: «ambos somos el otro y este mundo es el cielo». Lo mismo puede señalarse de otras series dedicadas a poetas indios con otros asuntos temáticos. Se puede vincular también a este capítulo la ideación de figuras ficticias, como el poeta Ramprasad, cuya falsa biografía, sin embargo, desvela auténticas contradicciones de la vida india.

La crónica culmina un tercer grado de abstracción, que es el poema. Textos que recrean estilos específicos de expresión poética india, como el «De la tribu Nila», o reviven, desde la lengua propia, las formas aprendidas de oración, como «El nombre de Dios. Krishna».

En su conjunto la crónica (diario, descripción, relato o poema) configura un acercamiento siempre con dos polos implícitos, el autor y el referente indio. En una segunda vía de absorción de la influencia la doble polaridad se funde en una única personalidad poética, un emblema que enlaza al poeta con el objeto de su pasión a través de la ideación de un heterónimo: Vikram Babu, quien asume la peculiar estructura de la poesía de Kabir (1440-1518) y a partir de esta exhibe una sólida personalidad como fustigador de formas de ser y de comportamientos morales impropios o incongruentes, y como defensor de sutiles principios filosóficos y religiosos.

El heterónimo funde la dualidad, pero expande una nueva sombra dual: la del nombre del autor por detrás del nombre ficticio. Por seguir la nomenclatura pessoana, tal vez se podría denominar ortónimo al poeta que asume como propio, en su lengua, el pensamiento poético de origen indio. En todo caso, este es exactamente el fenómeno de llegada del proceso de influencia exógena y es lo que muestran el conjunto poético «Mendigo», casi un manifiesto de la pobreza como aspiración («Si no te pido nada. / O sí: / que dejes intocada mi intemperie»),  y los dos extraordinarios poemas que cierran el volumen: «Dice Kabir» y el texto que incorpora al acerbo esta edición, «Los 108 nombres de Dios», una meditación sobre la «insuficiencia» esencial de la labor intrínseca del poeta: «no sé nombrar el mundo que me nombra».


[Paraíso nº 22. Jaén, 2024]

viernes, 1 de diciembre de 2023

Rafael Pérez Estrada, dramaturgo



24 de octubre de 2023. Salón de los Espejos del Ayuntamiento de Málaga

Es la tercera ocasión en la que nos reunimos en este perezestradiano salón de los espejos para celebrar la emotiva memoria del amigo, del conciudadano, del escritor, del poeta, del dibujante, del artista total y hoy también del dramaturgo Rafael Pérez Estrada. No puedo seguir adelante sin evocar la ocasión en la que conocí este salón. De paseo por el Parque, hace ya algunas décadas, Rafael me dijo: Te voy a enseñar algo que te va a gustar. Encaramos el edificio, habló con alguien, subimos las escaleras y entramos en este sueño de espejos. Estaba vacío. En penumbra. Me gustaría conservar qué hablamos aquel día mirando cómo nos miraban tantos ojos, pero el tiempo solo admite una lectura, la del presente. Es lo que recordé unos años más tarde, menos de lo que a todos nos hubiera gustado, un lunes de mayo cuando acudimos a este salón a despedirlo y a escuchar el eco de su voz ya solo en el interior de nuestra memoria.

Aquí se han presentado los dos volúmenes previos y con este que hoy festejamos, el tercero, se culmina la Obra Reunida de Rafael Pérez Estrada. Quisiera empezar explicando el sentido que presenta este proyecto, cuyo desarrollo no ha sido fácil. Una vez consolidada la Fundación que lleva su nombre, surgió la necesidad de reunir los títulos publicados en vida, un número que supera ampliamente la cincuentena. Unos habían aparecido en editoriales convencionales, otros habían sido impresos en cuidadas ediciones de autor y muchos eligieron pequeñas colecciones donde cada ejemplar de cada título encarnaba un acto de amor hacia la literatura. La necesidad de ofrecer una vía de acceso a cuadernos, plaquettes y libros resulta obvia. La primera decisión que se tomó, siguiendo lo que había sido un deseo del autor expresado en múltiples ocasiones, fue recoger la obra publicada a partir de 1985, fecha en la que existió, nadie lo duda, una auténtica refundación de su poética, tanto en el estilo, con la creación de un género literario personal que le identifica y singulariza entre los poetas del siglo XX, como en el propósito temático de la escritura, que resultó al cabo tan singular como las innovaciones estilísticas. Y con esta orientación se presentó en esta misma sala, hace ahora tres años, en vísperas de un confinamiento, el volumen Poesía 1985-2000, el primero en aparecer por la urgencia de recuperar lo más valioso de su obra, y el tercero en la numeración de la serie. Un libro cuya extensión, que superaba ampliamente la frontera de las mil páginas y se acercaba a los dos kilos de peso, hubiera provocado en Rafael, de haber podido recibirlo de la imprenta, un en absoluto menor grito de entusiasmo.

Pero no existe decisión sencilla vinculada a la obra de Rafael, que es la encarnación de la complejidad en sí misma. El segundo volumen, publicado el año pasado, compilaba el feraz retorno del poeta a la narrativa, en 1997, que al cabo resultó un renacimiento literario de similar importancia en la obra perezestradiana al ocurrido en 1985. Ambos volúmenes dejaban fuera del ámbito de la Obra Reunida las publicaciones poéticas y narrativas anteriores a ambas fechas. Este conjunto no está exento de interés, como demostró en 2022 la antología Santuario, Rafael Pérez Estrada antes de Rafael Pérez Estrada que reunía un 60 por ciento de los poemas escritos por el poeta entre 1970 y 1985, entre los que brillaban muchos textos con luz propia. Algo semejante podrá realizarse pronto con la narrativa perezestradiana del primer período, donde algún título, ciertas piezas de extensión media y varios relatos merecen una relectura en una edición actual.

Esta breve crónica bibliográfica resulta necesaria para comprender la dimensión que tuvo el teatro en la obra y en la vida del poeta. A diferencia de lo descrito para los volúmenes previos, el teatro asimiló los diversos planteamientos estéticos que el poeta experimentaba e incorporaba en el curso del tiempo con continuidad, es decir, no existieron interrupciones significativas ni tampoco reformulaciones estilísticas, desde 1970 hasta el último período creativo perezestradiano. Si bien es cierto que los títulos publicados sugerían lo contrario, con piezas teatrales solo en los primeros años de escritura y en las postrimerías de su actividad literaria, las obras inéditas durante décadas que se han incorporado al conjunto que hoy presentamos tienen la virtud de establecer un brillante acueducto entre un momento y otro. Una dedicación a la creación dramática que ahora ya se percibe como constante a lo largo de tres décadas. Y una obra, en suma, de la que la historia del teatro español en el siglo XX no va a poder prescindir.

Este carácter casi secreto de la escritura dramática, subrayado por lo recóndito editado, por lo inédito y también por la ausencia de representaciones, plantea una cuestión de relieve: ¿qué descubrió en el teatro el joven autor que tanto le atrajo entonces y cuya atracción no cesó nunca? En primer término, sin duda Rafael Pérez Estrada sintió siempre el vértigo y la seducción de la oralidad. Gran conversador, como muchos de vosotros recordáis, permanecía sobre todo atento a la conversación de los demás y procuraba desarrollar la suya con el mayor brillo. El teatro, de repente, le regala al inquieto escritor una posibilidad de permanencia de aquello que normalmente se lleva el viento y además le ofrece una vía artística para sublimar el arte de la conversación.

Por otra parte, el espíritu de vanguardia con el que Rafael Pérez Estrada se incorporó a su época, y el anhelo por interpretarla desde una actitud contemporánea, le condujo al interés por el teatro del absurdo. En su momento el teatro del absurdo supuso una revolución en el lenguaje dramático análoga al cubismo que a principios de siglo había liquidado la imaginación figurativa. El teatro del absurdo, que Rafael interpreta en sus primeras obras con claros acentos de la tradición contemporánea propia, tanto la lorquiana como la valleinclanesca, le ofrecía una atractiva propuesta: indagar en la irracionalidad del diálogo que, en adaptación perezestradiana, se podría formular mejor así: ahondar en el imaginario inagotable de la conversación.

Son ambos motivos relevantes, pero tangenciales. Posiblemente la razón de fondo que acercó la escritura perezestradiana al teatro fuera, aunque de una manera intuitiva al principio, la propia poesía, tal como la formuló su obra última, como un género de todos los géneros, como la expresión del arte literario total. Hay en el joven que inicia su obra una clara voluntad de asumir la literatura como una totalidad. Es antes una intuición que un programa. Una voluntad cuya primera expresión es la escritura en todos los géneros mayores. Recordemos que en 1972 publica al mismo tiempo una obra teatral, un ejercicio narrativo y un libro de poemas. Pero existe también en estos tres libros otra expresión del mismo impulso global más significativa: están escritos con una clara simbiosis de géneros. Por otra parte, el modelo poético con el que arrancan sus versos es el del hermetismo barroco de la tradición culta andaluza, que es su interpretación del anhelado espíritu de vanguardia en aquel momento. Pero el modelo de escritura dramática lorquiano le permite no renunciar a otra poesía, vinculada también a la tradición andaluza, la de raíces populares, presente en diversos poemas entreverados en su primera gran obra dramática. Y si en los inicios el hecho de asumir las dos tradiciones, la culta y la popular, mantiene una divergencia de género, el camino creativo que emprende tiende de inmediato hacia la fusión de ambas tradiciones, tanto en la poesía como, en especial, en la escritura dramática. Lo culto y lo popular se funden en el texto teatral a través de la cada vez más poderosa inspiración poética del diálogo. Escribió poesía entonces, pero al mismo tiempo aspiraba a una ampliación de lo poético hacia la totalidad literaria, camino en el que el teatro desempeñará un papel protagonista.

Y aún queda un postrer elemento de seducción teatral que le cautivó durante todas sus décadas creativas. Puede parecer paradójico, pero al poeta siempre le atrajo la escenificación que por definición implica cualquier texto teatral. Para un autor que desde el principio era consciente de que escribía obras que no iban a ser representadas, ¿qué sentido cobra darle importancia a su escenificación? En esta paradoja se oculta una de las características más singulares de su teatro, porque cada una de estas treinta piezas que conforman el presente corpus dramático está compuesta para una escenificación, tan evidente como la que encarnan los actores sobre las tablas, pero en este caso situada en la mente de Rafael Pérez Estrada. El teatro, así concebido, se convierte en una de las tres columnas que sostienen el templo de la creatividad total, junto a la escritura y a la expresión plástica a través del dibujo y la pintura. Esta tercera columna lo es porque expande, a través de dinamismo del diálogo, su universo imaginativo. La representación mental, su dramatización en el pensamiento, le otorga al conjunto creativo la cualidad de la profundidad, es decir, mantiene la voluntad de creación total, una aspiración utópica que late en todo lo practicado por el genial escritor que fue Rafael Pérez Estrada.

Un poeta que nuestro añorado Rafael apreciaba mucho, William Carlos Williams, publicó hace ahora exactamente cien años un librito en edición de escasísimos ejemplares, como las que prefería el poeta malagueño, donde el norteamericano se preguntaba “¿A quién le importa nada de lo que hago? ¿Y eso qué me importa?” Y unas líneas después, a otra pregunta aún más decisiva él mismo se responde: “¿A quién entonces me dirijo? A la imaginación”. La imaginación es el escenario mental de estas obras teatrales y es también, como intuye William Carlos Williams, el público que ocupa los asientos de platea en el teatro perezestradiano. La imaginación se escenifica a sí misma ante la propia imaginación, esta es la auténtica vanguardia que ampara estos textos. Un asombroso prodigio al que estamos invitados con solo abrir alguna de las páginas de este libro. Y leer.   

 


martes, 10 de octubre de 2023

El don alegórico de Angelina Gatell



La historia de la edición conserva infinidad de casos donde la relación entre el autor y su editor merece alguna atención. Con frecuencia son aventuras fecundas, aunque la mayoría con un final traumático. Tal vez por estos tristes precedentes conviene subrayar hoy el idilio que aún continúa entre una poeta perdida en su época, Angelina Gatell (1926-2017), y una pequeña editorial de poesía, Bartleby Ediciones, y culmina estos días con la publicación de Sobre mis propios pasos, un compendio de toda la obra impresa de la autora. El libro aparece bajo el epígrafe «Poesía completa, volumen I», lo que permite intuir una nueva entrega con obra inédita. Cuando en 2001 el editor Pepo Paz y el director de la colección, Manuel Rico, decidieron publicar un libro de Angelina Gatell podían tener la certeza de que recuperaban una voz de los años 50 y 60 con personalidad propia, olvidada tras tres décadas de silencio editorial, pero posiblemente no imaginaban la feracidad y el relieve con los que esta obra poética iba a desarrollarse a partir de aquel momento y durante década y media, hasta el final de la vida de la autora, ya nonagenaria.

Sobre mis propios pasos muestra la sorprendente evolución de una obra interrumpida. Una primera época vinculada a sus inicios literarios, y tras el paréntesis de publicaciones, una segunda etapa con un admirable y singular crecimiento creativo. Con ser quizá el caso de obra guadiana más extrema de la poesía española contemporánea, casi parejo en tiempo al de José María Fonollosa (1922-1991), no fue una característica extraña en las generaciones que vivieron la posguerra. De hecho, casi todos los autores de los 50 alejados del canon vivieron extensos períodos sin publicaciones en los años sesenta y setenta. Grandes paréntesis en autores notorios fueron, entre otros, los veinte años de Pablo García Baena (1923-2018) o los quince de Luis Feria (1927-1998) y de María Victoria Atencia (1931). Todos ellos también con una obra extraordinaria tras el silencio. Esta eclosión en edad madura de una generación cuyos inicios estuvieron marcados por rotundos acontecimientos históricos, una guerra en la infancia y una posguerra en la juventud, no es un fenómeno que suela tenerse en cuenta, pero acaso resulte un rasgo de identidad generacional. Angelina Gatell le confesó a Eduardo Moga, prologuista de su reaparición en 2001, que necesitaba trabajar para vivir, que era «muy difícil hacer versos y mantener una familia». A Manuel Rico le había contado las dificultades para que los editores surgidos en la democracia se interesaran por los poetas de la posguerra. En cualquier acontecimiento siempre se entreveran razones personales y sociales. Y también, posiblemente, otras de mayor hondura, existenciales, como parecen señalar unos versos de la propia poeta: «Pero el mundo aquel que iba emergiendo / lento y glorioso de la larga noche / no nos pertenecía / … / Quisimos hacer nuestro de algún modo / lo que ya era de otros. Asumirlo. / Pero no fue posible...». La paradoja es que estos versos tan explícitos demuestran, al cabo de las décadas, que sí fue posible.

Angelina Gatell publicó tres títulos en su primer período, comprendido entre los veintinueve y los cuarenta y tres años de edad. E inició una segunda etapa a los setenta y cinco años, que desarrolla en cinco libros escritos a partir de los años 80 hasta el fin de sus días. Lo determinante de esta cronología es que contiene dos libros en verdad extraordinarios, ambos concebidos como un único poema articulado en partes, uno en cada etapa. Su estreno poético en 1954, con Poema del soldado merece ser leído hoy como un hito de la poesía de la década. La poeta había vivido la guerra en el tramo final de su infancia y los años más sórdidos de la posguerra durante toda su juventud, había leído con intensidad a los poetas de la generación anterior y cuando la suya empieza a virar hacia una poética próxima a un realismo arraigado en la vida cotidiana, Gatell aborda en un espléndido poema la experiencia de la guerra y la del desamparo humano, ambas trascendidas, convertidas en categoría de la existencia. Eduardo Moga acertó al subrayar en 2001 el «carácter existencial» con el que la autora ahondaba en los rasgos de la poética social fundida con una expresión íntima del «alma individual». Poema del soldado está escrito como una oración en un verso diáfano y rico, tenso y libre de cualquier tipo de amaneramiento retórico. Si resulta notable la capacidad de síntesis del pensamiento de la época en una escritora que empieza; aún tuvo mayor relieve el hecho de que a los ochenta y cinco años volviera a publicar otro título que merece una lectura canónica, Cenizas en los labios (2011). Se trata de una única «Elegía en cinco tiempos», una indagación lírica en los insondables universos de lo amoroso contemplados desde la lucidez prodigiosa de la longevidad. Dos libros que escriben en mayúscula el nombre de Angelina Gatell en la poesía española del siglo XX.

La obra poética de Angelina Gatell es susceptible de ser abordada con interés desde diversos puntos de vista. En primer lugar, todo su conjunto presenta una estremecedor y fidedigno retrato generacional de los niños de la guerra, que no se limita a lo anecdótico, sino que asume con lucidez la condición que supuso para toda una vida: «Quiero olvidar ahora tantas cosas: / mi niñez repitiéndose / eternamente por las calles; / la humillación de todos y la mía / en mí y en cada uno». En segundo lugar, tal como la aborda en su estudio preliminar la profesora Marta López Vilar, es un ejemplo de la conciencia de una mujer sobre su destino en una época muy difícil para la identidad femenina. En tercer lugar es una excelente creadora de alegorías, como la que desarrolla en el poema «La oscura voz del cisne», un estremecedor presagio del final, «igual que el cisne en su agonía». No menor interés tiene la escritura poética de Gatell y su despiadada imaginería: «Sólo el frío y su atado de ortigas», o «al final de una calle con farolas / y muchachas cedidas a la nada». Sin olvidar la inmensa generosidad de la autora con su propia tradición literaria, de la que incorpora a sus versos citas, homenajes, retratos, evocaciones, crónicas y en todo momento el vestigio de un constante amor hacia la poesía, reforzado y multiplicado tras su árido y largo tránsito por el desierto.


 
República de las Letras. 9 de octubre de 2023. [Enlace]


domingo, 25 de junio de 2023

En negro y blanco | «A través de la noche», de Jairo García Jaramillo




 


La nota de solapa informa que A través de la noche (EDA libros, Málaga, 2023) es el «primer libro de poemas» de Jairo García Jaramillo (1982). Lo publica cuando hace tiempo que ha dejado de ser, al menos oficialmente, un poeta joven y tras haberse dedicado a la historia literaria y a la crítica, y este contexto tal vez explique el denso protagonismo que otorga en su escritura a la tradición poética. Es la sorpresa inicial del libro. No se trata, sin embargo, de una recuperación historicista, en absoluto, sino de una precisa adaptación de elementos heterogéneos perfectamente integrados en el protagonismo de un proyecto contemporáneo, similar al de aquellos artistas en cuyas obras informales o conceptuales integran elementos del pasado descontextualizados. Tanto en las formas, como en los contenidos. El primer poema es un soneto clásico, pero en rima asonante, modalidad que se alterna con el verso blanco en todo el conjunto. Esta alteración del modelo clásico resulta relevante. La rima consonante, propia del arte mayor, ya está muy alejada del oído del presente, pero la rima asonante produce una leve recurrencia sonora, a veces más desdibujada aún con la asonancia entre esdrújulas o en palabras con diptongos (sueños / silencio). Hay soleás de diversas métricas, romancillos en heptasílabos, e incluso una combinación que semeja una lira asonantada pero alterando su estructura convencional. No todas las formas que se recuperan y reformulan son clásicas, el poema «Vacío» es un ejemplo de espléndido caligrama, en el que el sentido del verso cobra forma en la verticalidad de las grafías. O, en general, toda la tipografía está orientada por decisiones contemporáneas, como la de excluir el uso de las mayúsculas. También la tradición nutre con sus temas los poemas del libro, de modo explícito, como en «Soneto de Orfeo» y «Fénix/Día», o en espléndidas evocaciones, como la de Sísifo en «Espiral».

A través de la noche, por seguir con los símiles plásticos, parece escrito sobre el contraste esencial de lo blanco con lo negro, o de lo negro con lo blanco, que interpreta casi siempre el contraste entre noche y día (en la primera y tercera partes) o de día y noche (en la segunda). Y los poemas escenifican esta oposición esencial con diversos antagonismos –unos de raíz clásica, pero otros radicalmente contemporáneos, en una elección de filiaciones también contradictoria--: afuera-dentro, negro-luz, incendio-oscuridad, sombras-lucidez, sueño-vacío, nieve-fuego, eclipse-sol, sol-farolas... Contraposiciones que vertebran el significado de cada texto, y que se ve acentuado por el uso intensivo de la paradoja con un predominante valor existencial: «todavía se agitan con violencia / las alas que pensabas amputadas».

La profunda unidad que exhala el libro, curiosamente no procede de las formas, tan múltiples por haber sido extraídas del vertedero de la historia literaria y después reparadas, sino de esta constante pugna semántica entre dos absolutos contrarios, cuya ausencia previa de matiz, por cierto, se convierte dentro de los poemas en una fuente constante de matices, por ejemplo, en el poema «Tacto», con una estructura 7-5-7 que parece reformular la del haiku, sobre el esquema del contraste introduce una fértil evocación amorosa: «es tan débil la luz / que entre nosotros / ya solo sirve el tacto».

Si en dos ocasiones anteriores el símil artístico ha servido como ilustración de la técnica poética de Jairo García Jaramillo, para la siguiente característica se puede recurrir al ejemplo musical. Del mismo modo que el compositor introduce una voz solista en la evolución del coro, el poeta, una vez establecida la melodía de las oposiciones inserta en cada una de las tres partes del libro, significativamente tituladas «Descenso», «Vacío» y «Silencio», los tres temas fundamentales de su contrastada partitura. Las sombras van a ser el primero. Término con un uso polisémico en los poemas, traduce la noción de un presente con atributos angustiosos que no se consiguen soslayar, ni siquiera a través de la «fuga». Donde encaja perfectamente el tormento de Sísifo, cuyo final aún se vislumbra más aciago: «cuando esas brasas se apaguen / —por fin— / nos quedaremos a oscuras».

En la segunda parte se introduce la voz solista de la relación amorosa. Su título, «Vacío», ya se anunciaba en la última palabra de la primera sección: «todo me pertenece / pero luego amanezco / con las manos vacías». Anticipaciones y recolecciones son frecuentes. Lo amoroso surge sobre la trama temática ya creada: «y por fin nos besamos / con los ojos cerrados / en un baño de sombra». La manera de significar mantiene, con este nuevo asunto, la leve abstracción creada a partir de los contrastes, aunque en ocasiones, de repente, traza situaciones hiperrealistas que contribuyen, también paradójicamente, a multiplicar las sugerencias borrándolas con su causticidad: «a veces —sin quererlo— pienso en ti / que me amaste entretanto / encontrabas a alguien / a quien amar en serio / como se anda un camino / para llegar a otro».

La tercera parte incorpora el tema de la caducidad de la vida y su final a la sinfonía de las sombras y a la razón oscuramente amorosa, emblemas con los que se fusiona: “la muerte será un pinchazo / agudo, el temblor quizás / de una caricia o quién sabe / si el roce solo / de una sombra al pasar / y nada más”. Despersonalización, impotencia y soledad son ahora los signos que auguran el «Final del viaje», un sueño de repente huérfano de un despertar. Jairo García Jaramillo presenta, como primero, un libro denso en pensamiento poético (tanto formal, como léxico y semántico), ambicioso en su expresión simbólica y con una dicción al mismo tiempo clara e intensa, tan delicada como incisiva.


[Letras 21 | nuevatribuna.es | 25 de junio de 2023 | Enlace]

domingo, 7 de mayo de 2023

Sinfonía del tiempo | «Extraña manera de estar viva. Poesía reunida, 2001-2021)», de Miriam Reyes




Esta «Poesía reunida», que Miriam Reyes (1974) titula a partir de unos significativos versos suyos —«Extraña manera de estar viva / esta necesidad de traducirse / en palabras»—, tiene como virtud inicial el ser una «poesía revisada». La unidad tipográfica de los poemas de diversos libros subraya la coherencia interior de una obra que no solo es fruto de una «extraña manera», sino también, y en especial, testimonio fidedigno de una vida. Pero este es ya el segundo atractivo de la lectura, el presentar seis libros, dispersos en el curso de veinte años y diferentes destinos editoriales, convertidos en movimientos de una única sinfonía. Y en tercer lugar permite, con la ayuda del paso del tiempo, que los ha rejuvenecido, una relectura de sus primeros libros, en especial, Espejo negro (2001), que posiblemente tenga en el presente un significado más hondo del que tuvo en su momento. Como volumen en papel, Extraña manera de estar viva cuenta solo con la obvia limitación de no poder recoger otra dimensión poética de la autora como artista audiovisual y multimedia en sus recitales.  

         La conjunción sinfónica en seis movimientos que revela esta poesía reunida ofrece un diálogo entre dos partes bien diferenciadas. En sus tres primeras publicaciones el punto de vista poético se presenta como un espejo donde se refleja aquella realidad que lacera al sujeto. Una imagen en negativo; o mejor, en negro. Domina un tono despojado de convenciones líricas o directamente expresionista. La fuente de esta realidad hiriente es al mismo tiempo una y doble, en un desdoblamiento que aflora con frecuencia («Y tú quién eres / hija de mis miserias»). Se inician estos tres libros con poemas dedicados a sus padres, incluso uno en el momento del parto, que empieza «Mamá y yo / en la madrugada del…», lo que sitúa el ámbito temático en un juicio más que severo, inflexible, de su propia biografía, desde el mismo origen. Arranca con las decisiones de los padres que durante la infancia han condicionado su vida, y más tarde por la divergencia de criterios. Se extiende al arduo conflicto que genera al sujeto poético el rechazo de la maternidad como eje central de la vida, y todo queda invadido por una idea generalizada de provisionalidad y destrucción («Las casas se derrumban a mi paso / la tierra es una alfombra de escombros»).

         Aunque nazcan de una realidad biográfica traducida a palabras, no todo en los dos primeros libros puede ser leído con esta clave, que ha permitido, por ejemplo, relacionar los múltiples y diferentes comportamientos machistas, que los poemas recogen como impregnaciones de lo real en los versos, con una idea aberrante de la multiplicidad de amantes, como si la poesía del siglo XX, que conoce los correlatos objetivos y la otredad, solo pudiera ser leída como un retrato confesional. Lo que Espejo negro, en mayor medida, y Bella durmiente (2004) muestran, engastado en un sujeto biográfico, es un sujeto sociológico, es decir, una manera de delatar oscuros hábitos íntimos de una sociedad desde el yo que los padece. En este caso se trata de lo que con un acierto mayúsculo la propia poeta denomina amor «misógino», hábitos a los que la poesía accede desde la máscara que le permite desvelarlos: «Amo a este hombre misógino». Una escalofriante reunión de poemas que consiguen iluminar la cara oculta y desconocida del amor romántico.

El yo sociológico, por otra parte, no es extraño en su propia generación y ha sido utilizado para fines poéticos semejantes por poetas como Pablo García Casado o Alberto Tesán. Desalojos (2018) cierra este ciclo con una brutal elegía donde se entrevera el sujeto que despide con el familiar desaparecido una parte de sí mismo y el sujeto sociológico que asiste a un funeral y recoge con fidelidad expresionista la causticidad de los comportamientos que observa.

         En los tres libros siguientes Miriam Reyes modifica registro, punto de vista, asuntos y tono. La poesía se ensimisma. Primero de manera experimental, en Prensado en frío (2015), mediante un modelo informático de combinación de versos de su propia obra. E inmediatamente después en dos libros ensimismados, uno de ellos escrito en la lengua de su madre, el gallego, que en cierto modo regresan a una expresión del amor lírico, con tendencia a una idealización, que tampoco olvida abandonos y vacíos. 

 
[Paraíso. Revista de Poesía nº 21. Jaén, 2023 | Enlace]

domingo, 30 de abril de 2023

Sonido de teclas | «La cesta del lobo», de Raquel Ramírez de Arellano






Para su tercer libro, La cesta del lobo (Ed. Ya lo dijo Casimiro Parker, Madrid, 2022), Raquel Ramírez de Arellano (1975) ha escrito un poema, el primero del conjunto, que alcanza los mil versos. En la edad del haiku y del aforismo, la propuesta ya es elocuente en sí misma. No es la extensión, sin embargo, la única reivindicación del poema. Comparte título con el libro y está escrito a modo de poética, aunque no trata de la manera de hacer los poemas que defiende su autora, sino sobre la forma que tiene de vivir la poesía. De ahí que el primer enunciado que se subraya es el de que «esto no es un poema», porque «un poema es salir contigo / coger juntos un taxi en la plaza Mayor / y que te bajes a la altura de Sol». La predilección de lo vital sobre lo libresco señala el epicentro desde donde nace la voluntad de escritura, su poética. Lo que es y lo que no es un poema entra en un baile verbal de sugerencias que tiene la virtud de convertir los versos en la aguja que cose recuerdos, evocaciones y sensaciones con el hilo transparente del ritmo y de la imaginación, que son las dos grandes propuestas que la autora lanza a partir del poema emblema de su libro.

La primera reivindicación, el ritmo, apela a una concepción oral de la escritura. Todo el libro, no solo este poema, está construido a partir de juegos sonoros con las palabras, desde las repeticiones hasta la combinación de diferentes tipos de verso, unos que a veces se despeñan breves y rápidos, y otros que de repente se remansan en versículos. Estos efectos urden un ritmo que contagia la lectura. Y que se acentúa con la constante construcción anafórica o a través de enunciados que van creciendo, o decreciendo, a partir de la repetición de sus sintagmas («en el bolsillo / en el bolsillo de tu americana / en el bolsillo de tu americana negra...»), para que favorezcan una textura envolvente y melódica que convierte la lectura en una experiencia sensual. A este mismo propósito suman algunos poemas ciertos juegos gráficos de aire caligramático cuyas disposiciones tipográficas parecen modular también la voz desde una concepción sinestésica del sonido.

La segunda gran reivindicación de La cesta del lobo, tanto del poema como del libro con el que comparte título, es la imaginación. Término que tampoco tiene que ver con lo libresco, la fantasía, sino con el anhelado predominio de lo vital, es decir, con la capacidad para relacionar los elementos biográficos consigo mismo («de la barra de herramientas / a mi sien hay solo un paso»), con el lenguaje («el deseo se encuentra parcialmente nublado»), o unos con otros en una sucesión cuya engranaje significativo no se explicita ni se resuelve en el poema: «el tren sigue la marcha / no hay ceniceros / no hay marcha atrás / te aprieto / me aprietas / Mary Jo Bang se suicida desde el centro del segundo verso del poema... / ¿qué vamos a hacer a lomos de esta catástrofe? / voy a divorciarme». En esta secuencia de versos se advierte un avance climático en el que se han elidido los resortes lógicos que entrelazan los sintagmas. Permanece una serie de afirmaciones yuxtapuestas con elementos que, a modo de un collage, connotan un contenido quizá con mayor dramatismo e intensidad que su dibujo figurativo, pues es el lector quien debe establecer en la lectura lo que el poema (que no es) no dice. O dicho de otra manera, la imaginación no solo implica la escritura, sino también la capacidad que se le exige al lector para comprender desde la sugerencia y desde el trazo oblicuo del significado.

Si los mil primeros versos de La cesta del lobo esbozan una poética vitalista, rítmica e imaginativa, los siguiente mil versos, más o menos, la desarrollan en diversos poemas con asuntos ahora más concretos, aunque la cercanía de la escritura a sus límites racionales no siempre facilita su precisión.  Antes que motivos, cabría vislumbrar impulsos y estímulos temáticos que resultan recurrentes. Está muy presente en la percepción que reflejan los poemas de Raquel Ramírez de Arellano lo negativo. Bien en forma de sentimiento doliente cuando habla el sujeto («hay un agujero enorme en el impar de mi esternón») o cuando evoca sucesos lamentables («Un usurero asoma su nariz / Su nariz pegada contra el cristal / Su cara contra el cristal / Y tengo náuseas / y   miedo». O bien adquiere una dicción expresionista si afecta, sobre todo, a la descripción de personajes que desprecia («te crees el ombligo del mundo / cuando bailas un vals vienés / con un puñado de ratas»). Y se suma a este propósito maligno cierta sensibilidad social que recorre el libro y surge de vez en cuando como fuente de matices pesimistas: «Si esto fuera México ya me habrían asesinado». O, con un carácter más abstracto: «la patria es un escupitajo en el significado de la soledad».

Cabe señalar también el uso que la poeta hace de los nombres propios a lo largo del libro, con intenciones nada trascendentes ni culturalistas. En sus versos, los nombres se citan con la misma familiaridad con la que se pronuncian las palabras comunes, adquieren significados léxicos y a través de ellos Raquel Ramírez de Arellano consigue enriquecer el lenguaje poético. Por poner un ejemplo, y en sintonía con las ideas del poema inicial, la cita que se copia a continuación no evoca la figura del poeta francés que nombra, se limita a añadir un matiz al significado que pretende consolidar la impureza y la mixtura como único medio de expresión y de pensamiento: «Pulsa la tecla Rimbaud / devuélvele el verso a la prosa / toma entre tus manos la pértiga de los géneros» para, añade el lector de La cesta del lobo, huir «del agujero» y «del ombligo del mundo».

[Letras 21 | nuevatribuna.es | 30 de abril de 2023 | Enlace]

domingo, 2 de abril de 2023

Diario de intemperies | «La lógica de los refugios», de Elia Quiñones


 



La lógica de los refugios (Mixtura, Barcelona, 2022) es el primer libro de Elia Quiñones (1982), pero no se advierte en sus páginas ninguna de las características propias de un inicio. Es un libro extenso —150 páginas—, perfectamente estructurado, en el que se ponen en práctica diversas técnicas poéticas —versículos, versos, poemas en prosa—, con textos breves e intensos y otros largos con un ritmo y un desarrollo conceptual sostenidos. La lengua poética se despliega con una imaginería sólida, rica y consolidada, con la perfecta combinación entre una enorme variedad léxica y el uso de elementos recurrentes de alto valor significativo. Todo ello habla de un estreno poético largamente preparado en el tiempo, en el que nada se ha dejado a la improvisación juvenil. Y como no es este el signo que parece dominar en la época, vale la pena empezar subrayando la sorprendente madurez de este primer libro. Y entre los elementos que se han cuidado con primor en la presente edición vale la pena destacar también el prólogo de la periodista Eva Muñoz, que encuadra con lucidez las claves del libro y evoca con acierto a la autora, y el dibujo de cubierta, de un impactante expresionismo, obra de la artista Carol Gómez Pelegrín.

         Acierta Eva Muñoz al sugerir una estructura autobiográfica en las cinco partes de La lógica de los refugios, que arranca con una sección donde la infancia y la casa familiar adquieren protagonismo: «toda niña callada a fuego lento tiene boca de revólver / ella usaba mi cabeza para apuntar a sus / enemigos y / ¡bang!». Están escritos los versos, en combinaciones escandidas de largos y muy breves, con una seductora cadencia y un ritmo marcado. Especial relieve tiene en este conjunto el texto «A la habitación marchita de mis padres», que muestra una preocupación ante el propósito paterno de deshacerse de los muebles viejos: «yo he nacido en / estiraba mis piernas de bebé en esa cama», que concluye en el ámbito de la elegía: «a la mecedora / te recuerdo / hubo que matarla ante mis ojos». 

Este poema tiene cierta importancia en la concepción temática del conjunto. Ninguno de los muchos espacios que se recrean en el libro posee ningún prestigio poético. Ni el armario familiar, ni el municipio de Gavá —que un poema vincula al «Dublín de Joyce / un llanto insuficiente / la cicatriz que quedó / de sostener las cadenas»—, ni los múltiples espacios que se evocan en el libro —una piscina, un garaje, una hormigonera—, ni los objetos que cobran importancia —una caja de cerillas— la poseen previamente. Son el punto de partida de una elaboración metafórica desaforada, que no duda en ocasiones en transitar por los límites de lo irracional, y que consigue transformar la vivencia cotidiana, cuya referencia nunca se pierde, en un significado poético al mismo tiempo difuso, por la proliferación metafórica, y concreto porque ha partido de elementos de difícil vuelo imaginativo. De modo que la escritura logra connotar más allá de lo previsible cualquier espacio que se describa. Por ejemplo: «están las fábricas mojadas hoteles que fueron / promesa y una serie finita pero inabarcable / de ramas sin aliento». Así se muestran, en el retrato lingüístico de Elia Quiñones, las fábricas, que alojaron un número concreto e infinito de aspiraciones truncadas. Y sigue: «dentro está el miedo». Una escritura para la que la propia autora ofrece, en otro poema, una definición exacta: «un espesor de nitidez». Y también un sentido de lo lírico que emerge con claridad: quien se expresa en los poemas no es un yo que refleja la hermosura del mundo, pues el suyo carece de esa belleza apriorística, sino un yo que reinventa el mundo con el lenguaje.

La sección siguiente, una suerte de diario poético de una emancipación, presenta un singular recurso formal. Escrito en prosa, muestra tramos de texto tachados, pero cuya lectura resulta posible, y juega con la tipografía que permanece, que a su vez recurre a tres tamaños de letra diferentes para marcar, posiblemente, las diversas vacilaciones de un borrador. Por ejemplo, en tipo diminuto se lee: «(evitar la jerga psicológica para no amortiguar la sugerencia)», como consejo que la autora se da a sí misma. Esta voluntad de presentar el texto con todas sus tachaduras, dudas y modificaciones previas no tiene nada que ver con ninguna arqueología poética sino directamente con el significado de lo que recoge el diario poético: un empezar a vivir por cuenta propia: «Demasiadas veces pintamos a mano alzada con tinta permanente. No es indigno arrepentirse».

En el título de las secciones aparece en dos ocasiones la palabra «desvanes» y una el término «refugios», que también está presente en el título. La prologuista nos advierte de que dos veces aparece el sintagma «el espacio intermedio», esos lugares sin personalidad que el libro devuelve pletóricos de sentido. Esta mínima repetición, dos veces, es frecuente en el libro, y es el modo en el que la poeta establece, de manera tan evanescente, las recurrencias. Los términos de los títulos apuntan hacia el valor que se desea para el libro: un conjunto dispar y con frecuencia insuficiente de refugios —el plural es importante en este libro, incluso para lo que es singular: «y las renuncias de mis madres a los hombres»— para las intemperies. Estas, ordenadas en la impecable estructura del libro, apuntan hacia la familia, la independencia personal, las relaciones amorosas, la práctica profesional, la vida urbana y la vida espiritual entreveradas. Diversas intemperies que la poesía interpreta con toda su potencia imaginativa, pero arraigada en la concreción de una autobiografía, porque «Es en el cuerpo donde inventamos el infinito, y no lo digo yo, no lo digo yo». 

[Letras 21 | nuevatribuna.es | 2 de abril de 2023 | Enlace]

viernes, 17 de marzo de 2023

Nombrar al ausente | Presentación de «El dolor que amamos», de Antonio Crespo Massieu




1

Tengo la sensación de que los libros de Antonio Crespo Massieu nacen unos de otros, como si cada nuevo libro estuviera ya latente en algunos versos escritos por el poeta hace años, o como si los nuevos poemas se desplegaran todos a partir de la existencia de un poema anterior.  Tal vez esta sensación solo proceda de lo mal que se ajusta la poética de Crespo a la miopía de la época, que atiende a los libros como si fuera grageas que se toman con horario, esta visión que se nos impone fragmentada, cuarteada. No sé. Era solo una impresión inicial para empezar a hablar. El caso es que el asunto central del libro que nos ha convocado esta tarde aquí, El dolor que amamos, en su perfecta articulación en dos partes, la ausencia y los ausentes, no es ajena al poeta, en absoluto. Se diría que hablar de ello es un propósito que existe ya en sus poemas más antiguos. Por ejemplo, en el texto «Palabra como mano perdida», que se publicó en el volumen En este lugar, en 2004, su primer libro, se pueden leer estos versos que han esperado casi veinte años para desarrollarse por completo en el  libro actual: «Decir / de la ausencia / coger la palabra / la mano perdida / Decir / y que algo nazca / que alguien viva». No creo que, después de leído el libro actual, se pudiera resumir en términos más precisos. Decir de la ausencia.

Y el poema «Tesis 9 (tikun)», que hace referencia a la tarea de restaurar o de resarcir el mundo y está publicado en su segundo libro, Orilla del tiempo (2005), concluye con cuatro versos premonitorios: «Y la ausencia / mudó su nombre / y la memoria encendió / las sílabas del tiempo». La impresión temática es poderosa, pero quizá a Antonio Crespo le faltaba entonces, en aquellos años, descubrir algo a través de lo cual tomar la palabra de la ausencia y poder nombrarla poéticamente. Le faltaba una metáfora. Es decir, le faltaba descubrir la metáfora creadora del conocimiento poético.

Me detengo un poco en la idea. Es conocida la tesis de Walter Benjamin donde defiende la necesidad de contar la historia con todos los muertos de los desastres de la historia para poder realizar el camino que va desde el pasado hasta el futuro. Pero Antonio Crespo no es un historiador, es un poeta. Y si bien todos acompañamos ese camino, que es a lo que se refiere Benjamin, la poesía no comparte los mismos propósitos ciudadanos. Porque la poesía no es una entidad exclusivamente temporal como sí lo es la historia, no comparte la concepción binaria del tiempo, que es la dialéctica entre pasado y futuro. La poesía, que está erguida en el tiempo, también se sustenta en el espacio (como el poeta sabe muy bien, pues es un gran observador de lugares), espacio que le proporciona, a la poesía, un elemento más que nunca se ha comprendido desde el tiempo, que es la existencia del presente. La comprensión del presente difícilmente remonta el dictamen de Jorge Manrique, en el siglo XV: «Pero si vemos lo presente / cómo en un punto s’es ido / e acabado, / si juzgamos sabiamente, / daremos lo non venido por pasado». Términos que repite casi al pie de la letra Cioran en el siglo XX: «Inútil intentar asirme a los segundos, los segundos se escapan: no hay uno que no me sea hostil, que no me rechace y haga patente su negación a exponerse conmigo. Inabordables todos, uno tras otro proclaman mi soledad y mi derrota» (Caer en el tiempo). El propio Crespo se suma en un verso al mismo parecer: «ahora / el tiempo se escapa sin remedio».

Antonio Crespo habla con frecuencia del tiempo en sus poemas. En la concepción convencional el tiempo es un tema esencial, el espacio una mera circunstancia. Pero el poeta piensa desde el espacio, que es la intuición del presente. Y, además, elabora este pensar desde el lugar con rasgos formales de una poderosa intuición. El poema «Anochecer en el Rompido» se inicia con una estrofa de un único verso que define a la perfección el ámbito de pensamiento poético donde se sitúa el texto: «Abre el mar el libro de las preguntas». Con mayor exactitud no se podría expresar: es «el mar», el espacio, quien permite la epifanía. La estrofa siguiente es un ejemplo de pensamiento locativo puro. Tan puro que ni siquiera existen tiempos verbales en su construcción: «Las barcas varadas en cieno de marisma, / cárdeno atardecer, belleza imposible. / Silencio y espera. Lejanas voces de niños. / Farolillos encendidos, palmeras. / Una larga flecha de arena». La estrofa siguiente atribuye al tiempo lo descrito: «Un tiempo lento. / Preludio y despedida», que es la definición perfecta del presente. Pero el presente no es un componente del binomio que rige el tiempo, que es lo que nunca está presente, sino que es la esencia del espacio. El lugar es el tiempo lento, la fusión de lo que empieza y de lo que acaba en una única mirada; unión de opuestos radicales que es, si uno lo piensa bien, la esencia misma del pensamiento poético. El poema concluye con dos versos que desvelan de modo explícito cuanto se acaba de decir aquí: «Conjuga tu presencia la luz que declina. / Y hace más leve la herida». Eso es la poesía: la conjugación que el yo emprende del lugar donde arraiga para redimirlo y redimirse del tiempo.

La escritora portuguesa Gabriela Llansol decía que «el tiempo tiene dos alas, pero el espacio tiene tres». Y esa tercera ala es con la que vuela la poesía y tiene nombre, se llama presente. En sus dos libros iniciales Antonio Crespo ya muestra el propósito de escribir sobre la idea que emerge en este libro, pero aún no sabía cómo abordarla poéticamente. Aún tardaría diez años en descubrirlo.

 2

El libro que se presenta hoy parece desplegado al completo de un poema de otro anterior, Obstinada memoria, de un texto que titula «Acaso el ángel». O, dicho de otra forma, El dolor que amamos le debe a un poema de 2015 su génesis. El descubrimiento de la metáfora que le dará lugar. Os recuerdo el inicio de este poema que, a partir de un gesto verbal de aire coloquial, casi una anécdota, un inicio muy propio del poeta, se hila una trama en absoluto circunstancial: «Las armas las carga el diablo / (decía mi madre) / y los poemas ¿quién los carga? / Acaso el ángel…». Y sigue: «terrible como la belleza, / el ángel estremecido y distante de Rilke». El poema se construye con un recuento de los diferentes significados que el ángel ha tomado para la historia, para el arte, para la poesía: el ángel de Rilke, el de Paul Klee, el de Benjamin, los de Rafael Alberti, el de Fra Angélico. «¿Acaso son todos el mismo ángel?» se pregunta el poema. La respuesta, en los versos que le siguen, es en sí misma una poética: «Una voz descendida a silencio, / que nace en el poema y duerme y espera / como niño sin ángel, perdido y solo / en el signo herido, en la letra». Y concluye: «Tal vez un ángel / o tal vez su ausencia».

El ángel que faltaba en este recuento es el ángel que le ha permitido a Antonio Crespo escribir el presente libro: «El ángel que sostiene el mundo»; es decir, el ángel del espacio, el ángel con que habitar el presente, el ángel de la poesía. Un ángel en «silencio», un ángel que «espera», un ángel «sin ángel», un ángel «perdido» en lo escrito. Un ángel que es al mismo tiempo «ángel» y «ausencia». Su condición lo desvela: «Este ángel sostiene el dolor del mundo». El ángel es el que carga los poemas. Es la metáfora que abre «el libro de las preguntas» desde la escritura del presente.

3

El dolor que amamos está construido sobre tres pilares temáticos, tres símbolos que vertebran los significados que fluyen entre los versos. El primero, ya ha sido evocado, es el ángel, que es la manera de concretar el sentido que tiene lo difuso. El emblema de lo difuso tiene una poderosa imagen en el libro: «Así pintó Antonello da Messina el ángel que sostiene el muerto». En otro poema del libro leo: «Este es el ángel de las pequeñas cosas. / El que recoge hilos, hebras, filamentos de tiempo / perdidos en el sumidero de la historia». Y el ángel tiene también un atributo, que es «el hilo o hebra finísima del tiempo». Porque, como ya «ha sido escrito: / “cada hebra es un nombre, una historia, un acontecer”». La dimensión del poema surge diáfana: «Rescatar fragmentos, pedacitos, / lo que tal vez fuiste…».

El mecanismo poético que Antonio Crespo propone para establecer su magnitud y medida aparece explícito en un impresionante poema, «Marcel (desde Celeste)». Céleste Albaret, ama de llaves y cuidadora de Proust en sus últimos años, fue también el ángel que cerró para siempre los ojos del escritor, como el ángel de Antonello da Messina. «Y ahora, / Celeste corta un mechón de pelo, / lo guarda entre sus manos, / como una palabra que salvara / el empeño de una vida: / hilo del tiempo, hebra de la infancia». Este es el tratamiento temático en El dolor que amamos. Restaurar los sentidos a partir de un mechón de pelo. De un hilo. De una hebra de la historia.

 4

El ángel que concreta lo difuso, por una parte, y, por la otra, existen la hebra, el hilo, el filamento, el mechón, los vestigios que abren la puerta a la comprensión. Un propósito que exige una finalidad. Unos versos del libro la concretan de este modo: «Lo irreparable, la disolución, / el olvido, el tenaz esfuerzo / por llegar a tu ausencia». Este es el tercer pilar que sostiene el libro que ha escrito Antonio Crespo, y también el que más había ansiado abordar, el que está presente en su escritura desde sus poemas más antiguos. Es también el principio moral de mayor amplitud, que abarca todas las facetas de una personalidad. La ausencia importa como ciudadano que, en el sentido benjaminiano de la historia, no desea un futuro que no haya redimido a los humillados del pasado. Y como individuo, que al transitar por la vida puede repetir las palabras que pronuncia «la mujer» del que ha regresado: «El dolor, su ausencia, me vivía». Es decir, de quien vive la ausencia de familiares, de amistades, de personas a las que admiraba. A esta compartida experiencia, que el poeta describe con exactitud en los versos citados arriba: «…el tenaz esfuerzo / por llegar a tu ausencia», le faltaba un postrer esfuerzo singular, la voluntad poética por convertir la ausencia en voz. En canto. En el objetivo del poema.

El dolor que amamos se articula, ya se ha adelantado al principio de estas palabras, en dos partes. La primera es una indagación poética en la ausencia. La segunda, un recuento personal de ausentes. Ausencia y ausentes son los modos de una conjugación. Llegar a la ausencia y «Hablar a los ausentes». Construir con ellos un presente habitable. Como el presente del «regresado»: «Ahora mira el mar. Los niños jugando en la arena. / Y calla.» El ángel del silencio que carga el poema. La rúbrica del tiempo.

 5

Me he extendido, quizá en exceso, por los aspectos temáticos del libro. Lo exigían, tal vez, por su propia densidad, pero no quiero acabar estas palabras de acercamiento a El dolor que amamos sin mencionar los procesos formales a través de los cuales Antonio Crespo construye los significados.

El primero es la conversión de múltiples referencias culturales (cinematográficas, literarias, históricas y musicales) en materia léxica, es decir, en significado concreto, no temático. El modo de realizarlo es variado, hay citas intertextuales («La blanca mano, el cabello que el viento mueve, esparce y desordena»), hay menciones, hay recreaciones, hay evocaciones (por ejemplo, la de Claudio Rodríguez a través de los títulos de sus libros: «la claridad que contigo desciende / en forma de vuelo, celebración, conjuro»), y, en general, la referencia culta se convierte en significado actual, como en estos versos: «cuando fue a Delfos / para que las batas blancas, la asepsia y el bisturí / leyeran el minúsculo trozo de carne», donde la identidad entre oráculo y hospital enriquece lo que el poema significa. En este capítulo de las referencias culturales tienen una importancia decisiva las parábolas, es decir, las historias concretas que el poema detalla para alcanzar, a través de ellas, un significado abstracto más elevado y más complejo.

En segundo lugar, a la hora de discernir sus modos de significar, importa también subrayar ciertos hábitos sintácticos que le proporcionan carácter a la escritura. Como las enumeraciones («Desciendes hacia el río en bicicleta, / las granjas, el bosque, las ruinas, / habitaciones alquiladas por horas. / La Loire. La catedral de Saint Etienne.»), y también las espléndidas descripciones que contiene este libro, como la del poema «Anochecer en el Rompido» ya reproducido arriba.

En suma, solo me falta agradecer la emoción y el estremecimiento con el que he ido leyendo cada una de estas páginas que con tanta clarividencia ha escrito Antonio Crespo Massieu para todos nosotros desde un presente que solo en los versos permanece indemne, y para sus ausentes, que también son los nuestros.