Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

viernes, 18 de septiembre de 2009

MUERTE Y RESURRECCIÓN DEL «YO» en la poesía de Manuel Vilas


Si con El cielo (2000), Manuel Vilas (Barbastro, 1962) había dado un golpe de timón a su obra poética, y el hecho produjo también un ligero vaivén en el rumbo de la poesía española contemporánea que no ha pasado desapercibido, por cierto, pese a que ésta ande siempre excesivamente preocupada por la perpetuación de los valores consolidados, el reciente Resurrección (2005) confirma la aventura estilística emprendida por aquel libro, pero le añade como novedad una recuperación que supone dar un paso más allá en el sentido global de su obra. En ambos libros sorprenderán al lector el desparpajo narrativo, la irreverencia del tono y el magnetismo de un lenguaje poético que se despeña en cascada a través de versos largos, casi versículos, que tratan de emular la oralidad interior (con una paradójica combinación de discurso oral y de pensamiento, en especial en sus formas de expresión organizada, como la oración religiosa); y cuando sedimenten los ecos verbales del poema, ese mismo lector aumentará su perplejidad y desazón ante la trágica fisura que los versos han creado en el esfuerzo de racionalidad con que se percibe el mundo. Como los grandes creadores del siglo XX, Vilas ha pretendido con El cielo y con Resurrección ahondar en la desfiguración y en la distorsión de una razón desposeída y en perpetua deriva.
Las primeras publicaciones de Manuel Vilas, Osario de los tristes (1988) y sobre todo El rumor de las llamas (1990), sitúan el punto de partida de una evolución que acabará por subvertirlo. Hay en estos libros juveniles una decidida declaración romántica: una concepción del mundo como memoria y ruina, una afición grande a prestar la voz del sujeto a artistas de biografía torturada en la forma canónica del monólogo dramático, y una poderosa atracción hacia lo absoluto, que se manifiesta en una selección léxica de tendencia abstracta, en un tono de reminiscencias gnómicas y, claro, en un gusto por asuntos que concluyen en razones absolutas, como el amor y la muerte. El modelo del idealismo romántico, en las fechas en que se publicaron estos libros, podía entenderse en una lectura apresurada como un anacronismo. De hecho en aquel momento se consolidaba en España una poesía poco respetuosa con la herencia visionaria del romanticismo. Hoy, El cielo y Resurrección devuelven a los poemas juveniles un valor nuevo: el diálogo que Manuel Vilas había elegido como punto de partida poco tiene que ver con las contingencias de la poesía española del momento, pues se establece con la gran poesía europea del XIX. Este diálogo con un modelo tan distante, sin embargo, no es en absoluto ingenuo, hecho que hubiera resultado ciertamente anacrónico, sino que coincide con el diálogo inicial que establecieron en sus obras literarias los autores que fecundarán la suya: Cernuda, Borges, Pessoa y Kafka. En suma, lo que mimetiza el joven Vilas no es la poesía del XIX, sino el punto de partida de la contemporaneidad, que asume desde dentro la crisis de la subjetividad e idealismo románticos.
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Los dos títulos que siguen en su bibliografía, El mal gobierno (1993) y Las arenas de Libia (1998), traslucen, en primer término, el esfuerzo del poeta por sincronizarse con la poesía de su momento histórico. La inflamación romántica se reduce ahora drásticamente, conforme el gusto de la época: Hölderlin es visto desde la paradoja del gran visionario que en vida no es más un «pobre lelo», y el romanticismo se reduce a un motivo turístico de París, emparentado con la dulce vida y las aguas del Sena. Pese a estos desplantes, y a los nuevos acentos coloquiales, lo mejor de esta época de inflexión aún sigue siendo la huella atormentada de la deflagración del absoluto. Hay también un intento claro de apropiarse de personalidades que el poeta siente afines, en especial la de Luis Cernuda, siempre a través de la técnica del monólogo dramático, utilizada de un modo convencional. También hoy, desde El cielo, se descubren los pasos que conducen hasta su poesía actual: el propio Vilas los ha puesto al descubierto en una antología reciente, El nadador (Poesía, 1988-2002), donde selecciona con sagacidad los textos que en su obra trazan el camino hasta el presente.


El salto cualitativo que existe entre Las arenas de Libia y El cielo no se puede comprender sin atender, no obstante, a dos libros en prosa, la novela-dietario Dos años felices (1995) y la recopilación de sus artículos en prensa La región intermedia (1999). Aquí se halla la primera característica de la renovación que supone el ciclo que El cielo inaugura: la relación de consanguinidad que Manuel Vilas establece entre tres géneros literarios: la poesía, la narración y el periodismo. Si en un primer momento se advierte un tránsito de habilidades, recursos e imaginario desde el poeta hacia el prosista en extenso (la novela), y en la fragmentación de los artículos en prensa, asumidos desde el principio por Vilas como un hecho esencial y central en su escritura. En estos dos nuevos géneros, con la herencia poética, el prosista perfila un personaje. Un personaje narrativo que nace con una contradicción interna desgarradora: en un alma aristócrata, idealista y visionaria —la de sus primeros libros de poesía— inserta una vida en el epicentro del torbellino de la actualidad (el disparatado carrusel de las clases medias en las grandes ciudades europeas: centros comerciales, turismo, servicios masificados y estéticas e ideologías naïf). El acierto de este personaje narrativo es que no huye, ni en el espacio ni en el tiempo, de este agobiante contexto, sino que lo asume —con su alma aristocrática— como realidad absoluta, como único horizonte en la imaginación colectiva y personal, como objeto único de la razón. Y es este personaje —que en su molde narrativo ha evolucionado en dos libros extraordinarios, Zeta (2002) y Magia (2004)— el que ha transitado de vuelta a la poesía y ha dotado al sujeto poético de una consistencia, alcance y singularidad nuevos.
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El personaje narrativo, ahora de regreso a la órbita poética sufre en El cielo una nueva transformación. Su abrumador contexto de realidades inmediatas y múltiples se estiliza certeramente: el viaje (turístico), la vida en hoteles (turísticos) y el verano (en lugares turísticos). Son elementos que cobran de súbito una densidad simbólica: desamparado de la razón (de lo absoluto y también de Dios, cuya latencia se presiente en todo el libro, desde el título), a este ser desposeído de un lugar y de una orientación en el universo, transitorio, sólo le queda la vorágine de la trivialidad. Este personaje poético supera las convenciones del monólogo dramático y tampoco se adecua a la voz lírica neorromántica, situándose en un territorio intermedio, movedizo y dinámico (que al mismo tiempo es y no es biográfico, y es y no es ficticio). Su rasgo esencial es la soledad (acompañada sólo, en algunos textos, por su perro), acentuada especialmente en los poemas que evocan relaciones con otras personas. Estas relaciones con el otro suelen girar en torno a una genitalidad empujada por el ímpetu incontrolado del deseo y se resuelven de una forma abrupta, irreverente y claramente insatisfactoria, de ahí que ahonden la soledad del hombre solo que ora en los poemas de Manuel Vilas. En la sucesión de estos cánticos a la genitalidad, en El cielo se intercala, con gran sutilidad, la evocación de aquel amor con tintes absolutos que caracterizó el idealismo romántico. Es sólo un contrapunto al torrencial despropósito sexual del personaje, pero es el contrapunto que le da sentido. Esa soledad existencial y ese abandono a la seducción de lo inmediato derivan de aquella gran pérdida, de aquella desposesión radical (sea de Dios, de la razón o del amor) que aboca al sujeto hacia el caos, hacia la desorientación y hacia la inversión de los valores del presente. Sería interesante subrayar, sin embargo, que lo singular de la obra poética de Manuel Vilas no se encuentra en describir o ilustrar esta crisis, que es por otra parte una de las crisis capitales de la modernidad, sino en la manera literaria de encarnarla a través de un sujeto poético, el que firma los poemas de El cielo, que convierte en propia, hasta las consecuencias últimas y más dolorosas, la marea de abyección moral y estética que desencadena esta crisis.

La palabra «Resurrección», o su forma verbal, aparece en diversos lugares del libro homónimo, da título a un poema y a la sección que lo contiene. Todas estas pistas conducen a la primera característica relevante: el sujeto poético de este libro es «Manuel Vilas», así mencionado en muchos textos, es decir, el mismo que el autor del conjunto: el poeta nacido en Barbastro en 1962. Parece una aseveración obvia que, sin embargo, no lo es. En la línea que se ha trazado desde los primeros títulos se advierte que su evolución ha contribuido con empeño (desde los monólogos dramáticos en la más pura tradición romántica hasta la creación de un personaje poético en la órbita tanto de la despersonalización de vanguardia como de la simbiosis de lírica y narrativa) en la desaparición del poeta y de sus signos biográficos del horizonte de su poética. Parecía incluso formar parte de la esencia de su actitud estética y moral frente al mundo el hecho de que quien la encarnara, para poder emprender ese viaje a los infiernos de la desacralización contemporánea, careciera de los datos concretos que acompañan al autor. Esta es, al menos, la convicción con la que se leía El cielo. Ahora bien, el que resucita de verdad en Resurrección es quien había sido sistemáticamente enterrado en los libros precedentes: el poeta, Manuel Vilas, y con él aparece una geografía biográfica concreta. No se produce, sin embargo, una suplantación del personaje por el autor, sino una sustitución completa. Desaparece el despropósito genital y aristocrático del veraneo, y resucita una mirada que mantiene con la realidad una relación absolutamente distinta. Si al personaje de El cielo sólo le satisfacía encarar a sus semejantes desde arriba, desde una prepotencia que encarnaba, se ha dicho ya, la abyección moral de la época, Manuel Vilas sujeto poético se enfrenta a sus coetáneos de igual a igual, y no va a resultar extraño, entonces, que en Resurrección aflore una sensibilidad social sui generis, no mediatizada por ideas preconcebidas, y que se responsabilice incluso de textos como «Mujeres», un estremecedor alegato contra la violencia de sexo.

No sólo la perspectiva del sujeto que habla en los poemas se modifica radicalmente en el nuevo libro, también lo hace el campo temático en el que se mueve. Si se ha constatado en El cielo la tendencia a reducir los asuntos para potenciar con sus reiteraciones al personaje, Resurrección imprime la operación contraria, abre, multiplica y diversifica el ámbito referencial. De hecho, es el sujeto Manuel Vilas quien aporta a la poesía de Manuel Vilas esa ampliación temática. Con el nuevo yo entra en su poesía Zaragoza. Zaragoza había sido ya protagonista en las tres piezas narrativas del autor, Dos años felices, Zeta y Magia, siendo los dos últimos títulos trasuntos del propio nombre de la ciudad. En Resurrección se opera una auténtica refundación mítica de Zaragoza como emblema de la ciudad contemporánea, mestiza en lo social, en lo económico y en lo cultural. La fuerza mítica de Zaragoza no procede de su valor como generalización de la vida urbana, algo que hubiera diluido su protagonismo en un mero marco espacial. Sus lugares concretos (calles, barrios, enclaves, locales…) emergen en el poema íntimamente vinculados a la experiencia de la vida del sujeto poético, como motores necesarios e imprescindibles de esa experiencia, de ahí su valor mítico.

Zaragoza es una fuente de asuntos nuevos que aporta Manuel Vilas sujeto a su propia evolución poética, pero hay otra de similar feracidad temática: la memoria generacional, que abarca desde la música de Velvet Underground o ciertas anécdotas literarias hasta el recuerdo de un Seat 850. Manuel Vilas busca realizar con su memoria de juventud —los años setenta y ochenta— una operación similar a la realizada con su ciudad: dotarla de un calado mítico. Esta mitificación se realiza aquí en tres fases. Hay una primera rememorativa, en la que se evocan los signos de la época relacionados con la biografía del sujeto poético («Seat 850» es un buen ejemplo); hay una segunda fase enumerativa, en la que el poema yuxtapone referencias de época cuyo valor semántico se fía a su mera enunciación, que prescinde del vínculo explícito con la biografía («1977» y «Ayer» son paradigmas de esta manera de concebir el texto); y existe una fase posterior en la que estos elementos de época, hasta ahora pasivos y referenciales, cobran una proyección simbólica. El poema ejemplar de este tercer paso es «Doug Yule», el monólogo del músico que en su día tocó junto al celebérrimo Lou Reed y hoy nadie recuerda. En esta fase, el conjunto referencial que se relaciona con la memoria de repente cobra vida y nombra —descubre— actitudes y síntomas con una clara dimensión generacional.
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La aplicación de una metáfora tan arriesgada como la de «resurrección», con un sentido a priori tan unívoco, para este regreso del sujeto poético tras el largo calvario de la depauperación de lo lírico, se convierte sin embargo en un tropo cabal e iluminador: la recuperación para la poética de Manuel Vilas de cuanto él mismo había cercenado de la poesía: un yo en conflicto con su presente y con su memoria. Un yo cuya riqueza no podría ser la misma, desde luego, de no haber mediado una muerte previa en favor de las otras voces contradictorias que alberga el sujeto fragmentado y deflagrado de la contemporaneidad. La vanguardia histórica había predicado que en la poesía del presente no basta con ser uno mismo; Manuel Vilas demuestra en Resurrección que ya tampoco basta con ser otro.
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El invisible anillo nº 1, Madrid, mayo-agosto de 2006


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