En la Galería Loewe del Paseo de
Gracia la elegancia se disfraza de austeridad. Se ofrece a los visitantes una
bandeja de vasos y dos grandes jarras de agua con pedazos de limón. Esta mañana
luminosa de sábado se presenta el Premio Loewe de este año ante el público no
de la ciudad, sino de la marca. Todos en la sala, personal y oyentes, visten en
coherencia con el lugar, menos este cronista y el poeta, aderezados más según
ellos mismos que al estilo del anfitrión.
Juan
Vicente Piqueras (1960) es un premio atípico del Loewe. Uno no se lo imagina
acudiendo a cenar con todos y cada uno de los miembros del jurado, y pagando la
cena, entre otras cosas porque en la actualidad vive en Argel, lugar un poco
incómodo para realizar políticas de connivencia. Tal vez por ello, el libro que
se presenta sea un buen libro. El poeta lo lee con convicción de actor. Hace
inflexiones en la voz, dramatiza los distintos planos del poema, alarga los
sonidos para crear intriga sobre el contenido. Demuestra que le gustan, en la
vida, varias cosas: en primer lugar, sus poemas. Después, leerlos. Y tercero, hacerlo
ante un público. Esta es la primera característica que se advierte en Piqueras.
No me gustaría dejar en ella un malentendido, porque esta actitud es, creo,
importante. No se trata de un gusto narcisista, ni impregnada de solipsismo, ni
de vanidad, arrogancia o engreimiento, sino todo lo contrario. Le gustan sus
poemas como quien comparte una cena con amigos y disfruta en ella. Cree que lo
hace bien, que ha puesto empeño y que es motivo de alegría mostrarlo. No
avasalla gustándose, sino que se lo pasa bien. Tampoco se advierte que por
dentro esté pensando este poeta que menuda tontería la que está haciendo. En
absoluto. Cree en sus poemas, tiene fe en sí mismo y admira al público que
tiene delante. Los oyentes, que se saben apreciados, le devuelven frases
taurinas entre dientes: «¡Qué bueno!». Se diría que es un acto entrañable. A
eso ha venido el poeta y los oyentes. Tal vez el único que aquí sobra sea el
cronista.
Esta
comunión que inmediatamente se observa entre el poeta y su público en seguida
se ve que es la columna vertebral de los versos de Piqueras. Es una poesía
escrita para ellos. Mejor diré, para que le entiendan. El poeta explica cosas
de su vida en Atenas y de su calvario como funcionario en el exterior obligado
a cambiar de país cada cierto número de años, hace también juegos verbales y
entrevera múltiples motivos culturales. Todas estas líneas temáticas se
entrecruzan entre sí, pero comparten una única característica, su diafanidad.
Los poemas están escritos para que un lector los entienda; los comprenda
enteramente, es decir, todas las líneas argumentales que el poeta ha ido creando
en el interior del poema. El lector reconoce ese esfuerzo en el hecho de que no
le quedan cosas sin entender, y lo agradece mostrando su entusiasmo y cariño hacia
el poeta. No sé si siempre debería ser así, o es así. No todos los poetas
invitan al lector a sus poemas. Piqueras sí. Tal vez fuera esto lo que viera el
jurado del Loewe. Bien visto.
Para
este empeño el poeta, que es un autor culto y preocupado por la historia de la
poesía, ha tenido que superar un obstáculo casi insalvable, lo que Paz
denominaba la tradición moderna. Ha tenido, primero, que recuperar su yo
biográfico —funcionario que llega a Atenas y se va— y dotarle de entidad
poética. Después, ha necesitado dar valor a cuantas anécdotas y experiencias
personales le han ocurrido para convertirlas en materia poética. Como ya se ha
indicado, a continuación ha acatado su fe en sí mismo y en su poesía por encima
de las descreencias contemporáneas y ha creído en la función comunicativa de la
literatura. No es una tarea sencilla realizar todas estas operaciones siendo un
poeta culto e informado.
El
último de los poemas que ha leído Juan Vicente Piqueras esta mañana de sábado
de luminosidad elegante y austera —la estoy observando reflejada en el vaso de
agua de un asistente— es una colección de frases hechas, hilada una tras otra.
La frase hecha es el recurso emblemático de su poesía. Pongo un único ejemplo:
«Habrá que irse de Atenas / meterlo todo en cajas destempladas». Todos los
condimentos que el poeta quiere echarle a un poema están en el envase de las
frases hechas: ironía, ternura, complicidad y también la creación de
significados metafóricos en paralelo al significado lineal, que es la marca de
estilo más peculiar del poeta. El oyente al mismo tiempo sabe que el sujeto
poético hace una mudanza y que lo hace de malhumor, que no se quiere ir. El
oyente entiende (¡entiende!) dos significados a propósito de un único verso.
Esa es exactamente la esencia de la poesía. El poeta se la ofrece con generosidad
a su público, y su público le aplaude con idéntica generosidad.
En
el hecho de que la ambición poética se ajuste exactamente a lo pretendido y
conseguido le da entidad a esta poesía. El poeta es un amigo que se desvive por
quien le oye. Quien le oye lo comprende, y el poeta lo cree así. Es como si
alguien se acercara al cronista y le dijera al oído, «Voltaire se equivoca, el
mundo está requetebién hecho».
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