Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

sábado, 26 de noviembre de 2016

Presentación de «Diario de un acercamiento», en el Club Diario de Ibiza, miércoles, 13 de febero de 2008



Vicente Valero ha puesto en prosa, en Diario de un acercamiento, los tres elementos que han acompañado desde niño la prosa de sus días. Por ser tan comunes e insistentes, a veces aparecían de fondo, como figurantes, en los poemas que miraban siempre hacia cimas de mayor altura. En este libro, sin embargo, es la poesía la que ha quedado de fondo, como la ocupación de quien, en primer término, está viviendo. El contexto se ha erguido como personaje principal. Tres son los elementos que siempre le acompañan: el verano, como una forma de vivir la insularidad; el paseo, como un diálogo con la naturaleza y con la realidad; y la lectura, como una manera específica de mirar el mundo.
Verano, paseo y lectura le han servido al poeta Vicente Valero para construir pacientemente, con esa argamasa, sus libros de poesía, pero en Diario de un acercamiento eso que no se ve, que no aparece, la estructura que sostiene una vida cotidiana, cobra protagonismo. Verano, paseo y lectura se combinan entre sí para ofrecer al lector tres libros diferentes, que son como las tres caras de una misma moneda.
El primero de ellos se titula «Hojas de verano». Pese a que es el que más apariencia de dietario posee —el lector ve cómo cambia la rutina al sucederse los días de junio y asiste también al anuncio del otoño— «Hojas de verano» no es un diario. Para ser un diario le falta, a propósito, la conciencia cronológica, es decir, las fechas, la partitura temporal. No es una amputación baladí escribir un diario sin las convencionales pautas temporales. Valero ha sustituido en su diario del verano el paso del tiempo por lo que bien podríamos llamar el paso del espacio. Esta reivindicación del espacio enfrentado a la primacía del tiempo en nuestra época es la primera virtud del libro, aun antes de empezar a leerlo.
Los cantares épicos de la antigüedad reservaban la primera frase, el primer verso, para acotar el tema de la —a veces extensísima— epopeya. Vicente Valero, gran lector de los clásicos, no podía dejar pasar esta oportunidad y escribe, con toda la intención temática de su propósito, una primera frase prodigiosa: «Por los caminos perezosos del calor nos acercamos, una vez más, al interior del verano». En ella aparecen enunciados los tres motivos principales del libro inicial: Al principio surge la conciencia odológica, «los caminos» son la vía de conocimiento; abusivamente diríamos incluso que el camino es la vía cronológica del conocimiento. El sustituto del tiempo como medida. No hay fechas, parece decirnos, hay caminos.
El segundo elemento esencial es el verbo: «nos acercamos», cuya raíz está presente en el título, lo que refuerza el don anticipatorio de la primera frase. El «Acercamiento» —este «nos aceramos»— tiene que ver sobre todo con la actitud del escritor frente a lo escrito. El acercamiento implica un cambio radical en la mirada: no vamos a encarar lo Importante, porque nos ciega o porque ya sabemos que es inefable, o acaso porque ya otros han dicho que no existe; vamos a contemplar nuestro caminar hacia Ello, el presentimiento, la expectativa, eso, el «Acercamiento».
Nos queda un tercer elemento esencial en la primera frase. El verano. Exactamente: «el interior del verano». Este es el asunto medular del libro. Ahora bien, inmediatamente, a través de la descripción de una fotografía iniciática, comprobamos que el verano tiene una doble concreción: la isla —el verano es la vida de la isla— y el mar —el verano es, de algún modo, la resurrección del mar—. Isla y mar son las medidas espaciales con las que Valero mide una magnitud temporal, el verano. Este es el primer acierto del libro. Pero hay otro tan importante al menos como éste. Isla y mar, sumadas, dan en este diario un tercer elemento, mayor concreción si cabe: la playa. La playa es el verdadero tema de este diario. La playa concebida como fruto de esta operación casi matemática: Verano = isla + mar = playa.
Antes de ir a la playa no quiero aún abandonar la primera frase del libro primero. Leámosla de nuevo: si lo temporal se aborda en la concreción del espacio y el verano es la vivencia de la playa, ¿dónde queda el tiempo? ¿Qué papel cumple en la concepción de la experiencia? No olvida el escritor consignarlo. Escribe: «una vez más». Ahí está. El tiempo es lo que regresa sobre sí mismo, lo cíclico, no el motor de la conciencia —que es el espacio— sino el ventilador que lo refrigera: «una vez más». Esta valoración del tiempo, o mejor, devaluación, que hereda de los clásicos, supone una auténtica liberación: ¡qué diferente es la conciencia de vivir el tiempo a la de vivir el espacio!
La playa que emerge en «Hojas del verano» es aquella que está emparentada con la maternidad, es la madre quien sostiene al bebé en brazos frente al mar, ambas, playa y madre comparten el don creador —«En el principio fue la playa»—, es la que nos inicia en la vida, la que nos reconcilia con el mundo, la que nos revela el deseo; la playa es la misma que aparece en la Ilíada, el enigma nocturno, el lado de acá del horizonte; la playa es también una medida de la historia, el lugar a donde regresan los ahogados y el otoño. Donde permanecen para siempre los ausentes. Esta es la playa de Vicente Valero, el territorio del verano, la conjunción de isla y mar, la metáfora de la existencia que late en la belleza, en las creencias, en las lecturas, en los paseos, en lo que sabemos y no sabemos, en la naturaleza.
Los otros dos libros del Diario de un acercamiento, «Los apuntes del paseante» y «Cuaderno provenzal» comparten un mismo objetivo. Ambos podrían subtitularse algo así como «Breve ensayo sobre la experiencia estética de la vida», y de los dos se puede decir lo mismo que el autor afirma de Rilke: «Tenía una tendencia innata a absorber con fervor cuanto se le presentaba en la vida: viajes, libros, amistades, arte y paisajes». No hay mejor descripción de ambos libros que la cita que acabamos de leer. En estos destaca también su innata tendencia a no desaprovechar nada de cuanto se presenta en la vida y absorberlo fervorosamente como una experiencia estética que enriquece la vida.
La primera frase de «Los apuntes del paseante» vuelve a enmarcarnos la ambición temática del conjunto: «Se diría que en la belleza de una hoja mojada el mundo recupera su pulso verdadero». La experiencia de la belleza, de la naturaleza y de la verdad en un mundo cambiante y caprichoso van a ser los motivos que alientan la escritura de ambos libros. Sólo una diferencia estructural los distingue. Mientras «Los apuntes del paseante» está formado por 22 fragmentos como teselas de un mosaico que va uniendo el lector en su caminar por ellos; el «Cuaderno provenzal» está organizado en torno a un argumento, el viaje a Provenza, que le da cohesión y flexibilidad, y lo convierte en una joya del ensayismo contemporáneo. Este «Cuaderno provenzal» es una pequeña obra maestra en la que convergen la historia menuda de un viaje con el descubrimiento de los signos que nos proporcionan identidad —desde la contemplación del paisaje hasta el conocimiento de uno mismo y la poesía, siguiendo una misma ruta a través de Petrarca, Cézanne o René Char y la mirada nueva que fundaron ante los paisajes provenzales.
Hemos empezado estas palabras de presentación del Diario de un acercamiento señalando los tres elementos de este libro: el verano, el paseo y la lectura. Verano, paseo y lectura forman, sobre todo, la trama de la vida cotidiana del poeta que ha escrito Teoría solar, Vigilia en Cabo Sur o Libro de los trazados, títulos mayores de nuestra poesía contemporánea. Vicente Valero podía no haber escrito nunca un libro sobre el verano insular, sobre el paseo por el campo o sobre los descubrimientos de la lectura, de hecho, todas estas cosas están implícitas en sus otros libros. Sin embargo, uno intuye que hay algo más en este libro que verano, paseo y lectura. Algo que no es otro elemento más, otro tema, otro asunto, sino que está dentro de estos tres elementos. Que es, digámoslo así, una manera de vivirlos ahora distinta a como se habían vivido antes, cuando no eran más que argamasa de las otras obras poéticas; y por eso mismo ha necesitado revivirlos en la escritura. Las tareas cotidianas que uno realiza —ir a la playa, pasear por un bosque o leer un libro no dejan de ser eso, acciones habituales, cotidianas, diarias durante parte del año— se cumplen con tan poco atención sobre ellas mismas, con tanta costumbre, con tanta superficialidad —es decir, ausencia de conciencia de lo que se está haciendo— que no es fácil que el poeta mismo les descubra protagonismo. Ha tenido que ocurrir algo para que el vivir mismo necesite hacerse consciente. Algo que le proporcione densidad a lo que no la tiene, algo que le obligue a uno a descubrirse vivo, cotidiano, diario. Sin esta perspectiva, verano, paseo y lectura serían acciones triviales. Pero ¿qué es ese algo que le da calado a cuanto aquí queda escrito? Los tres libros que forman Diario de un acercamiento lo revelan. En «Hojas del verano», leemos, en su última entrada: «De las personas que aparecen en esta otra vieja fotografía familiar sólo yo sigo con vida». En «Los apuntes del paseante» se lee: «La vida parece fácilmente comprensible hasta que los muertos más próximos nos hace ver que no, que nunca comprenderemos nada. También podría ser todo lo contrario: la vida se nos vuelve transparente cuando sufrimos las primeras y dolorosas pérdidas». Y en el «Cuaderno provenzal» leemos: «En aquellos lugares donde la vida y la naturaleza se expresan de un modo tan rotundo… sucede también que la muerte es mucho más visible».
Esta y no otra es la dimensión oculta del «Acercamiento». La que le da sentido a cada gesto, al acudir un día de verano a la playa, al salir a pasear una tarde por el bosque, al tomar un libro de Petrarca entre las manos bajo la sombra del algarrobo… todo ello son los caminos que nos acercan. A la belleza, sí; a la vida, sí; a la muerte, incomprensiblemente, sí.

[Inédito]

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