Hay preguntas que uno se sentiría feliz de que se las formularan. En general, uno agradece cualquier pregunta, pero si acierta a plantear aquello en lo que no se ha puesto a pensar, mejor. A mí me gustaría que hoy alguien me preguntara si existe alguna diferencia, en mí, entre el escritor de libros y el escritor de bitácoras. Las preguntas más humildes y etéreas suelen ser las más atractivas. A esta cuestión, claro, uno respondería que no, porque un escritor lo es con independencia del soporte para el que escribe. Se responde siempre lo que se ha de responder, no lo que exige la cuestión. Pero la virtud de las preguntas no está en ser respondidas, sino en quedarse clavadas como una astilla en la piel que recuerda su existencia cada vez que algo la roza. Así que, aprovechando que nadie me ha preguntado si hay alguna diferencia, en mí, entre el escritor de libros y el escritor de bitácoras, lo responderé. O trataré de hacerlo.
Lo primero que constato, en mí, es que ciertamente existe una inflexión entre el escritor de libros y el escritor de bitácoras. Que no son los mismos. Es difícil establecer una cronología porque ambas época se solapan. Se empieza a escribir en Internet al tiempo que se piensa en libros, y también se publican libros, escritos tal vez años antes, cuando ya solo se piensa en escribir para Internet. No es esta, pues, una cuestión que valga la pena investigar. Cabe solo que se certifique la mudanza, de los libros a Internet, sin darle valor a vacilaciones y paralelismos.
Soy un escritor de libros. O mejor, lo era. ¿Por qué dejé de serlo? Sin duda, no porque empecé a escribir para mis bitácoras, sino porque estas cambiaron algo dentro de mí en relación a la escritura. Los libros son la sombra del escritor. Proyectan su perfil sobre los caminos por donde transita y sobre los muros junto a los que avanza. El libro está hecho de la misma condición que el escritor porque lo que en sus páginas reúne —como la sombra del cuerpo— nace de él. Así lo creía en los libros que he escrito y publicado. Cada una de sus frases nacía de mí, y como el agua de la fuente que salta a su cauce, solo podía ser recogido en el libro. La lectura de esta fe tiene una implicación decisiva: lo que nace desde el interior del escritor solo puede ser plasmado en tipografía sobre papel. Desde este punto de vista, de haberlo mantenido, jamás habría escrito nada inédito para la red. Pero como me he convertido en un escritor de bitácoras, algo sin duda ha debido de ocurrir en mi personal concepción de la génesis de la escritura.
Para un escritor de libros, especie acaso a extinguir en pocos años, escribir para Internet es mandar fragmentos de uno mismo al vacío. Uno se acerca al acantilado y grita. Oye el eco de su voz multiplicado, e iluso la cree porque la ilusión es buen analgésico. Pero sabe que más allá no hay nada, y que lo que le devuelve el eco rara vez lo identifica como su voz. Ahora bien, lo que hace escritor de libros a un escritor de libros es siempre pensar que el libro ha nacido de él, de su interior, o de su esfuerzo, o de su universo, o de su talento… De lo que sea, pero suyo. Eso es exactamente lo que sentí desleírse en mí. Esa escritura vomitada por el yo se quedó en seca arcada. Ya no dio más de sí. No se agotó la escritura, se agotó la creencia de su origen. Pero sin mitos no somos nada.
Es en ese momento cuando aparece en el horizonte la escritura para bitácoras. Como a lo inscrito en la red se lo lleva el viento, uno empieza colocando allí aquello que no nace de su interior. Que es escritura suya, pero no emanada por él. Es decir, que se sienta y escribe para publicar algo en la bitácora. No lo hace porque su interior se lo exija, sino porque la nada se lo sugiere. No es agua sagrada. No pide cauce. Salta sobre la hierba y esta la absorbe. Desaparece tal como ha llegado, con la misma levedad. No es trágica, como la sombra de uno mismo, sino espuria, como el medio. Dura un instante; gota sobre la tierra seca, texto en la pantalla. Pero cuando se haya consumido su segundo, no dejará una mancha de salitre de personalidad en el suelo. No dejará nada porque no tiene mineral interior alguno disuelto en su líquido.
Al cabo, esta escritura espuria resulta una liberación. De las fuentes, de los interiores, del yo. También de los libros: los procesos, los editores, los desprecios, la soledad en el estante, el dolor de la trituradora. La física de partículas aplicada a la escritura. La descomposición definitiva de las sombras. Escritura como gas liberado por una fisura de la cañería central. En eso cree, ahora, el escritor de bitácoras. No le preguntemos por qué.
[Inédito]
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