Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

martes, 23 de abril de 2013

Juan Vicente Piqueras lee «Atenas» en la Galería Loewe



En la Galería Loewe del Paseo de Gracia la elegancia se disfraza de austeridad. Se ofrece a los visitantes una bandeja de vasos y dos grandes jarras de agua con pedazos de limón. Esta mañana luminosa de sábado se presenta el Premio Loewe de este año ante el público no de la ciudad, sino de la marca. Todos en la sala, personal y oyentes, visten en coherencia con el lugar, menos este cronista y el poeta, aderezados más según ellos mismos que al estilo del anfitrión.
                Juan Vicente Piqueras (1960) es un premio atípico del Loewe. Uno no se lo imagina acudiendo a cenar con todos y cada uno de los miembros del jurado, y pagando la cena, entre otras cosas porque en la actualidad vive en Argel, lugar un poco incómodo para realizar políticas de connivencia. Tal vez por ello, el libro que se presenta sea un buen libro. El poeta lo lee con convicción de actor. Hace inflexiones en la voz, dramatiza los distintos planos del poema, alarga los sonidos para crear intriga sobre el contenido. Demuestra que le gustan, en la vida, varias cosas: en primer lugar, sus poemas. Después, leerlos. Y tercero, hacerlo ante un público. Esta es la primera característica que se advierte en Piqueras. No me gustaría dejar en ella un malentendido, porque esta actitud es, creo, importante. No se trata de un gusto narcisista, ni impregnada de solipsismo, ni de vanidad, arrogancia o engreimiento, sino todo lo contrario. Le gustan sus poemas como quien comparte una cena con amigos y disfruta en ella. Cree que lo hace bien, que ha puesto empeño y que es motivo de alegría mostrarlo. No avasalla gustándose, sino que se lo pasa bien. Tampoco se advierte que por dentro esté pensando este poeta que menuda tontería la que está haciendo. En absoluto. Cree en sus poemas, tiene fe en sí mismo y admira al público que tiene delante. Los oyentes, que se saben apreciados, le devuelven frases taurinas entre dientes: «¡Qué bueno!». Se diría que es un acto entrañable. A eso ha venido el poeta y los oyentes. Tal vez el único que aquí sobra sea el cronista.
                Esta comunión que inmediatamente se observa entre el poeta y su público en seguida se ve que es la columna vertebral de los versos de Piqueras. Es una poesía escrita para ellos. Mejor diré, para que le entiendan. El poeta explica cosas de su vida en Atenas y de su calvario como funcionario en el exterior obligado a cambiar de país cada cierto número de años, hace también juegos verbales y entrevera múltiples motivos culturales. Todas estas líneas temáticas se entrecruzan entre sí, pero comparten una única característica, su diafanidad. Los poemas están escritos para que un lector los entienda; los comprenda enteramente, es decir, todas las líneas argumentales que el poeta ha ido creando en el interior del poema. El lector reconoce ese esfuerzo en el hecho de que no le quedan cosas sin entender, y lo agradece mostrando su entusiasmo y cariño hacia el poeta. No sé si siempre debería ser así, o es así. No todos los poetas invitan al lector a sus poemas. Piqueras sí. Tal vez fuera esto lo que viera el jurado del Loewe. Bien visto.
                Para este empeño el poeta, que es un autor culto y preocupado por la historia de la poesía, ha tenido que superar un obstáculo casi insalvable, lo que Paz denominaba la tradición moderna. Ha tenido, primero, que recuperar su yo biográfico —funcionario que llega a Atenas y se va— y dotarle de entidad poética. Después, ha necesitado dar valor a cuantas anécdotas y experiencias personales le han ocurrido para convertirlas en materia poética. Como ya se ha indicado, a continuación ha acatado su fe en sí mismo y en su poesía por encima de las descreencias contemporáneas y ha creído en la función comunicativa de la literatura. No es una tarea sencilla realizar todas estas operaciones siendo un poeta culto e informado.
                El último de los poemas que ha leído Juan Vicente Piqueras esta mañana de sábado de luminosidad elegante y austera —la estoy observando reflejada en el vaso de agua de un asistente— es una colección de frases hechas, hilada una tras otra. La frase hecha es el recurso emblemático de su poesía. Pongo un único ejemplo: «Habrá que irse de Atenas / meterlo todo en cajas destempladas». Todos los condimentos que el poeta quiere echarle a un poema están en el envase de las frases hechas: ironía, ternura, complicidad y también la creación de significados metafóricos en paralelo al significado lineal, que es la marca de estilo más peculiar del poeta. El oyente al mismo tiempo sabe que el sujeto poético hace una mudanza y que lo hace de malhumor, que no se quiere ir. El oyente entiende (¡entiende!) dos significados a propósito de un único verso. Esa es exactamente la esencia de la poesía. El poeta se la ofrece con generosidad a su público, y su público le aplaude con idéntica generosidad.
                En el hecho de que la ambición poética se ajuste exactamente a lo pretendido y conseguido le da entidad a esta poesía. El poeta es un amigo que se desvive por quien le oye. Quien le oye lo comprende, y el poeta lo cree así. Es como si alguien se acercara al cronista y le dijera al oído, «Voltaire se equivoca, el mundo está requetebién hecho».

No hay comentarios:

Publicar un comentario