Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

sábado, 13 de febrero de 2010

EL POETA COMO CREADOR DE LA INTENSIDAD DE SU EXPERIENCIA, en «A la vendimia en Portugal» de Agustín Calvo Galán

Hay una pintura de François Boucher cuyo asunto son unas uvas que comparte una pareja de jóvenes en el campo, pero, tal como sugiere el autor en el título —Pensent-ils aux raisins?— ¿los protagonistas de la escena están pensando en las uvas? ¿Es en las uvas en lo que realmente están pensando? Algo similar cabría preguntarse ante las uvas que Agustín Calvo Galán (1968) ve recoger en la vendimia portuguesa. El poeta habla de la vendimia en Portugal; ese es, en efecto, su asunto, pero... ¿en qué estaba pensando Agustín cuando hablaba de viñas, viñedos y vendimiadores? Antonio Orihuela, que firma un prólogo muy sugestivo, responde a esta cuestión, porque hablar de un libro es siempre responder a esta cuestión. Y lo hace, claro, arrimando el ascua a su sardina. Escribe Orihuela: «Nos habla, en definitiva, de otra lucha, la que héroes más cercanos en el tiempo de Agustín llamaron lucha de clases». El trabajo es para Orihuela el gran tema que subyace en las gotas de sudor que perlan la frente de los vendimiadores. Y es cierto que A la vendimia en Portugal (Amargord Ediciones, Madrid, 2009) habla del trabajo como superación de las marcas sociales, puesto que un libro, un buen libro, es siempre un espejo en el que un lector a veces ve a otro asomándose por detrás, pero fundamentalmente descubre quién es él mismo. Y, de hecho, no está mal que sea así. La lectura que voy a realizar del libro será, no podría ser de otra manera, lo que he visto en el espejo de sus páginas cuando las he leído.
En A la vendimia en Portugal hay una conciencia del trabajo que libera al ser humano de la alienación social contemporánea, pero también hay una conciencia de los trabajadores, uno a uno, como liberadores de la libido, ese magma interior que de no fluir naturalmente también ocasiona alienaciones personales devastadoras. Leo el fragmento final de «Septiembre color a tierra» donde Agustín traza en paralelo esas dos lectura liberadoras del libro con gran destreza verbal:
Mientras tanto contemplo, a escondidas,
apocado por mi gesto dominguero,
su austeridad en el porte, su hombría en voz baja,
sus cabezas grandes, su celtíbera robustez,
viriatos que hicieron, no hace
..................................................tanto
de estas tierras la razón íntima de su libertad.
La libertad tiene, en efecto, razones públicas y también cierta razón íntima. Ambas están presentes, entreveradas, en A la vendimia en Portugal. Sin embargo, cuando leo estos versos, yo, lector de Agustín Calvo Galán, donde me veo, donde me reflejo no es ni en una ni en otra, sino en un verso como de transición que es para mí el más revelador para desentrañar la pregunta inicial de los amantes de Boucher: ¿el poeta, está pensando en las uvas? El verso desde es el que parte mi búsqueda del sentido oculto en el asunto del libro es el segundo de la estrofa:
Apocado por mi gesto dominguero.
El libro narra un viaje al norte de Portugal hacia finales de septiembre, que coincide con la época de vendimia, fuente de ingresos fundamental de la zona, momento que conecta con una actividad ancestral —pese a la filoxera, cuyo rastro también Agustín sabe ver en algún verso— y, por lo tanto, mítica. Ahora bien, Agustín no oculta que su viaje es un viaje contemporáneo, es decir, un viaje de vacaciones: llegar, fotografiar y partir. Esta visión del viaje contemporáneo no se le escapa a Agustín, pues le dedica una ácida y lúcida crítica: «Palacio bajo la lluvia». El poema empieza directo: «Llegan los turistas». Luego el texto cuenta que los pronósticos meteorológicos anuncian chubascos. Y, en efecto, en mitad de la visita al Palacio la lluvia se presenta. Inmediatamente los turistas, celosos de sus bienes más preciados y útiles, guardan la cámara, no vaya a mojarse y a estropearse. Y la consecuencia de este acto reflejo no se le escapa al poeta: «Cuando vuelvan a sus respectivas ciudades, / sentados en sus respectivos salones, / no tendrán ninguna instantánea del lugar / que ahora visitan...», ni —siguen los versos con una serie espléndida de imágenes que ahora resumo— guardarán memoria alguna de quiénes fueron y de qué sintieron ese día en aquel espacio. Es muy interesante esta observación, que parece hablar de los turistas, pero que acaso también esté hablando de nosotros, tan turistas como los turistas. Cada vez más, y cada vez con mayor intimidad, entre la realidad y el sujeto se interpone la reproducción tecnológica de la realidad. No es el único poeta que en estos mismos días ha hablado de ello. En el volumen Tiempo, Vicente Luis Mora realiza la siguiente observación: para ver el desierto de arenas blancas, que deslumbra la mirada al reflejar el sol, es necesario filmarlo con una cámara y luego verlo en las imágenes proyectadas. Vicente Luis Mora se sitúa a un lado del hecho, Agustín al otro, pero en el centro se sitúa cada vez con mayor consistencia el problema: la costumbre de ver el mundo siempre con un instrumento tecnológico entre la realidad y el sujeto.
Hasta aquí la actitud de Agustín la vemos con claridad: critica esa rasura de la memoria que significa la prioridad de la imagen sobre el recuerdo. Y es así porque son turistas. Es decir, no somos nosotros, son ellos, los tu-ris-tas. Pero el poeta que había descrito la vendimia desde la lucidez de su apocado gesto dominguero no podía dejar pasar esta oportunidad, este compartir un racimo de uvas en el campo, para apuntar con él al epicentro de nuestro ser contemporáneo. El poema siguiente, «Oficio», que anoto completo, de repente modifica completamente la perspectiva de la crítica:
Y alguien me dirá:
¿Y tú sobre qué escribes?
¿En qué idioma hablas?
¿Acaso no eres también un turista
en esta patria
en tiempo de vendimia?
Este breve poema tiene la virtud —junto al gesto dominguero— de reformular completamente el sentido del libro. De responder a la pregunta que nos hacíamos al principio, que parafraseando a Carver podíamos haber formulado como “¿De qué hablamos exactamente cuando hablamos de vendimia?”
Lo que Agustín nos cuenta de la vendimia en Tras-os-Montes está enunciando un problema más hondo. A veces hay que salir fuera para ver dentro. Este es, tengo la impresión, el viaje que cuenta Agustín: la visita a otra patria no tiene como objeto describir la patria visitada, fruto convencional del viaje, sino describir el modo cómo se visita no otra patria, sino todas las patrias, la realidad, el mundo. La vendimia en Portugal es metonimia, claro, de la realidad que aprehendemos, y cómo la aprehendemos en la contemporaneidad. De ahí que la pregunta sobre la posible condición de turista apunte a la esencialidad del ser. Es la pregunta que todos nos hacemos, andemos de viaje o no: ¿nos hemos convertido ya en turistas de la realidad?
He dicho en el párrafo anterior que el objeto de A la vendimia en Portugal era describir no lo visitado sino el modo cómo se visita. Creo que la actitud de Agustín, como poeta, es siempre la de un moralista. Me gusta y no me gusta emplear esta palabra. Es término muy desvirtuado por abusivos usos religiosos, pero es un término que en nuestra época ha merecido nobles reivindicaciones, en las que me apoyo. Pensemos, por ejemplo, en el libro Moralidades de Jaime Gil de Biedma. Agustín es un moralista en este estricto sentido: la actitud de quien busca el camino personal de dignidad para enfrentarse al mundo. A la vendimia en Portugal es el trazado de esa ruta de búsqueda. Al visitar las aldeas y los campos tramontanos Agustín Calvo Galán descubre la manera de no ser un turista frente a la realidad, o dicho en sentido recto, busca, descubre y muestra —es un moralista— la manera de preservar una experiencia auténtica del mundo. Esto es exactamente en lo que piensa el poeta cuando se agacha en una viña para recoger un gajo abandonado y llevarse una uva a la boca (en el XVII era la dama quien le acercaba el fruto, hoy necesariamente para comprender el mundo uno mismo ha de ser donante y receptor de las uvas).. y en lo que piensa es: ¿estoy viviendo la vida de verdad, la vida verdadera o un simulacro, o un vídeo, o una reproducción de la vida?
No os voy a desvelar nada importante si digo que Agustín ha escrito este libro porque creyó ver algo en aquel viaje al norte de Portugal un final de septiembre hace varios años. No ha escrito este libro para hablarnos de la vendimia, ni de Tras-os-Montes, sino de esa epifanía que experimentó mientras viajaba, revelación que acaso le venga iluminando desde entonces hasta hoy.
Es posible que haya alguno más, pero yo he encontrado tres aspectos esenciales en el modo de visitar la realidad con autenticidad que Agustín traza.

El primero tiene que ver con sus descripciones de la vendimia lusa. La vendimia lusa es, claro, su metáfora: ancestralidad y mito, por una parte; trabajo y esfuerzo, por otra; y recreo y economía en la tercera parte; las tres partes en equilibrio y armonía (si hubiera más mito, sería turismo; si hubiera sólo trabajo, sería alienación; si hubiera predominio económico hablaríamos del neoliberalismo que nos devasta), las tres partes forman la combinación ideal de la vida, ¿por qué ideal? Por una simple razón, porque genera vida. Vida que genera vida: eso es lo que ve Agustín y nos lo cuenta con la emoción de un descubrimiento. Vivir la vida con autenticidad implica integrarse en este equilibrio y en esta armonía del mito, el esfuerzo y la recompensa. Implica ir A la vendimia en Portugal, claro.
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El segundo aspecto que dota de autenticidad a la experiencia lo vislumbro agazapado en dos poemas. En uno, Agustín visita —no sin discutirlo antes con su conductor en el viaje— un cementerio «solitario, / junto a la carretera / por la que viajamos / ahora / a toda velocidad». Este cementerio fugaz que obliga a detener la velocidad para visitarlo provoca una pequeña controversia entre los viajeros. Agustín se defiende: «Y yo le hago ver la desolación / sin iglesia, / sin ermita»... —y siguen los versos que me parece más importantes...— «tan sólo una Virgen de Fátima blanca, / de escayola, subida en un pedestal, al entrar»... a la que el poeta otorga, en el poema, un simbolismo estremecedor. En otro poema se describe una casa rica, de terratenientes de la zona, y en el jardín «se descubre, medio tapado por el follaje, / la escultura de un santo desnarigado, / sin fisonomía, medio deshecho / en arenisca, que aún sostiene, / en uno de sus brazos, / un gran libro, también petrificado». Es decir, este santo con libro de piedra erosionada y la humilde Fátima de escayola carecen de centralidad y de prestigio. Para usar un término deportivo, son los minutos basura de la realidad. Ni siquiera alcanzan a ser la rosa rilkeana que no es sueño de nadie. No son nada. Su única materia es el olvido; su única condición, ser olvidados aún en el presente. Están en el mundo como si no estuvieran. Son signos huecos. Son tachaduras en la escritura de la realidad. Agujeros de sentido. Este santo con libro de piedra erosionada y la humilde Fátima de escayola, sin embargo, cuando el poeta los mira cobran de súbito significado, entidad, centralidad, se convierten en símbolos. No símbolos que la experiencia hereda de la tradición, del tiempo, del prestigio, sino símbolos que emergen desde dentro de uno mismo. Símbolos personales. No de otra cosa se ha nutrido la gran poesía siempre, y Agustín nos recuerda que en un mundo pobre, los símbolos pobres tienen la misma altura que las referencias de un mundo rico en símbolos, porque la fuerza simbólica no está en el objeto, sino en el sujeto. Algo que olvidan los millones de turistas que vemos cada día desfilar delante de la Sagrada Familia. No, Agustín, no fue un turista en Portugal. Tampoco un viajero. Fue sencillamente él mismo: fue el autor de la intensidad de su experiencia.
Y hay todavía un tercer aspecto que tal vez los reúna a todos: la escritura. Convertir la experiencia vivida en escritura es poner a prueba su autenticidad. Y eso Agustín lo afirma con claridad: «He regresado ala palabra escrita. / La oigo / y me borro por completo». Ahora bien, escribir poesía implica siempre, en época contemporánea, manifestar una idea de la poesía. La poesía contemporánea es metapoética por esencia, sea implícita o explícitamente. Luego, se puede presagiar que de la aventura en la vendimia portuguesa el poeta habrá extraído no sólo una lección moral sobre el modo de vivir la vida, sino también una poética. Y no hay que esperar mucho para encontrarla, el poema «Vendimiador» no se refiere ya al recolector lusitano de la uva, sino a sí mismo: «El poeta también va a la vendimia» y el texto sigue explicando cómo el poeta realiza con las palabras los mismos pasos que el vendimiador da con los racimos en el camino hacia la transformación de estos en vino... Poema que concluye con una afirmación metapoética relevante: «Nada es del poeta, / salvo la transformación».
Y ya que ha salido el «vino», tras tanto hablar de vendimias, concluyamos en la última página del libro, donde el autor lo data, pensando que si en lugar de un volumen de poesía nos encontráramos ante una botella de vino, éste sería un reserva de exquisita calidad. Cosechado en el 2002, embotellado en el 2008 y decantado hoy, el 18 de enero del 2010. Un vino excelente, sin duda, por el hecho de que ha pasado muchos años madurando en una barrica. Del mismo modo que estos versos han pasado igual número de años, desde aquel viaje al Norte de Portugal, madurando en la mente del poeta. Unos versos reserva de exquisita calidad, para brindar con ellos por haber encontrado en el fatigoso y descafeinado vivir, una vivencia auténtica: La vendimia en Portgual.
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[Texto inédito]
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