101 POEMAS, de Hafez Shirazí
Edición de Clara Janés y Ahmad Taherí.
Ediciones del oriente y del mediterráneo. Madrid, 2002
Si el azar abre un libro de autor desconocido y el lector descubre versos como estos: «¿Quién sabe, Kavus y Key a do partieron? / El trono de Yamshid, ¿adónde lo llevó el viento?» (pág. 77). O acaso éste: «¿Qué fue de los ruiseñores?, de los pájaros, ¿qué se hizo?» (113); tal vez no comprenda las referencias, pero sabe de qué hablan porque recuerda otros, casi exactos, que escribió en el siglo XV Jorge Manrique. Y si lee estos, sin embargo: «En la época de rosas no estés sin vino, arpa ni testigo, / que tal breves semanas transcurre el tiempo de una vida» (133); cambia de siglo y de tópico: piensa en el carpe diem renacentista. Pero si son otros los elegidos, aunque eche de menos los acentos que con tanta precisión colocaban los poetas barrocos, habrá avanzado un siglo: «Un ruiseñor con su sangre hizo crecer una rosa, / mas el viento de los celos cien espinas le clavó» (93). Y si el autor de estos versos parece un lector compulsivo de Góngora, en otros momentos se diría que acaba de cerrar un libro de Quevedo: «Abre mi tumba y observa, cuando haya muerto, / cómo humea mi sudario por el fuego que yo albergo» (147).
Si ese hipotético lector guiado por el azar y la ignorancia siguiera leyendo, posiblemente creyera aproximarse a las fechas del autor. A veces le parecería un admirador de Bécquer: «Por una mirada, el ave del corazón voló muy alto. / ¡Oh ojo, contempla en qué trampa fue atrapado!» (83). En otras ocasiones le situaría ya en el siglo XX: «El juego del amor, la juventud, el vino granate, / la tertulia íntima, el amigo cómplice...» y la enumeración que continúa en el poema «Este banquete» (181), ¿no parecen haber pasado por las manos de Borges? Y: «Anoche, hallándome en la taberna, ebrio y desastrado, / ¿sabes qué nueva me dio el ángel del misterio?» (55), ¿no dan la impresión de escritos por un acólito de Bukowski o de Carver? O incluso más próximo: «Ven, ven, y con el vino, durante un rato, seremos ruinas / y tal vez, entre estas ruinas, un tesoro hallaremos» (77), versos por los que pondría una mano en el fuego para defender que fueron escritos por José Hierro, posiblemente en su libro Alegría de 1947.
Todos estos versos, que parecen extraídos de un antología general de la poesía española y universal, fueron anotados en su Diván por el poeta persa Hafez, que nació en la ciudad de Shiraz el año 1320 (el 720 de la Hégira), que vivió 77 años durante las épocas más turbulentas de la historia persa y tuvo que escribir después de que lo hubieran hecho los grandes poetas de la edad dorada, como Omar Jayyam (1048-1131) o Yalal ud-Din Rumi (1207-1273), y tras los grandes místicos del sufismo, como Ibn Arabi (fallecido en 1240). Tal vez por ello Hafez, que se encontró con una grandiosa retórica anquilosada y una vivísima mística convertida en rito, decidiera dar un paso definitivo hacia la vida: «No por mi pie fui de la mezquita a la taberna: / consecuencia de mi sino desde el primer día ha sido» (85). Y desde la taberna, lugar donde la decadencia se despoja de sus molestas abstracciones y cobra el sentido de lo concreto, de lo real, Hafez va a cantar el vino, el amor, la religiosidad directa (muchos poemas parecen inspirados en Erasmo) y la vida bohemia del rend, cuya personalidad independiente, crítica y artística evoca, o mejor, lo emparienta a través de los siglos directamente con el flâneur baudeleriano.
[El Ciervo nº 614. Mayo, 2002]
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