El balcón de enfrente

Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

domingo, 3 de noviembre de 2024

Vérselas con el tiempo | «Oficio de difuntos», de Luis López Suárez





Durante una buena parte de los siglos por donde navega, el barco de la tradición poética ha tenido un capitán llamado Horacio; o quizá sea un bibliotecario real, si se prefiere la metáfora de la tierra firme de un reino. Está en las Odas no solo el compendio de los asuntos de la meditación literaria, sino también el tono más depurado para realizarla. Como las ramas con las que se va expandiendo el árbol desde el tronco, las épocas han ido añadiendo matices, peculiaridades e incluso controversias. Y aunque los hijos de Eneas ya no reconocen su patria, pues «hostil para [los] nietos [de Anquises] es el mundo», aún existe quien «avanza hacia la luz» que emana donde parecía el fuego extinguido. Oficio de difuntos (Ed. Trea, Gijón, 2023) antes que oración fúnebre es, de una parte, un remozado brote de meditación horaciana y, de otra, un entrañable cancionero. Dos maneras esenciales de la escritura poética a las que Luis López Suárez (1966) se remonta. 

         Del repertorio de temas clásicos, en la primera parte, el poeta explora esencialmente tres, muy próximos entre sí: el Memento mori, el Tempus fugit y el Sic transiit gloria mundi. Para los clásicos, a diferencia de los contemporáneos, el talento no residía en descubrir nuevos asuntos, sino en aportar matices inusitados a los temas conocidos. Y ese es exactamente el valor de Oficio de difuntos.

         Es frecuente en las odas clásicas el uso del diálogo; o mejor expresado, el monólogo disfrazado de diálogo por la inclusión de un receptor mudo, que en ausencia recae en el lector, como ocurre en la cita latina que abre la parte inicial, que tomo de la traducción de Alejandro Bekes: «Inmortal nada esperes, dice el año, y la hora que el día vital se lleva». La meditación se realiza ante alguien que aprende del razonamiento. Este aspecto dialógico, que la poesía cultiva poco, Luis López no solo lo recupera, sino que lo convierte en el núcleo de la meditación. Los cuatro primeros poemas, cuatro impactantes Mementos mori, tienen al poeta —«yo»— como uno de los interlocutores, y el otro va cambiando: su propia calavera, un desdoblado del yo, un él desdoblado del yo, y Hécate, ambigua titania griega que encarna en el texto la emanación de las «tumbas». Se percibe en estos tensos diálogos una raíz lírica escindida: «yo soy el monstruo que consume tu vida», en el que «yo» y «tú» son quien escribe. Esta escisión escenifica un antagonismo en el seno del yo, cuya resolución resulta en el conjunto paradójica y asimétrica. Si bien el monstruo clama «nunca / podrás alcanzarme» y la calavera dilapida «la herencia» que cobija, el yo sobrevive al «objeto» perdido con el que se identifica al despertar. Este desequilibrio argumentativo encarna también el tono de la meditación contemporánea sobre la muerte, la de quien baja «la vista para evitar mirarla».

         Los seis poemas siguientes están protagonizados por seis metáforas, desde la más fugaz (un estremecimiento del aire o un rayo de sol) hasta lo más duradero que ha construido la humanidad (la religión, la cultura, Roma, Constantinopla), y las seis se enfrentan al tiempo. Son poemas ejemplares en su falta de piedad, es decir, en la ausencia de autoengaños, explícita en la devastación expresada en los finales: «lo que conmigo… declina», «la palabra / que nada significa» o «el alba indiferente de tus cielos». A continuación, la singularidad de los dos últimos poemas de la primera parte reside en mostrar la condición humana desde sus polos más opuestos, el más sutil —el evanescente «reflejo» de sí mismo— y el más grosero —la multitud «como las moscas sobre los gatos muertos»—, para coincidir ambos en la pasajera condición del ser. Que es, por otra parte, el tema de meditación enunciado en el encabezamiento de la sección: «quo modo manes» (literalmente, «con qué aspecto te quedas» ante los ojos de la divinidad), es decir, traducido a la comprensión del presente, con qué aspecto nos quedamos ante nosotros mismos. Enunciado que plantea otra escisión en el libro, no solo se manifiesta la del yo ante al destino, sino también la de cuanto existe frente al tiempo.

         En la segunda parte los maestros de la reflexión cambian. Ahora las citas iniciales son de Virgilio y de Petrarca. El título, sin embargo, revela un desplazamiento, se trata de un «jardín de sombra». El planteamiento es similar, Luis López se sitúa al amparo de la tradición amorosa, que le proporciona el asunto a partir del cual desea hilar la sensibilidad contemporánea. En este caso, el conjunto es un cancionero: «venías hacia mí / tú sonreías / desde lejos al verme». El tono solo en parte mantiene la frescura que emana del término «jardín», claridad en los primeros y delicados poemas. Luego las metáforas se endurecen, «amo tu cuerpo destruido / abandonado campo de batalla». La propia idea del amor se diluye («la ceniza de un cuerpo que escapa entre los dedos») y el término «sombra» va apropiándose de la dicción gozosa, para concluir en cuatro versos donde primera y segunda parte confluyen en la deflagración de lo transitorio: «sólo soy tiempo / fuente / que en su propio venero / se consume»; o la lúcida conciencia de que lo humano es solo lo que ya no está de lo que desaparece.


El Cuaderno. Octubre, 2014 [Enlace]



viernes, 25 de octubre de 2024

Presentación de «Año sabático o novela de un ocioso», de José Manuel Benítez Ariza






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Año sabático o la novela de un ocioso es un extraordinario intento de atrapar el tiempo. Quizá esta sea, en modo figurado, una característica inherente a toda buena literatura. Por el volumen del volumen que presentamos hoy, se diría que en este caso lo es casi de modo literal. José Manuel Benítez Ariza, poeta, novelista, crítico, traductor, acuarelista, ahora como diarista ha construido una obra sobre la arena del tiempo y ha convertido en escritura su progresivo desmoronamiento. Este es el único propósito de Año sabático. Un libro que no ha sido escrito para dejar constancia de nada, ni para testimoniar ninguna época, porque en la tarea de dibujar el itinerario del tiempo resulta trivial cualquier pretensión de registro o de constatación. Tampoco es un libro escrito para contar lo vivido, sino algo radicalmente distinto como lo es el hecho de que se haya vivido y se haya escrito en el curso de la misma vivencia. Porque vivir y escribir son, en este libro, una misma acción, no dos actividades consecutivas. Vivir es escribir, sin que haya otra opción de vida ajena a su escritura. Este es el sentido profundo de Año sabático, su condición de tiempo atrapado en el instante de ser vivido y que por haber sido escrito se desmorona ante los ojos del lector en el mismo proceso en el que se desmorona el tiempo vivido. En una lectura que ni siquiera se preocupa por recuperar ningún tiempo perdido, al contrario, la pérdida contiene en su seno la exacta dimensión de la existencia. Año sabático no es un retrato realista de la realidad, es el esfuerzo colosal de la escritura por erguirse en rival del tiempo. José Manuel, ¿qué es más importante, vivir o escribir?

 

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Hay que empezar a leer este libro por el título y el subtítulo, pues ambos ocultan algunas claves de las intenciones del autor. Entre los dos barajan tres conceptos relativamente complejos. El primero es el título, Año sabático. En su sentido literal, este lema acoge el asunto del libro como novela. Un año sabático es aquel en el que a uno le liberan de sus horarios laborales y puede dedicarlo por entero a sus intereses. Es lo que se cuenta, un año, doce meses, múltiples días de un tiempo dedicado por el autor en exclusiva a sus intereses: que contienen todos los de una vida contemporánea, menos un horario laboral. Ahora bien, en sentido simbólico, el tiempo sabático remonta lo circunstancial de esta denominación y adquiere la categoría de esencia. Este libro refleja la vida verdadera de la vida de su autor. En ella no solo hay viajes, visitas, paseos, también existen múltiples momentos con problemas domésticos o de tránsito por la ciudad que parecen perecederos. Y no lo son porque el concepto de vida sabática engloba todo, gozos, penurias y preocupaciones, que la escritura convierte en la verdadera vida del autor, objetivo prioritario de la comprensión literaria.

En el subtítulo hay otro concepto que me atrae poderosamente. El libro lo es de un ocioso. Obviamente sus 834 páginas de escritura descartan taxativamente el sentido literal del término. Lo ocioso del libro remite a otro ámbito. Lo opuesto de un autor ocioso es un autor diligente, sin ningún año sabático por delante. Es decir, aquel para quien la literatura forma parte de su horario laboral: busca asuntos en la sociología del presente, se dirige a un público con un producto para que lo compre, escribe lo que los lectores quieren leer, incluso con tantos por ciento regulados, un poco de violencia, algo más de sexo, un aderezo de finanzas. Me detengo en esta descripción para definir de modo preciso la condición ociosa: el escritor que no escribe para cortejar compradores, sino para seguir y descubrir su propio y personal camino creativo. El propio Benítez Ariza describe lo ocioso mejor que yo, en la página 622 leo: «No es lo mismo –y no hablo ya de méritos— lo que hace el íntimamente obligado a rendir cuentas de sí mismo y de su mundo..., que quien se sienta ante la misma pantalla para pergeñar una nueva aportación a la industria del ocio». Más claro el sentido de ocioso, imposible.

Y aún existe un tercer concepto inquietante en el título, el que a este diario de un año se le denomine «novela». Pero esta cuestión prefiero que sea el propio autor quien nos la explique. José Manuel, ¿tu libro, es diario o es novela?

 

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Al revisar lo que se cuenta en el libro, que no es precisamente poco, veo que es susceptible de ser organizado en tres tipos de asuntos. En primer lugar, los que aparecen con una frecuencia alta en las entradas del libro. En segundo, los que siguen un tratamiento consecutivo en el curso de la lectura. Y en tercer término los que son tratados de modo singular en un único fragmento de las más o menos mil entradas que tiene el volumen.

Las del segundo tipo son evidentes en los viajes, pero también en algunos problemas domésticos que no siempre se solucionan en un día, como el nido de abejas que se formó en un hueco de la persiana del balcón. Y que deja abejas sueltas por la casa durante casi todo el libro.

Más interés crítico tienen las otras dos modalidades de asunto, la constante y la fortuita, porque andan de la mano en todo el conjunto. Los asuntos que se repiten son, a su vez, también de dos clases diferentes. Por una parte, aparecen los que se relacionan con hábitos cotidianos, como las muchas y diversas anécdotas del viaje en autobús al que casi a diario sube el protagonista de este Año sabático y podrían haber formado un libro por sí mismo, una suerte de Viaje en autobús de línea en la estela del que escribió uno de los maestros de Benítez Ariza, Josep Pla. O las constantes referencias al clima o a las características de la estación en la que se escribe, que también darían para un pequeño tratado sobre la materia. Pero hay otro tipo, más interesante, de asuntos recurrentes, que son los temas que atraviesan el libro de principio a fin. Los más relevantes son la conciencia del envejecimiento y las reflexiones sobre el oficio de escritor, por una parte, la crisis económica y las librerías, especialmente las de viejo, por otro. Y en un apartado menos específico, pero más lírico: las poéticas, el recurso a la memoria y la auto-ironía, es decir, la afición a descubrir el humor que se oculta en múltiples situaciones, pero con uno mismo como sujeto de la chanza, no los demás. Lo significativo de este recuento de asuntos no es el listado en sí mismo sino el modo de relacionarse unos con otros, especialmente los tipos primero, el constante, y tercero, el fortuito. Ese cruce de los motivos de fondo con los motivos circunstanciales crea la trama novelística del diario y es la puerta de entrada al efecto de adicción que provoca la lectura de este libro, que felizmente no se acaba enseguida. El epicentro de esta conjunción galáctica de asuntos es un personaje principal o eje de la galaxia, el yo que escribe, en cuyo ser no cesa el lector nunca de adentrarse mientras el yo va narrando infinitas peripecias; no suyas, sino de la vida real. José Manuel, ¿qué aspecto de tu vida en los años de escritura del libro decidiste no contar?

 

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En la coda a una entrada escribes: «Todo esto sucedió el jueves pasado. Lo anoto antes de que se me olvide. La memoria de uno tiene mucho, también, de mapa hecho de parches». Otro cruce interesante del libro es el que se produce entre el mapa y el parche. No está lejos este Año sabático de la metáfora cartográfica. Hay una profunda unidad en el dibujo, que procede de la marca de un estilo literario cuajado en una obra extensa y generosa en cuanto a géneros y registros, que son también los que utilizas mezclados en el conjunto, hay piezas de brillante narrativa, otras de sobrecogedora poesía y múltiples de lúcido ensayo, tanto literario como filosófico o histórico. Pero, por otra parte, el conjunto no deja de ser una monumental costura de parches. Cada uno del millar de textos que lo forman, desde los que ocupan pocas líneas hasta los que se extienden por varias páginas, no deja de ser un parche que el lector, sin embargo, lee como una pieza única, como mapa de un mismo territorio, como parte de un único traje sin ningún remiendo. José Manuel, ¿qué papel ocupa Año sabático en el conjunto de tu obra, que recuerdo ahora a vuela pluma: 14 títulos de poesía, 5 novelas, 4 compilaciones de relatos, 7 libros de ensayo y otros 7 de géneros diversos, diarios, aforismos... ? ¿Es un libro más o le otorgas un protagonismo especial?

 

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Este Año sabático lo publica Polibea, una entrañable editorial independiente, dirigida por Juanjo Martín Ramos, a quien le encanta acompañar a sus autores, le hemos escuchado presentar a sus autores desde esta misma silla en múltiples ocasiones. También estaba previsto que lo hiciera hoy, pero se ha interpuesto una fortuita confabulación de fechas y no ha sido posible, aunque desde el principio del acto tengo la impresión de que Juanjo nos acompaña, con los ojos pendientes de todo lo que decimos y sin ahorrarse ni una sola sonrisa en el camino. En las solapas de Año sabático aparecen enumerados los dos últimos títulos de libros en prosa que he publicado, curiosamente, también dos diarios. He de confesar que mi poética, que siempre he sentido muy próxima a la tuya, aunque la formulara con términos opuestos, como voy a hacer ahora, llegaba al diario después de varias décadas de escritura huyendo de reflejar, como principio literario inalterable, cualquier aspecto autobiográfico. El diario no ha sido para mí una capitulación, sino una necesidad de regeneración, de escribir en un género que nunca había practicado. Se da la coincidencia de que este magma diarístico tuyo, el primero con esta potencia de escritura autobiográfica, llega en el mismo momento de tu bibliografía que en el mío, porque más o menos hemos publicado un número muy parecido de libros y además en las mismas editoriales. Pero la diferencia es que tu poética ha sido, desde el principio, autobiográfica. Es decir, el germen diarístico está en tu poética desde el inicio, pero has esperado cuarenta años de vida literaria para permitir que germinase. De hecho, mientras escribes el diario trabajas en una novela biográfica que retrate tu experiencia juvenil en el Madrid de la Movida. En la página 654 incluso conviven ambas escrituras, la que reconstruye el pasado y la que huele el presente: «¿Quién sabrá dilucidar que esos elementos, incrustados en una historia sucedida hace varias décadas, provienen de esta tarde preveraniega de hoy?» José Manuel, ¿en qué se diferencia la poética de la escritura del yo en el pasado a través de la novela de la que se realiza en el presente a través del diario?

 

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En la página 656 esbozas una lúcida poética de la fotografía que me gustaría recordar ahora: «Fotografío vacíos, fragmentos de cuerpos o caras que no permite identificar a sus dueños. No sé qué persigo con ello. Distraerme, en principio, y adelantarme a la desmemoria, que solo respeta lo casual, lo fragmentario, la luz, los detalles inconexos. Miro y constato el olvido de todo lo que no está en mi mirada. Miro y hago espacio para todo eso que no está». Es curioso porque en la escritura del diario parece que estés haciendo lo opuesto que cuando fotografías, contar el argumento de la vida, dar personalidad a las personas anónimas que se cruzan contigo, construir la casa de la memoria para que albergue los matices que el tiempo, con su lluvia persistente, reblandece y acaba por arrancar. Pero en el fondo, y quiero volver al principio, es la misma poética capturar lo que huye y desmoronar lo capturado. José Manuel, ¿no será que llenamos la escritura de escritura para acentuar su vacío metafísico, no será que vaciamos las imágenes de imágenes para comprender la escritura? No es una pregunta para que la respondas, sino para que nos cuentes algo sobre lo que no se me ha ocurrido preguntarte.

 

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El texto que he citado en mi intervención anterior arranca con una idea interesante, que necesito citar ahora: «En ciertas ocasiones festivas soy básicamente un espectador. No sé hacer otra cosa.». Tendrás que disculparme, hoy no te he permitido que seas un mero espectador, aunque sé que en este momento estarías más a gusto sentado ahí delante y asistiendo a la presentación de tu libro por su autor. Y posiblemente también a mí me encantaría estar viendo en este momento al presentador, y afeando todos sus defectos, en lugar mirar cara a cara a los espectadores y aceptar el juicio de sus miradas. José Manuel, en la escritura, en tu escritura, ¿qué prefieres ser actor o espectador?




 


miércoles, 25 de septiembre de 2024

Lorenzo Gomis, el visionario que miraba hacia atrás




EL CIERVO Nº 807. Septiembre-octubre 2024. Pág.13

lunes, 29 de abril de 2024

En el espejo de Clarín






En enero de 1996, cuando apareció el primer número de Clarín en los kioscos, faltaban pocos meses para que cumpliera 36 años. Casi los mismos meses que faltan ahora, tras la publicación del último número de la revista, para que cumpla los 63. Aunque ambas edades compartan la expectativa de los mismos dígitos, no son la misma edad. En 1996 apenas había publicado tres de los treinta y cuatro títulos que aparecen mencionados en la página de Wikipedia con mi nombre. Es decir, la vida de Clarín se ha desarrollado en perfecta sincronía con mi vida de escritor, que no sé si se habrá acabado también al mismo tiempo.

         Hay dos versos de Charles Baudelaire, donde compara la velocidad a la que cambian las ciudades con el corazón inmutable de los mortales, que suelen citarse con frecuencia en estos casos. Pero cuando echo la vista atrás, hacia los inicios de Clarín y de mi obra, prefiero evocar otro verso y medio del mismo poeta: «Paris change! mais rien dans ma mélancolie / N’a bougé!», que en dos versos castellanos podría traducirse como: «París habrá cambiado, pero en nada / ha transformado mi melancolía».

         Paris chage. Desde luego. Baste pensar que la primera colaboración que envié a la revista la escribí a bolígrafo en un cuaderno, ahí la corregí y posiblemente la tuve que reescribir en otra página para tener un borrador más claro. Luego la tecleé con mucho cuidado en mi Tippa S de entonces, tras enroscar dos folios —con una hoja de papel de calco en medio para poder conservar una copia— en el carro de la máquina de escribir. Cada error en una tecla suponía machacarlo con una hojita de típex hasta que desapareciera y pudiera teclear la letra correcta en su lugar. Si la equivocación era de más de una palabra, valía la pena sacar los folios y empezar de nuevo con otros limpios. Luego había que ensobrar la hoja, timbrarla y buscar un buzón de confianza en la zona. O caminar hasta la estafeta. Y esperar dos semanas a que el director de la publicación respondiera en otra carta que la colaboración había llegado a su destino. Hoy, si yerro en las teclas me da igual, porque el propio programa informático me lo corrige, a veces sin que me dé cuenta. Y unos segundos después de que considere el artículo acabado, ya está en la sede de Clarín en Oviedo. Y si cuando se publique aparece una errata, sé que no es del tipógrafo, sino mía.

         Antes tenía a mano una batería de diccionarios y enciclopedias para comprobar cualquier significado o dato en el que dudase. Hoy, están arrumbados todos en una caja a espera de ningún destino. Antes un libro era siempre un artefacto de papel encuadernado e impreso en tipografía, hoy cualquier libro se puede leer en múltiples soportes que ya nada tienen que ver con el papel. Antes solo se podía hablar por teléfono en casa o en una cabina, hoy llevamos el teléfono en el bolsillo, o en la mano si estamos en bañador. Antes contábamos los valores en cientos y miles de pesetas y ahora lo hacemos en unidades y decenas de euros. Los eventos consuetudinarios de 1996 y de 2022 no tienen nada que ver unos con los otros. Parecen decorados de película de géneros diferentes. La revista ha transitado por el interior de una transformación en las costumbres cuya dimensión está aún por comprender, y hasta hoy había resultado indemne.

N’a bougé!  (nada se ha movido). En qué consiste la melancolía de entonces y de ahora resulta más difícil de determinar, porque ya no es un decorado, sino el río subterráneo de las convicciones. Recuerdo con precisión que aquello que más aplaudí de Clarín en el número inaugural era su estética pobre, a la que ha seguido fiel durante décadas. Impresión en blanco y negro, protagonismo del texto sobre la imagen e ilustraciones de acompañamiento. No era el modelo de las revistas de los 90, lanzadas hacia el delirio del color, la hipérbole del diseño y el sometimiento del texto a la diagramación más estrambótica. Clarín propuso desde su inicio una maquetación elegante y sobria, y en ella se ha mantenido, navegando sobre modas y naufragios. Este punto de serenidad, discreción y, sobre todo, afirmación del valor de lo escrito coincide con mi manera de pensar la vida y cada colaboración que he publicado en la revista me ha arrancado un suspiro de alivio por la certeza de que hay algo que permanece.

  Otro de los aciertos programáticos de la revista ha sido, a lo largo de los años, su carácter heterogéneo. El propósito inserto en el subtítulo, que la presenta como «revista de nueva literatura» se ha ceñido a la literalidad: el ir incorporando como colaboradores a las nuevas generaciones de escritores, cuyo emblema es el cierra del número 162 con la participación del hijo de uno de los colaboradores de Clarín en el primer número. La dirección de la revista se ha limitado a aceptar o no aceptar la calidad de los intereses, impulsos, inclinaciones y afectos cambiantes al paso de las diversas generaciones, sin otras tentaciones de intervención. Ha permitido que respirase el tiempo presente en cada uno de los momentos de estas casi cuatro décadas.

El resultado de la vida de Clarín no es la firmeza de una indeleble melancolía (por usar la palabra de Baudelaire), sino el incesante relato de la construcción, página a página, de un ámbito de pensamiento. En mi caso, si repaso el índice de mis colaboraciones, me sorprende hasta qué punto lo que refleja es el perfil exacto de la construcción de mi mundo literario. Empecé, en Clarín, con las indagaciones sobre el sentido que ocupaba el espacio en la imaginación literaria (en las experiencias de Lisboa y Petra o en los motivos característicos del paisaje urbano), seguí con el descubrimiento, al tiempo que los descubría, de autores que han resultado esenciales en mi formación, como José María Fonollosa, Tomas Tranströmer, John Berger, Gabriela Llansol, César Martín Ortiz, Georges Bataille, Néstor Sánchez… En la historia de Clarín están incluidas las interpretaciones que fui dando al fluir poético en el momento en el que este emergía, como el estudio sobre el «yo sociológico» o las relaciones con el poder. Y ha acabado, en la última época, recogiendo las páginas más determinantes de mi diario, que lo ha sido más de breves ensayos para leer en el autobús que de confidencias personales. En la lista de mis setenta y nueve colaboraciones en la revista (diecinueve artículos, sesenta reseñas) han quedado reflejados con exactitud los rasgos esenciales de mi autorretrato literario, del mismo modo que en el conjunto de las colaboraciones de Clarín a los lectores que lo busquen en las bibliotecas les aguardará el retrato, trazado instante a instante, de treinta y siete años en la vida intelectual y literaria de este país.  


Catálogo de la exposición «La Revista Clarín y la nueva literatura». Págs. 19-20
Biblioteca de Asturias. Marzo, 2023

martes, 2 de abril de 2024

El interior del afuera | «Los 108 nombres de Dios», de Jesús Aguado




La apertura de la poesía española a influencias de otros continentes más allá del europeo no es extraña en el contexto de la literatura peninsular desde la Edad Media, y está presente en sus orígenes, como en las jarchas, y también en períodos de ensanchamiento visionario, como en San Juan de la Cruz. En época contemporánea la influencia de culturas alejadas de las lenguas europeas resulta un fenómeno recurrente de la poesía española a partir de la generación a la que pertenece Jesús Aguado (1961). Él mismo se ha convertido en un ejemplo de este vínculo, primero como joven escritor que viaja reiteradamente a India y que se afinca y reside durante varios años en Benarés. Y a raíz de estas estancias, como erudito, ensayista y traductor de las múltiples proyecciones de la cultura en India. Pero también, y como propósito principal, ha ido incorporando a su obra poética tanto la experiencia de los años junto al Ganges, como, sobre todo, su conocimiento de la poesía india, antigua y contemporánea. Un volumen selecciona y reúne sus escritos poéticos, esparcidos por libros publicados durante tres décadas, de influencia india, Los 108 nombres de Dios (Olé Libros, Valencia, 2023). Esta antología temática no solo resulta interesante para comprobar la actualidad de la obra de Aguado, sino también, y en especial, para establecer a partir de esta el paradigma del influjo literario y los modos de penetración de una tradición ajena a las lenguas europeas, propósito de la presente lectura. 

El primer modo de acercamiento entre universos tan diversos es la crónica. Este término denomina las expresiones poéticas que evocan el encuentro tanto con la realidad como con el pensamiento de la cultura ajena, y se elige por implicar dos polos de relación —escritor y fuente—. Su grado cero sería la forma autobiográfica, próxima al diario. Es la que el poeta ha utilizado en prosa, en el volumen Benarés, India (2018), aunque resulta significativo que esta forma esté presente en una Carta al padre (2016) donde evoca el viaje a la India como una huida de la sombra paterna: «ajena a tu control, limpia de padres».

La crónica es la primera aproximación del poeta a la realidad diversa. La ejemplifica la sección «Animales», escrita desde un yo que observa los comportamientos de búfalos, monos, ardillas, termitas y otros bichos integrados en la vida cotidiana del país. No se limita Aguado a la mera descripción, y ya en este inicial contacto no solo descubre el valor simbólico de algunos motivos («Se podría decir que [los perros] matan a la muerte»), sino que expresa, ante otros, el proceso de interiorización de la experiencia en sus diversas fases, desde la visión («...los búfalos / dirigirse a mis ojos para bañarse en ellos» y el reconocimiento («[los cuervos] le daban voz a mi esperanza»), hasta la identidad («ya no es ella [la ardilla]: eres tú»).

El segundo grado de la crónica es el relato, presente en la serie «Homenajes indios». El título del poema alude a una figura de la poesía india, como Vidyapati (1352-1448) o Kalidasa (s. IV-V), y el poema ilustra un breve historia (a veces en tercera persona, a veces en primera) de carácter amoroso o filosófico. Estos relatos son un grado de crónica más elaborada: Aguado asume el punto de vista de los poetas que ha leído y expresa desde esa perspectiva, en los diversos lances amorosos que se relatan, sus propias ideas. Así, el dedicado a «Amaru» es una escenificación india de la alteridad y de la inmanencia, ejes esenciales de su poética: «ambos somos el otro y este mundo es el cielo». Lo mismo puede señalarse de otras series dedicadas a poetas indios con otros asuntos temáticos. Se puede vincular también a este capítulo la ideación de figuras ficticias, como el poeta Ramprasad, cuya falsa biografía, sin embargo, desvela auténticas contradicciones de la vida india.

La crónica culmina un tercer grado de abstracción, que es el poema. Textos que recrean estilos específicos de expresión poética india, como el «De la tribu Nila», o reviven, desde la lengua propia, las formas aprendidas de oración, como «El nombre de Dios. Krishna».

En su conjunto la crónica (diario, descripción, relato o poema) configura un acercamiento siempre con dos polos implícitos, el autor y el referente indio. En una segunda vía de absorción de la influencia la doble polaridad se funde en una única personalidad poética, un emblema que enlaza al poeta con el objeto de su pasión a través de la ideación de un heterónimo: Vikram Babu, quien asume la peculiar estructura de la poesía de Kabir (1440-1518) y a partir de esta exhibe una sólida personalidad como fustigador de formas de ser y de comportamientos morales impropios o incongruentes, y como defensor de sutiles principios filosóficos y religiosos.

El heterónimo funde la dualidad, pero expande una nueva sombra dual: la del nombre del autor por detrás del nombre ficticio. Por seguir la nomenclatura pessoana, tal vez se podría denominar ortónimo al poeta que asume como propio, en su lengua, el pensamiento poético de origen indio. En todo caso, este es exactamente el fenómeno de llegada del proceso de influencia exógena y es lo que muestran el conjunto poético «Mendigo», casi un manifiesto de la pobreza como aspiración («Si no te pido nada. / O sí: / que dejes intocada mi intemperie»),  y los dos extraordinarios poemas que cierran el volumen: «Dice Kabir» y el texto que incorpora al acerbo esta edición, «Los 108 nombres de Dios», una meditación sobre la «insuficiencia» esencial de la labor intrínseca del poeta: «no sé nombrar el mundo que me nombra».


[Paraíso nº 22. Jaén, 2024]