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«Norte y sur son apenas el final de una ruta para las aves de paso [...], y dos enclaves geográficos en la biografía de Yolanda Soler Onís: nació en Santander, en 1964, y actualmente reside en Las Palmas [...].» Supongo que escribí estas líneas en 1987 —a esta fecha ya sin vigencia se refiere el adverbio «actualmente»—, pues las he encontrado manuscritas en unas cuartillas dentro de mi ejemplar de Sobre el ámbar, publicado en aquel año. Imagino que es el esbozo de una columna que escribí sobre la autora y que se publicó, si mis anotaciones no se equivocan, en el Diario de Avisos de Tenerife el día 9 de abril de 1987.
Recuerdo cómo llegó este primer libro a mis manos. Ramón Buenaventura acababa de publicar Las Diosas Blancas (Hiperión, Madrid, 1985), su «Antología de la joven poesía española escrita por mujeres». Pese al acierto que tuvo con el libro, en aquel momento pensé que se había apresurado, y que su precaria información, el mismo Buenaventura lo confiesa en el prólogo, había propiciado el olvido de algunos nombres que me parecían importantes y el absoluto desconocimiento de lo que estaba ocurriendo fuera de Madrid en este ámbito. Escribí con vehemencia militante —por lo de «joven»: entonces creía en mi generación y uno de sus rasgos principales era precisamente este, la irrupción de una «poesía escrita por mujeres»— un par de columnas de «El balcón de enfrente» sobre el asunto. En una puse como ejemplo de que el fenómeno tenía una amplitud mayor a Yolanda Soler Onís, cuyos poemas, delicados y sugerentes, había leído en un número de «Borrador», el suplemento literario del Diario de Avisos que dirigía Fernando Senante. Dudo que supiera algo más sobre la autora aquellos días; sólo tenía un nombre y unos poemas, y la clara intuición de sentirme coetáneo a aquellos versos.
Días después me llegó por correo Sobre el ámbar y redacté con entusiasmo una nueva columna, ahora dedicada sólo a este libro, que titulé «Ave de paso». En la última frase escribí: «Siendo Sobre el ámbar un primer libro, presagia ya un vuelo poético dispuesto a mostrar un mundo desde su incesante tránsito». Algunos años más tarde, después de leer Mudanzas, si aún existiera mi pequeña columna crítica, la acabaría con una afirmación idéntica, a la que sólo hubiera añadido una frase: «...tránsito desde una ausencia a la ausencia»:
“He venido para quedarme”
dijo al despedirse
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Barcelona, abril de 2003
«Norte y sur son apenas el final de una ruta para las aves de paso [...], y dos enclaves geográficos en la biografía de Yolanda Soler Onís: nació en Santander, en 1964, y actualmente reside en Las Palmas [...].» Supongo que escribí estas líneas en 1987 —a esta fecha ya sin vigencia se refiere el adverbio «actualmente»—, pues las he encontrado manuscritas en unas cuartillas dentro de mi ejemplar de Sobre el ámbar, publicado en aquel año. Imagino que es el esbozo de una columna que escribí sobre la autora y que se publicó, si mis anotaciones no se equivocan, en el Diario de Avisos de Tenerife el día 9 de abril de 1987.
Recuerdo cómo llegó este primer libro a mis manos. Ramón Buenaventura acababa de publicar Las Diosas Blancas (Hiperión, Madrid, 1985), su «Antología de la joven poesía española escrita por mujeres». Pese al acierto que tuvo con el libro, en aquel momento pensé que se había apresurado, y que su precaria información, el mismo Buenaventura lo confiesa en el prólogo, había propiciado el olvido de algunos nombres que me parecían importantes y el absoluto desconocimiento de lo que estaba ocurriendo fuera de Madrid en este ámbito. Escribí con vehemencia militante —por lo de «joven»: entonces creía en mi generación y uno de sus rasgos principales era precisamente este, la irrupción de una «poesía escrita por mujeres»— un par de columnas de «El balcón de enfrente» sobre el asunto. En una puse como ejemplo de que el fenómeno tenía una amplitud mayor a Yolanda Soler Onís, cuyos poemas, delicados y sugerentes, había leído en un número de «Borrador», el suplemento literario del Diario de Avisos que dirigía Fernando Senante. Dudo que supiera algo más sobre la autora aquellos días; sólo tenía un nombre y unos poemas, y la clara intuición de sentirme coetáneo a aquellos versos.
Días después me llegó por correo Sobre el ámbar y redacté con entusiasmo una nueva columna, ahora dedicada sólo a este libro, que titulé «Ave de paso». En la última frase escribí: «Siendo Sobre el ámbar un primer libro, presagia ya un vuelo poético dispuesto a mostrar un mundo desde su incesante tránsito». Algunos años más tarde, después de leer Mudanzas, si aún existiera mi pequeña columna crítica, la acabaría con una afirmación idéntica, a la que sólo hubiera añadido una frase: «...tránsito desde una ausencia a la ausencia»:
“He venido para quedarme”
dijo al despedirse
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La obra que Yolanda Soler ha publicado desde Sobre el ámbar hasta Mudanzas es breve. Resulta innecesario recordar el arraigo que en nuestra tradición poética ha tenido la obra de escasa extensión, desde Jorge Manrique o San Juan de la Cruz hasta Gustavo Adolfo Bécquer. Las razones de la brevedad pueden hallarse fuera de la propia obra, en la biografía o en el contexto histórico, pero también es posible rastrearlas en el germen mismo de los poemas.
El caso paradigmático de escritura breve que mejor puede ayudar a comprender a nuestra autora es, sin duda, Garcilaso de la Vega. Puede pensarse que la escueta cantidad de escritos que legó se deba a una vida breve, desgraciadamente interrumpida. Tal vez, pero también es verdad que a los 35 años cualquier poeta del Siglo de Oro había escrito algunos cientos de versos más. La brevedad en Garcilaso está íntimamente vinculada a la escritura de su única y exclusiva pasión poética: el canto a su amor ideal. Pocos versos se apartaron de este propósito, y sin duda un emperador lamentó no haber sido loado por un súbdito de pluma tan elegante. Nada interesó a Garcilaso, como poeta, —tal vez sólo la amistad— más allá de su devoción única; la brevedad como expresión de su pasión ideal fue para él condición esencial de su poesía. Fue el signo de su autenticidad.
Me gustaría ahora explicar la brevedad en Yolanda Soler bajo el ejemplo de Garcilaso. El carácter intensa y exclusivamente lírico de la autora, atento sólo a su íntima relación con el ideal —tema medular en toda su obra, tal como lo fue en la de Garcilaso—, tiende de una manera necesaria hacia un movimiento poético centrípeto. Y la concentración es, en primer término, densidad, fruto de este sometimiento de motivos poéticos dispersos a un único punto de comprensión. En sentido inverso al de la escritura, cualquier poema de Yolanda Soler, una vez determinado su tema, permite desplegar múltiples explicaciones secundarias —en relación, por ejemplo, a la naturaleza o al paisaje— que sin embargo en el ámbito temático carecen absolutamente de protagonismo. Y en segundo lugar es intensidad, es decir, propósito de emular en el lenguaje poético la fuerza emocional sentida. La brevedad es, pues, condición interna en la obra poética que estas páginas presentan.
Hasta donde conozco el hábito creativo de nuestra poeta, puedo atestiguar que densidad e intensidad forman parte de la concepción misma de la escritura. Yolanda Soler transcribe sus poemas en pequeños cuadernos que puede transportar a cualquier parte y que sin embargo resultan totalmente inútiles porque sus poemas se graban directamente en la memoria de la autora y ahí permanecen largos períodos de tiempo, no sólo corrigiéndose sino, sobre todo, cargándose de significado. O mejor, poniendo a prueba el poema, enfrentándolo a los nuevos acontecimientos de la vida cotidiana para comprobar que es capaz de abarcar todos sus sentido, que nada se escapa, en los latidos de un corazón, a lo que las palabras iluminan. Iluminan u ocultan, pues la escritura de la intimidad con el ideal precisa de ese claroscuro de sugerencias y matices:
Detengo por ello los labios en el verso:
Aguardo.
El caso paradigmático de escritura breve que mejor puede ayudar a comprender a nuestra autora es, sin duda, Garcilaso de la Vega. Puede pensarse que la escueta cantidad de escritos que legó se deba a una vida breve, desgraciadamente interrumpida. Tal vez, pero también es verdad que a los 35 años cualquier poeta del Siglo de Oro había escrito algunos cientos de versos más. La brevedad en Garcilaso está íntimamente vinculada a la escritura de su única y exclusiva pasión poética: el canto a su amor ideal. Pocos versos se apartaron de este propósito, y sin duda un emperador lamentó no haber sido loado por un súbdito de pluma tan elegante. Nada interesó a Garcilaso, como poeta, —tal vez sólo la amistad— más allá de su devoción única; la brevedad como expresión de su pasión ideal fue para él condición esencial de su poesía. Fue el signo de su autenticidad.
Me gustaría ahora explicar la brevedad en Yolanda Soler bajo el ejemplo de Garcilaso. El carácter intensa y exclusivamente lírico de la autora, atento sólo a su íntima relación con el ideal —tema medular en toda su obra, tal como lo fue en la de Garcilaso—, tiende de una manera necesaria hacia un movimiento poético centrípeto. Y la concentración es, en primer término, densidad, fruto de este sometimiento de motivos poéticos dispersos a un único punto de comprensión. En sentido inverso al de la escritura, cualquier poema de Yolanda Soler, una vez determinado su tema, permite desplegar múltiples explicaciones secundarias —en relación, por ejemplo, a la naturaleza o al paisaje— que sin embargo en el ámbito temático carecen absolutamente de protagonismo. Y en segundo lugar es intensidad, es decir, propósito de emular en el lenguaje poético la fuerza emocional sentida. La brevedad es, pues, condición interna en la obra poética que estas páginas presentan.
Hasta donde conozco el hábito creativo de nuestra poeta, puedo atestiguar que densidad e intensidad forman parte de la concepción misma de la escritura. Yolanda Soler transcribe sus poemas en pequeños cuadernos que puede transportar a cualquier parte y que sin embargo resultan totalmente inútiles porque sus poemas se graban directamente en la memoria de la autora y ahí permanecen largos períodos de tiempo, no sólo corrigiéndose sino, sobre todo, cargándose de significado. O mejor, poniendo a prueba el poema, enfrentándolo a los nuevos acontecimientos de la vida cotidiana para comprobar que es capaz de abarcar todos sus sentido, que nada se escapa, en los latidos de un corazón, a lo que las palabras iluminan. Iluminan u ocultan, pues la escritura de la intimidad con el ideal precisa de ese claroscuro de sugerencias y matices:
Detengo por ello los labios en el verso:
Aguardo.
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Es difícil que una obra contemporánea pueda sustraerse a una primera aproximación sociológica. La sociología literaria es, en cierto modo, la adecuación al presente de los conocimientos propios de la historia literaria, es decir, la indagación en el contexto histórico, social y literario de la autora y, sobre todo, en las relaciones significativas que se hayan establecido entre uno y otra. Dos principios han de regir esta investigación preliminar: primero, que la fecha de entrada en la historia es la marca insoslayable del nacimiento, la que proporciona aquellas pautas de coetaneidad que han permitido a historiadores y sociólogos establecer el concepto de generación histórica; y segundo, que el retrato o corte sincrónico que se realice del contexto literario ha de dar cabida a todas las expresiones artísticas. Ambos principios me parece oportuno subrayarlos antes de afrontar los contextos de Yolanda Soler Onís, pues suele ser hábito crítico frecuente el excluir, absurdamente, de la historia literaria a aquellos autores que no casan con el boceto general de la época.
En el caso de Yolanda Soler es pertinente establecer un doble contexto, uno genérico y otro específico. En genérico tiene que ver con la valoración de su adscripción generacional. Por su fecha de nacimiento, 1964, cabría situar a nuestra autora en el entorno de la generación de 1961 (1954-1968)–según las tablas propuestas por Julián Marías al interpretar las ideas de José Ortega y Gasset— que en poesía ha recibido, entre otros, el nombre de «Generación de los 80» por ser esta la década en la que muchos autores empezaron a publicar.
Merece la pena recordar que, a grandes rasgos, es posible identificar en una generación contemporánea una historia literaria central, constituida por los sucesos que mayor relieve alcanzaron en la sociedad del momento y que suele protagonizar las primeras visiones que se trazan sobre la época, a veces las únicas; una historia literaria periférica, que sucede al margen de las preocupaciones centrales, bien sea por su carácter local –margen geográfico—, bien sea porque se aparta, voluntariamente o por rechazo, del gusto dominante –margen estético—; y una historia literaria oculta, invisible en su momento, que sólo es descubierta y valorada tiempo después.
Resulta evidente constatar que Yolanda Soler no se ha integrado en absoluto en el tronco central de su generación. Hay algunas razones geográficas (sus libros de poesía han aparecido o en Canarias o en Cantabria, equidistantes de los centros privilegiados de la edición) que lo explicarían, pero en este caso estoy convencido de que las razones de la adscripción periférica de Yolanda Soler son especialmente estéticas. El núcleo central de su generación ha tenido, sobre todo en los años 80 y parte de los 90, un contenido poético determinado (formalismo métrico, lenguaje coloquial, realismo expresivo con matices sentimentales y concepción moral de la escritura...) que se encuentran en el polo opuesto de los intereses literarios de Yolanda Soler. Es, creo, un voluntario alejamiento de las líneas dominantes de su generación lo que caracteriza su incursión en la historia literaria. Señalar esta distancia estética resulta significativo, pues vivió el mismo clima e influencias que sus coetáneos, e incluso tuvo la oportunidad de entrar en contacto directo con ellos durante los años que dedicó a la gestión cultural o en los diversos congresos y reuniones en los que ha participado. Y sin embargo, desde sus primeros poemas se ha mostrado ajena a la historia literaria central que ha crecido al mismo tiempo que su obra, pero en total asimetría.
Hay otro contexto que me gustaría reseñar, éste de carácter específico. Con el paso de las décadas acaso se afirme, al contemplar la generación de 1954-1968, que le ha correspondido situar ante el fenómeno artístico en igualdad sociológica los dos sexos, algo impensable sólo 20 años antes. Diversos factores históricos y sociales han potenciado este inédito equilibrio, desde la implantación democrática de la educación hasta la conciencia cada vez más extendida de las necesidades de igualdad entre mujeres y hombres. Este es un contexto que sin duda atañe a Yolanda Soler como mujer poeta. La sociología literaria se ha limitado a recoger el fenómeno en algunas antologías (en especial la inaugural Las Diosas Blancas, ya citada, y la más reposada Ellas tienen la palabra, de Noni Benegas y Jesús Munárriz, Hiperión, Madrid, 1997), aunque la penetración crítica de estos trabajos resulta insuficiente y hasta cierto punto insatisfactorio, si bien es cierto que cada vez más se están consolidando las antologías poéticas como medio, a veces único, de análisis literario del presente.
La intuición nos lleva a sospechar que estas mujeres poetas coetáneas de Yolanda Soler, individual o colectivamente, tal vez hayan aportado algo nuevo al lenguaje poético del final del siglo XX e inicios del XXI, y de ser así, entonces este contexto sociológico sí resultaría valioso, pues tendría una repercusión directa en la obra poética. A falta de una visión crítica profunda en la que apoyarse, cualquier lector atento habrá observado que en la escritura de algunas de estas mujeres poetas se ha producido una renovación del lenguaje poético en general y en particular del lenguaje amoroso tal como lo había transmitido la tradición posromántica. A través de Isla Correyero (1957), Menchu Gutiérrez (1957), Blanca Andreu (1959), Esperanza Ortega (1959), Esperaza López Parada (1962), Almudena Guzmán (1964) o Ada Salas (1965) se puede rastrear una voluntad innovadora en su generación que sí ofrece un contexto —contemplado no como influencias mutuas sino como conjunto de afinidades literarias— válido para comprender la poesía de Yolanda Soler. Esta línea, que se incrementa notablemente en la generación de 1954-1968, puede rastrearse también en los ámbitos periféricos de las generaciones anteriores, a través de Dionisia García (1929), María Victoria Atencia (1931), Clara Janés (1940) o Olvido García Valdés (1950). En este contexto crítico sí se inscribe la poesía de Yolanda Soler con un contenido que va a resultar decisivo para su poesía, la revitalización del lenguaje del idealismo amoroso, que llega agotado a finales del siglo XX, convertido en una sucesión de tópicos inertes, y que cobra de súbito una fuerza expresiva pletórica y renovada:
Persigo la blancura de tus piernas
obeliscos ambiciosos de alturas sin sombra.
O alguno de esos roces
que huelen a tierra,
de esos roces sin nombre
que tus dedos transforman en silencio,
en un agua sagrada
que se estremece y nos empapa
borrando contornos.
En el caso de Yolanda Soler es pertinente establecer un doble contexto, uno genérico y otro específico. En genérico tiene que ver con la valoración de su adscripción generacional. Por su fecha de nacimiento, 1964, cabría situar a nuestra autora en el entorno de la generación de 1961 (1954-1968)–según las tablas propuestas por Julián Marías al interpretar las ideas de José Ortega y Gasset— que en poesía ha recibido, entre otros, el nombre de «Generación de los 80» por ser esta la década en la que muchos autores empezaron a publicar.
Merece la pena recordar que, a grandes rasgos, es posible identificar en una generación contemporánea una historia literaria central, constituida por los sucesos que mayor relieve alcanzaron en la sociedad del momento y que suele protagonizar las primeras visiones que se trazan sobre la época, a veces las únicas; una historia literaria periférica, que sucede al margen de las preocupaciones centrales, bien sea por su carácter local –margen geográfico—, bien sea porque se aparta, voluntariamente o por rechazo, del gusto dominante –margen estético—; y una historia literaria oculta, invisible en su momento, que sólo es descubierta y valorada tiempo después.
Resulta evidente constatar que Yolanda Soler no se ha integrado en absoluto en el tronco central de su generación. Hay algunas razones geográficas (sus libros de poesía han aparecido o en Canarias o en Cantabria, equidistantes de los centros privilegiados de la edición) que lo explicarían, pero en este caso estoy convencido de que las razones de la adscripción periférica de Yolanda Soler son especialmente estéticas. El núcleo central de su generación ha tenido, sobre todo en los años 80 y parte de los 90, un contenido poético determinado (formalismo métrico, lenguaje coloquial, realismo expresivo con matices sentimentales y concepción moral de la escritura...) que se encuentran en el polo opuesto de los intereses literarios de Yolanda Soler. Es, creo, un voluntario alejamiento de las líneas dominantes de su generación lo que caracteriza su incursión en la historia literaria. Señalar esta distancia estética resulta significativo, pues vivió el mismo clima e influencias que sus coetáneos, e incluso tuvo la oportunidad de entrar en contacto directo con ellos durante los años que dedicó a la gestión cultural o en los diversos congresos y reuniones en los que ha participado. Y sin embargo, desde sus primeros poemas se ha mostrado ajena a la historia literaria central que ha crecido al mismo tiempo que su obra, pero en total asimetría.
Hay otro contexto que me gustaría reseñar, éste de carácter específico. Con el paso de las décadas acaso se afirme, al contemplar la generación de 1954-1968, que le ha correspondido situar ante el fenómeno artístico en igualdad sociológica los dos sexos, algo impensable sólo 20 años antes. Diversos factores históricos y sociales han potenciado este inédito equilibrio, desde la implantación democrática de la educación hasta la conciencia cada vez más extendida de las necesidades de igualdad entre mujeres y hombres. Este es un contexto que sin duda atañe a Yolanda Soler como mujer poeta. La sociología literaria se ha limitado a recoger el fenómeno en algunas antologías (en especial la inaugural Las Diosas Blancas, ya citada, y la más reposada Ellas tienen la palabra, de Noni Benegas y Jesús Munárriz, Hiperión, Madrid, 1997), aunque la penetración crítica de estos trabajos resulta insuficiente y hasta cierto punto insatisfactorio, si bien es cierto que cada vez más se están consolidando las antologías poéticas como medio, a veces único, de análisis literario del presente.
La intuición nos lleva a sospechar que estas mujeres poetas coetáneas de Yolanda Soler, individual o colectivamente, tal vez hayan aportado algo nuevo al lenguaje poético del final del siglo XX e inicios del XXI, y de ser así, entonces este contexto sociológico sí resultaría valioso, pues tendría una repercusión directa en la obra poética. A falta de una visión crítica profunda en la que apoyarse, cualquier lector atento habrá observado que en la escritura de algunas de estas mujeres poetas se ha producido una renovación del lenguaje poético en general y en particular del lenguaje amoroso tal como lo había transmitido la tradición posromántica. A través de Isla Correyero (1957), Menchu Gutiérrez (1957), Blanca Andreu (1959), Esperanza Ortega (1959), Esperaza López Parada (1962), Almudena Guzmán (1964) o Ada Salas (1965) se puede rastrear una voluntad innovadora en su generación que sí ofrece un contexto —contemplado no como influencias mutuas sino como conjunto de afinidades literarias— válido para comprender la poesía de Yolanda Soler. Esta línea, que se incrementa notablemente en la generación de 1954-1968, puede rastrearse también en los ámbitos periféricos de las generaciones anteriores, a través de Dionisia García (1929), María Victoria Atencia (1931), Clara Janés (1940) o Olvido García Valdés (1950). En este contexto crítico sí se inscribe la poesía de Yolanda Soler con un contenido que va a resultar decisivo para su poesía, la revitalización del lenguaje del idealismo amoroso, que llega agotado a finales del siglo XX, convertido en una sucesión de tópicos inertes, y que cobra de súbito una fuerza expresiva pletórica y renovada:
Persigo la blancura de tus piernas
obeliscos ambiciosos de alturas sin sombra.
O alguno de esos roces
que huelen a tierra,
de esos roces sin nombre
que tus dedos transforman en silencio,
en un agua sagrada
que se estremece y nos empapa
borrando contornos.
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La obra poética de Yolanda Soler Onís, necesariamente breve, consta, hasta la fecha de edición de este volumen, exactamente de 75 poemas (se ha excluido la sección «Mudanzas I», del libro homónimo, por tratarse de una elaboración previa y fragmentaria de los poemas de las secciones posteriores). 63 de estos poemas se incluyen en la presente antología. Las ediciones originales en las que están incluidos estos 75 poemas son las siguientes:
*Sobre el ámbar
La obra poética de Yolanda Soler Onís, necesariamente breve, consta, hasta la fecha de edición de este volumen, exactamente de 75 poemas (se ha excluido la sección «Mudanzas I», del libro homónimo, por tratarse de una elaboración previa y fragmentaria de los poemas de las secciones posteriores). 63 de estos poemas se incluyen en la presente antología. Las ediciones originales en las que están incluidos estos 75 poemas son las siguientes:
*Sobre el ámbar
V Premio de Poesía José Hierro, Ayuntamiento de Santander, Santander, 1987, 42 páginas, incluye un dibujo en la cubierta y ocho en páginas interiores de José Dámaso, realizados en 1986 e inspirados directamente en el libro. El volumen está dedicado «a Manuel Onís, in memoriam». Lo forman dos secciones que se corresponden con los dos primeros libros de la autora, aunque en orden inverso: «Sobre el ámbar» [1985-1986], con 7 poemas, y «Aves de paso» [1980-1985], con 18 poemas. El conjunto está fechado en «Las Palmas de Gran Canaria, septiembre 1982-marzo 1986».
*Nombres ajenos
Edición privada promovida por Jesús Bombín en Madrid, 1989, 24 páginas. Este cuadernillo recoge los dos libros siguientes de la autora en forma de dos secciones: «Contra la espalda del día» [1986-1989], con 5 poemas, y «Nombres ajenos» [1989], con 5 poemas.
*Memoria del agua
Colección La Sirena del Pisueña nº 17, Ayuntamiento de Santa María de Cayón (Cantabria), Santander, 1997, 68 páginas. La edición está precedida por un prólogo de Jorge Rodríguez Padrón titulado «En una isla, una mujer». Este volumen tiene un doble protagonismo: por una parte incluye una amplia antología (29 poemas) de los cuatro libros anteriores, y por otra presenta un nuevo libro, «Botania» [1989-1993], con 11 poemas.
*Mudanzas
Colección Los Premios nº 6, editorial Germanía, Valencia, 2002, 70 páginas. Existe una segunda edición en: ediciones el Kultrún, Valdivia, Chile, 2002, 82 páginas, ilustrado con fotografías de Mariana Matthews (Santiago de Chile, 1948). El conjunto está precedido por una cita de José Hierro: «No vine sólo por decirte / (aunque también) que no volveré nunca / y que nunca podré olvidarte», primera estrofa del poema «En son de despedida» de Cuaderno de Nueva York (1998). Esta es la única cita que la autora ha incluido en su obra. El libro, el más amplio y complejo en la bibliografía de la autora, está formado por tres secciones: «Mudanzas I» compuesto por 23 fragmentos previos a la lectura completa de los poemas, que la edición de Valencia publica en el sentido horizontal de la página y la de Chile en papel diáfano con una cuidada maqueta que potencia las transparencias. «Mudanzas II» con 12 poemas y «Mudanzas III» con 17 poemas completan el volumen. La edición de Valencia se fecha en «Lanzarote, octubre de 2001» y la de Chile en «Lanzarote, otoño 2001 / Valdivia, invierno 2002» (esta ampliación del marco temporal del libro se debe a las especiales características de la edición, pues su ilustración fue el fruto de un diálogo entre Yolanda Soler y la fotógrafa Mariana Matthews en tierras chilenas.
5
Aves de paso se abre con un hermoso poema cuyo tono apelativo («Aves de paso /.../ ¡yo os convoco en la desesperanza! /.../ A vosotras, / maestras de soledades, / rota / en medio de este invierno claro / os convoco en la memoria») se aparta de la voz que va a sonar en el resto del libro, y tal vez por ello presenta un carácter singular que bien puede interpretarse como preámbulo a la obra entera, pues contiene tres términos que serán esenciales: el tránsito («aves de paso»), la ausencia («la desesperanza») y la memoria. Las tres columnas semánticas sobre las que Yolanda Soler Onís va a construir su singularidad poética.
*Nombres ajenos
Edición privada promovida por Jesús Bombín en Madrid, 1989, 24 páginas. Este cuadernillo recoge los dos libros siguientes de la autora en forma de dos secciones: «Contra la espalda del día» [1986-1989], con 5 poemas, y «Nombres ajenos» [1989], con 5 poemas.
*Memoria del agua
Colección La Sirena del Pisueña nº 17, Ayuntamiento de Santa María de Cayón (Cantabria), Santander, 1997, 68 páginas. La edición está precedida por un prólogo de Jorge Rodríguez Padrón titulado «En una isla, una mujer». Este volumen tiene un doble protagonismo: por una parte incluye una amplia antología (29 poemas) de los cuatro libros anteriores, y por otra presenta un nuevo libro, «Botania» [1989-1993], con 11 poemas.
*Mudanzas
Colección Los Premios nº 6, editorial Germanía, Valencia, 2002, 70 páginas. Existe una segunda edición en: ediciones el Kultrún, Valdivia, Chile, 2002, 82 páginas, ilustrado con fotografías de Mariana Matthews (Santiago de Chile, 1948). El conjunto está precedido por una cita de José Hierro: «No vine sólo por decirte / (aunque también) que no volveré nunca / y que nunca podré olvidarte», primera estrofa del poema «En son de despedida» de Cuaderno de Nueva York (1998). Esta es la única cita que la autora ha incluido en su obra. El libro, el más amplio y complejo en la bibliografía de la autora, está formado por tres secciones: «Mudanzas I» compuesto por 23 fragmentos previos a la lectura completa de los poemas, que la edición de Valencia publica en el sentido horizontal de la página y la de Chile en papel diáfano con una cuidada maqueta que potencia las transparencias. «Mudanzas II» con 12 poemas y «Mudanzas III» con 17 poemas completan el volumen. La edición de Valencia se fecha en «Lanzarote, octubre de 2001» y la de Chile en «Lanzarote, otoño 2001 / Valdivia, invierno 2002» (esta ampliación del marco temporal del libro se debe a las especiales características de la edición, pues su ilustración fue el fruto de un diálogo entre Yolanda Soler y la fotógrafa Mariana Matthews en tierras chilenas.
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Aves de paso se abre con un hermoso poema cuyo tono apelativo («Aves de paso /.../ ¡yo os convoco en la desesperanza! /.../ A vosotras, / maestras de soledades, / rota / en medio de este invierno claro / os convoco en la memoria») se aparta de la voz que va a sonar en el resto del libro, y tal vez por ello presenta un carácter singular que bien puede interpretarse como preámbulo a la obra entera, pues contiene tres términos que serán esenciales: el tránsito («aves de paso»), la ausencia («la desesperanza») y la memoria. Las tres columnas semánticas sobre las que Yolanda Soler Onís va a construir su singularidad poética.
El tono que domina Aves de paso es más reflexivo e íntimo, y está construido alrededor de algunos elementos recurrentes. El primero de ellos es el «tú», la segunda persona propia del lenguaje amoroso: «No me basta el retrato de un día azul / para colmar tu hueco», se lee en el primer poema; «Persigo la blancura de tus piernas», empieza el segundo. El «tú» incorpora esta poesía a la extensa tradición de la lírica amorosa, pero con una novedad, pues la incorpora desde la voz del «tú» en la tópica de tradición amorosa, invierte la dirección de las palabras; del poeta a la amada se pasa explícitamente a las palabras de la mujer al hombre: «Amé un instante de hombre que como tiempo / pasó». Junto al «tú» tradicional se conservan igualmente los tópicos amatorios, pues se habla de la ausencia («tu hueco») y no se olvida el canto físico («tus piernas»). Ahora bien, el término «hueco» (o el término «nada» del final de otro poema: «Bajo mis manos transparentes / nada») no proceden del léxico propio del idealismo amoroso, sino que apuntan hacia un contenido existencial. Algo similar ocurre con las «piernas», que el verso siguiente define como «obeliscos ambiciosos de alturas sin sombra», remitiendo antes hacia una desfiguración de raíz irracional que a un modelo de belleza tópica. Esta simbiosis inicial entre elementos poéticos de diversas procedencias: un cuerpo tradicional en el que se injertan signos inequívocamente contemporáneos da una idea de la pretensión inicial de su poética: la renovación de la lírica amorosa desde dentro.
La reiteración del término «silencio» en este primer libro resulta también significativa. «Silencio» es, como se sabe, uno de los emblemas de la poesía moderna en su rechazo de la mímesis, los mitos y los totalitarismos. Sobre este eco, que se suma a los signos contemporáneos —acaso también «aves de paso»— que convoca la autora en sus poemas iniciales, Yolanda Soler ha creado un símbolo propio. Un símbolo que, por polisémico, resulta fundacional de su poética, pues tanto puede lamentar la ausencia del amado («ni ese íntegro silencio que me habita»), como evocar su placer («que tus dedos transforman en silencio»), tanto celebrar su mundo («penetro en tu silencio») como acompañar a los «afanes muertos». La voz poética emerge en mitad de estos dos polos de silencio: entre la ausencia (silencio deshabitado) y la presencia (silencio habitado). El silencio es condición del poema. Este marco inicial engloba también la obra entera, le da razones a su brevedad, pues es una escritura desgajada siempre de un silencio, y a su intensa raíz lírica, ya que sólo se escribe para representar la vida que tiembla y balbucea entre silencios.
Y aún hay un tercer elemento que desde Aves de paso irradia hacia la obra construida con posterioridad: su concepción platónica del amor. El amor es en muchos poemas de Yolanda Soler una espera, de hecho es «una infinita sucesión de esperas», una búsqueda infructuosa («Sólo sombra de sombras hallé») o una voluntad por recuperar un tiempo armónico («Pretendo recobrar las calles / las alcanforadas buhardillas / y hasta las margaritas / de aquellos días de té con miel») en el que el amor se cumplió («Lo que fuimos / cuando las gaviotas eran aves aún»). El presente poético sólo nace –sombra de sombras— en mitad de dos tiempos ideales: entre un pasado de amor cumplido («Amé un instante de hombre...»), y un futuro anhelado en el que se busca reencontrar el amor satisfecho:
Lo que somos
pese a una lluvia de soles
lo fuimos ya
frente a frente ante un cristal.
6
Sobre el ámbar introduce en el mundo intensamente lírico de Yolanda Soler un nuevo símbolo: la «isla». La isla es, en primer lugar, un paisaje sutil: «Retorno a una isla que se fecunda / en su vientre de barrancos». Un paisaje que no se evoca con protagonismo poético, sino sólo como marco ornamental que conduce la estrofa hacia la ausencia amorosa: [Retorno] «a la negra cinta de húmedo picón: los poros / se hacinan como rosas caídas / bajo esta luna que no te recobra». A veces la evocación de la isla llega metonímicamente a través de determinadas propiedades de la naturaleza insular: el mar, el siroco, la arena...
Como el ámbar, la isla detiene el tiempo «visceral» en un obsesivo círculo («la obsesiva finitud / de un universo circular»), lo destruye, lo convierte en «vana mirada de las gárgolas». Esta capacidad insular para estancar la vida, para negarle el tiempo, para ser «paréntesis de piedra» contribuye a la esterilidad de un presente que sólo anhela la memoria que ha de volver:
Estériles
hasta que la memoria
La reiteración del término «silencio» en este primer libro resulta también significativa. «Silencio» es, como se sabe, uno de los emblemas de la poesía moderna en su rechazo de la mímesis, los mitos y los totalitarismos. Sobre este eco, que se suma a los signos contemporáneos —acaso también «aves de paso»— que convoca la autora en sus poemas iniciales, Yolanda Soler ha creado un símbolo propio. Un símbolo que, por polisémico, resulta fundacional de su poética, pues tanto puede lamentar la ausencia del amado («ni ese íntegro silencio que me habita»), como evocar su placer («que tus dedos transforman en silencio»), tanto celebrar su mundo («penetro en tu silencio») como acompañar a los «afanes muertos». La voz poética emerge en mitad de estos dos polos de silencio: entre la ausencia (silencio deshabitado) y la presencia (silencio habitado). El silencio es condición del poema. Este marco inicial engloba también la obra entera, le da razones a su brevedad, pues es una escritura desgajada siempre de un silencio, y a su intensa raíz lírica, ya que sólo se escribe para representar la vida que tiembla y balbucea entre silencios.
Y aún hay un tercer elemento que desde Aves de paso irradia hacia la obra construida con posterioridad: su concepción platónica del amor. El amor es en muchos poemas de Yolanda Soler una espera, de hecho es «una infinita sucesión de esperas», una búsqueda infructuosa («Sólo sombra de sombras hallé») o una voluntad por recuperar un tiempo armónico («Pretendo recobrar las calles / las alcanforadas buhardillas / y hasta las margaritas / de aquellos días de té con miel») en el que el amor se cumplió («Lo que fuimos / cuando las gaviotas eran aves aún»). El presente poético sólo nace –sombra de sombras— en mitad de dos tiempos ideales: entre un pasado de amor cumplido («Amé un instante de hombre...»), y un futuro anhelado en el que se busca reencontrar el amor satisfecho:
Lo que somos
pese a una lluvia de soles
lo fuimos ya
frente a frente ante un cristal.
6
Sobre el ámbar introduce en el mundo intensamente lírico de Yolanda Soler un nuevo símbolo: la «isla». La isla es, en primer lugar, un paisaje sutil: «Retorno a una isla que se fecunda / en su vientre de barrancos». Un paisaje que no se evoca con protagonismo poético, sino sólo como marco ornamental que conduce la estrofa hacia la ausencia amorosa: [Retorno] «a la negra cinta de húmedo picón: los poros / se hacinan como rosas caídas / bajo esta luna que no te recobra». A veces la evocación de la isla llega metonímicamente a través de determinadas propiedades de la naturaleza insular: el mar, el siroco, la arena...
Como el ámbar, la isla detiene el tiempo «visceral» en un obsesivo círculo («la obsesiva finitud / de un universo circular»), lo destruye, lo convierte en «vana mirada de las gárgolas». Esta capacidad insular para estancar la vida, para negarle el tiempo, para ser «paréntesis de piedra» contribuye a la esterilidad de un presente que sólo anhela la memoria que ha de volver:
Estériles
hasta que la memoria
de una acuosa mirada yedra
sobre las algas torne.
Los dos breves libros que forman la edición de Nombres ajenos añaden una nueva recurrencia: el agua («Tu nombre /.../ Se convierte en agua»). Acompaña el nuevo símbolo, en estos dos libros, una pérdida de la difusa idealidad del amor que va a favor de los «nombres» hechos «agua», es decir, a favor de una presencia del amor más palpable y «visceral», y una ausencia expresada con una aspereza más vivida: [los nombres] «anduvieron hurgándome la carne / con sus letras salobres / para pudrirse en ella». Nombres ajenos, dentro de los límites semánticos que la autora ha ido tranzando libro a libro, presenta una mayor rotundidad y cierta tendencia expresionista en el paradigma metafórico de la ausencia: «cenizas frías», «acartonado contra el asfalto», «ideas / como gusanos negros en la cal», «hierbajos / lapidarios»...
En este contexto de una mayor tensión en el lenguaje, de una progresiva radicalización, Botania supone, en la particular curva creativa de la autora, una relajación gracias a la inclusión de un elemento exterior a la reflexión poética —la vegetación: árboles, plantas, flores— con una doble función, estructural y semántica. Cada uno de los 11 poemas contiene la mención a un ejemplar botánico junto a algunas referencias al paso de los meses y de las estaciones, y este hecho le proporciona cohesión estructural al conjunto. Las menciones vegetales no se convierten, sin embargo, en protagonistas temáticos del poema. A veces suministran una precisa metáfora al tema esencial de la autora («los labios del barranco / velan / —retama en miel— / cuanto no beso»), en otros casos tejen un contexto paisajístico concreto («Ámame / a la sombra / eterna del alerce»). Esta concreción que añade la mención exacta de árboles y plantas, dentro del conjunto de la obra de Yolanda Soler, culmina un proceso en el que sutilmente se supera una simbología nutrida por referencias compartidas («silencio», «hueco», «nada»...), en busca de una simbología concreta y próxima a los elementos («agua», vegetales...), de un carácter más personal. Y acaso sea éste el valor más relevante del libro, y el hecho de que lo haya culminado con un proceso estructural cerrado aconseja pensar que con él se cierra igualmente un primer período (1980-1995) de la obra de Yolanda Soler; período en el que se ha establecido un riguroso límite temático a su universo lírico, se ha profundizado en él y ha cristalizado un hábitat simbólico de naturaleza concreta y origen vinculado a los elementos.
7
Si Botania aconsejaba cerrar un ciclo, el libro siguiente, y último hasta el momento, Mudanzas, supone una amplitud en el seno de la obra poética de Yolanda Soler que inmediatamente sitúa al lector en el ámbito de la madurez creativa.
Mudanzas es, en primer lugar, el título más extenso y también el más complejo desde el punto de vista de su composición. Está dividido en tres partes, de las que primera y segunda contienen textos idénticos pero con una asimetría constructiva que desgaja en la primera los poemas en grupos de uno o dos versos. Esta disposición experimental del material poético, primero en frases aisladas y luego en poemas, resulta acertada para crear una sensación de extrañeza —en la primera parte, en la que las frases parecen retar su lectura racional— que inmediatamente se convierte en familiaridad cuando el lector las encuentra en un texto poético dispuestas a transmitir un significado. Este paso de la extrañeza a la familiaridad, favorecido por la reescritura asimétrica, es el camino hacia la comprensión poética y al mismo tiempo el camino de la creación en el personal modo compositivo de Yolanda Soler. Cada frase o verso va convocando aislado los significados que luego van a entrar en armonía cuando llegue el poema. Lo que «Mudanzas I» pretende es, por lo tanto, centrar la atención en el proceso previo al poema, en la extrañeza que no es sólo la de la lectura sino también la de la composición, en el valor que tiene la construcción, verso a verso, de un significado poético.
En estas mismas páginas se ha definido la poesía de Yolanda Soler como un neoplatonismo amoroso, como una ausencia presente que se yergue como memoria entre la culminación ocurrida en el pasado y la que se anhela repetir en el futuro. En la primera época de la autora, la perfección pretérita se presentaba como vivida, aunque reducida siempre a una expresión verbal («Amé...», «lo que fuimos...», «que en otro tiempo nos dieron tanto»), sin matices y, sobre todo, sin una textura simbólica que prendiera ese pasado colmado a una vida singular. La recreación simbólica singular, en este período creativo, estaba centrada en el presente.
Lo primero que pone en cuestión Mudanzas II en relación al neoplatonismo anterior es la nitidez del esquema temporal. Y lo hace mediante una pregunta: «¿Todo ha sucedido ya en este instante?». Verso que en Mudanzas I se reproducía sin signos de interrogación. El hecho de cuestionar desde el presente («en este instante») y desde la ausencia («los días comenzaban a parecer / iguales») el tiempo pretérito de la perfección («¿Todo ha sucedido ya...?») posee la inmediata función de prender esta evocación del amor culminado a la vida, al presente. El tiempo vivido carece de fronteras absolutas, el pasado invade el presente y continúa siendo presente («Conservo de aquel tránsito cierto aire cómplice»). En Mudanzas II se alternan en los poemas, por lo tanto, dos presentes, uno desde el que se escribe, el presente de la ausencia, y otro que se evoca, el presente del amor, los dos se entrelazan y anudan; vacío y presencia se funden en un tiempo único.
Muchos poemas de Mudanzas III arrancan de versos de las dos secciones anteriores, o los rescriben en su seno, mezclando versos de distintos poemas. Los poemas ahora tienden a ser más extensos y declarativos, más explícitos. Es, pues, la tercera parte del libro una apertura y ampliación de significados que se añade al juego de extrañeza-familiaridad que se había planteado en la primera y la segunda. Una vez en Mudanzas II se había determinado la pertenencia del verso al poema, Mudanzas III remite a la carga inicial de significados que suponía Mudanzas I al reordenar los versos en otros poemas donde adquieren matices nuevos.
Mudanzas III recupera el presente de ausencia, aunque no absoluta, pues la escritura cose y calma el desgarro de los tiempos sincopados:
Los dos breves libros que forman la edición de Nombres ajenos añaden una nueva recurrencia: el agua («Tu nombre /.../ Se convierte en agua»). Acompaña el nuevo símbolo, en estos dos libros, una pérdida de la difusa idealidad del amor que va a favor de los «nombres» hechos «agua», es decir, a favor de una presencia del amor más palpable y «visceral», y una ausencia expresada con una aspereza más vivida: [los nombres] «anduvieron hurgándome la carne / con sus letras salobres / para pudrirse en ella». Nombres ajenos, dentro de los límites semánticos que la autora ha ido tranzando libro a libro, presenta una mayor rotundidad y cierta tendencia expresionista en el paradigma metafórico de la ausencia: «cenizas frías», «acartonado contra el asfalto», «ideas / como gusanos negros en la cal», «hierbajos / lapidarios»...
En este contexto de una mayor tensión en el lenguaje, de una progresiva radicalización, Botania supone, en la particular curva creativa de la autora, una relajación gracias a la inclusión de un elemento exterior a la reflexión poética —la vegetación: árboles, plantas, flores— con una doble función, estructural y semántica. Cada uno de los 11 poemas contiene la mención a un ejemplar botánico junto a algunas referencias al paso de los meses y de las estaciones, y este hecho le proporciona cohesión estructural al conjunto. Las menciones vegetales no se convierten, sin embargo, en protagonistas temáticos del poema. A veces suministran una precisa metáfora al tema esencial de la autora («los labios del barranco / velan / —retama en miel— / cuanto no beso»), en otros casos tejen un contexto paisajístico concreto («Ámame / a la sombra / eterna del alerce»). Esta concreción que añade la mención exacta de árboles y plantas, dentro del conjunto de la obra de Yolanda Soler, culmina un proceso en el que sutilmente se supera una simbología nutrida por referencias compartidas («silencio», «hueco», «nada»...), en busca de una simbología concreta y próxima a los elementos («agua», vegetales...), de un carácter más personal. Y acaso sea éste el valor más relevante del libro, y el hecho de que lo haya culminado con un proceso estructural cerrado aconseja pensar que con él se cierra igualmente un primer período (1980-1995) de la obra de Yolanda Soler; período en el que se ha establecido un riguroso límite temático a su universo lírico, se ha profundizado en él y ha cristalizado un hábitat simbólico de naturaleza concreta y origen vinculado a los elementos.
7
Si Botania aconsejaba cerrar un ciclo, el libro siguiente, y último hasta el momento, Mudanzas, supone una amplitud en el seno de la obra poética de Yolanda Soler que inmediatamente sitúa al lector en el ámbito de la madurez creativa.
Mudanzas es, en primer lugar, el título más extenso y también el más complejo desde el punto de vista de su composición. Está dividido en tres partes, de las que primera y segunda contienen textos idénticos pero con una asimetría constructiva que desgaja en la primera los poemas en grupos de uno o dos versos. Esta disposición experimental del material poético, primero en frases aisladas y luego en poemas, resulta acertada para crear una sensación de extrañeza —en la primera parte, en la que las frases parecen retar su lectura racional— que inmediatamente se convierte en familiaridad cuando el lector las encuentra en un texto poético dispuestas a transmitir un significado. Este paso de la extrañeza a la familiaridad, favorecido por la reescritura asimétrica, es el camino hacia la comprensión poética y al mismo tiempo el camino de la creación en el personal modo compositivo de Yolanda Soler. Cada frase o verso va convocando aislado los significados que luego van a entrar en armonía cuando llegue el poema. Lo que «Mudanzas I» pretende es, por lo tanto, centrar la atención en el proceso previo al poema, en la extrañeza que no es sólo la de la lectura sino también la de la composición, en el valor que tiene la construcción, verso a verso, de un significado poético.
En estas mismas páginas se ha definido la poesía de Yolanda Soler como un neoplatonismo amoroso, como una ausencia presente que se yergue como memoria entre la culminación ocurrida en el pasado y la que se anhela repetir en el futuro. En la primera época de la autora, la perfección pretérita se presentaba como vivida, aunque reducida siempre a una expresión verbal («Amé...», «lo que fuimos...», «que en otro tiempo nos dieron tanto»), sin matices y, sobre todo, sin una textura simbólica que prendiera ese pasado colmado a una vida singular. La recreación simbólica singular, en este período creativo, estaba centrada en el presente.
Lo primero que pone en cuestión Mudanzas II en relación al neoplatonismo anterior es la nitidez del esquema temporal. Y lo hace mediante una pregunta: «¿Todo ha sucedido ya en este instante?». Verso que en Mudanzas I se reproducía sin signos de interrogación. El hecho de cuestionar desde el presente («en este instante») y desde la ausencia («los días comenzaban a parecer / iguales») el tiempo pretérito de la perfección («¿Todo ha sucedido ya...?») posee la inmediata función de prender esta evocación del amor culminado a la vida, al presente. El tiempo vivido carece de fronteras absolutas, el pasado invade el presente y continúa siendo presente («Conservo de aquel tránsito cierto aire cómplice»). En Mudanzas II se alternan en los poemas, por lo tanto, dos presentes, uno desde el que se escribe, el presente de la ausencia, y otro que se evoca, el presente del amor, los dos se entrelazan y anudan; vacío y presencia se funden en un tiempo único.
Muchos poemas de Mudanzas III arrancan de versos de las dos secciones anteriores, o los rescriben en su seno, mezclando versos de distintos poemas. Los poemas ahora tienden a ser más extensos y declarativos, más explícitos. Es, pues, la tercera parte del libro una apertura y ampliación de significados que se añade al juego de extrañeza-familiaridad que se había planteado en la primera y la segunda. Una vez en Mudanzas II se había determinado la pertenencia del verso al poema, Mudanzas III remite a la carga inicial de significados que suponía Mudanzas I al reordenar los versos en otros poemas donde adquieren matices nuevos.
Mudanzas III recupera el presente de ausencia, aunque no absoluta, pues la escritura cose y calma el desgarro de los tiempos sincopados:
Otra mañana azul intensamente
calma.
Te escribo
la historia de un juego de cajas chinas
que aún conservo
de aquellas travesías que ignoraban Suez.
—Lo demás no es necesario—
[...]
Este verso último de la cita, escrito entre guiones, «—lo demás no es necesario—», recuerda una vez más la vocación rigurosamente lírica de la poesía de Yolanda Soler Onís: sólo es necesario escribir desde la vivencia del presente sobre la memoria «de aquellas travesías». Y eso es exactamente lo que hace, en un tono reflexivo, Mudanzas III, recupera poco a poco para el presente la vida y todos sus atributos: los pájaros, los amigos... y el propio cuerpo («aquella mujer del espejo / y tú, / el que la viste hermosa»), aunque exista siempre el contrapunto de la rasura del mundo que supone el final del amor («más allá de ti, / desearé desnudas las ciudades», «Los amigos vinieron a festejar el cambio / aquella mañana que no desperté»).
Una espléndida metáfora cifra este punto de partida de Mudanzas III:
Junto a tu nombre más antiguo, la huella
que solía dejar el circo
en la hierba y en la constancia de lo efímero.
Así pasa el amor, igual que el circo —una reformulación festiva del mundo— dejaba al marchar su huella sobre la hierba y su «constancia» en la memoria. Y «Después de las palabras fue el sitio de los sueños / sumisos / como ellas a una geografía extrema / donde todo es orilla». Es decir, tras el paso festivo del circo/amor vuelve el sueño a aliarse con los espacios rasurados del presente. A la recuperación de su sentido vuelve a dedicarse el tramo final de Mudanzas III («Ya en el secreto elijo esta ventana / frente al mar»), a la espera de que el tiempo desgaje definitivamente del presente lo sucedido, borre los signos de interrogación de un pasado que desvirtuaba sus límites y lo devuelva todo a una memoria opaca, sin transparencias que la liguen al tiempo de la vida. Esta es la certidumbre del poema que cierra el libro:
Todo ha sucedido ya en este instante
el abrazo del aire,
la voz que acaricia,
su ausencia de espino
incluso lo transparente posterior
a la memoria.
Poema que culmina, hasta la edición de la presente antología, una obra poética atenta al tránsito de una ausencia arrancada al silencio a la ausencia como condición ineludible de la escritura.
calma.
Te escribo
la historia de un juego de cajas chinas
que aún conservo
de aquellas travesías que ignoraban Suez.
—Lo demás no es necesario—
[...]
Este verso último de la cita, escrito entre guiones, «—lo demás no es necesario—», recuerda una vez más la vocación rigurosamente lírica de la poesía de Yolanda Soler Onís: sólo es necesario escribir desde la vivencia del presente sobre la memoria «de aquellas travesías». Y eso es exactamente lo que hace, en un tono reflexivo, Mudanzas III, recupera poco a poco para el presente la vida y todos sus atributos: los pájaros, los amigos... y el propio cuerpo («aquella mujer del espejo / y tú, / el que la viste hermosa»), aunque exista siempre el contrapunto de la rasura del mundo que supone el final del amor («más allá de ti, / desearé desnudas las ciudades», «Los amigos vinieron a festejar el cambio / aquella mañana que no desperté»).
Una espléndida metáfora cifra este punto de partida de Mudanzas III:
Junto a tu nombre más antiguo, la huella
que solía dejar el circo
en la hierba y en la constancia de lo efímero.
Así pasa el amor, igual que el circo —una reformulación festiva del mundo— dejaba al marchar su huella sobre la hierba y su «constancia» en la memoria. Y «Después de las palabras fue el sitio de los sueños / sumisos / como ellas a una geografía extrema / donde todo es orilla». Es decir, tras el paso festivo del circo/amor vuelve el sueño a aliarse con los espacios rasurados del presente. A la recuperación de su sentido vuelve a dedicarse el tramo final de Mudanzas III («Ya en el secreto elijo esta ventana / frente al mar»), a la espera de que el tiempo desgaje definitivamente del presente lo sucedido, borre los signos de interrogación de un pasado que desvirtuaba sus límites y lo devuelva todo a una memoria opaca, sin transparencias que la liguen al tiempo de la vida. Esta es la certidumbre del poema que cierra el libro:
Todo ha sucedido ya en este instante
el abrazo del aire,
la voz que acaricia,
su ausencia de espino
incluso lo transparente posterior
a la memoria.
Poema que culmina, hasta la edición de la presente antología, una obra poética atenta al tránsito de una ausencia arrancada al silencio a la ausencia como condición ineludible de la escritura.
Barcelona, abril de 2003
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«Prólogo» a Memoria del agua y otros poemas; Ediciones Baile del Sol, Tenerife, 2003
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