Después de tres meses actuando
las noches de los sábados en el Teatreneu de Barcelona, el «Prostíbulo Poético»
cerró el sábado 29 de junio su temporada. La sala estaba llena. Incluso el
teatro había colocado junto a las paredes algunos taburetes para aumentar el
aforo. El público era joven. De hecho, el conjunto del espectáculo tenía un
aspecto generacional. Tanto sobre el escenario como en las sillas, todos
parecían tener la misma edad, salvo (ay) el cronista. Sin duda este aspecto ha
de tener algún significado, pero como lo desconozco —sólo los jóvenes de la
nueva generación estarán en el secreto— prescindo de especulaciones.
Como
espectáculo el «Prostíbulo Poético» es una especie de franquicia local de una
experiencia neoyorquina exitosa, el Burdel Poético (The poetry brothel). Sé que se esperaría que comentara este hecho
con cierta distancia crítica, sin embargo, mi opinión se acerca al entusiasmo.
Sería desconocer la época no darse cuenta de la uniformidad cultural y
referencial en el mundo occidental (por decir algo). Un joven o una joven
neoyorquinos y sus coetáneos barceloneses comparten en su formación cultural y
social un tanto por ciento elevadísimo de referencias comunes: les han
explicado prácticamente lo mismo en la universidad, han escuchados la misma
música y visto idénticas películas, y si su afición les ha llevado más allá en
lo cultural, han leído a Paul Auster y han visto las obras de Mamet. Esta
uniformidad no es producto de su manera de ser generacional, en absoluto, sino
el modo como sus mayores han moldeado la sociedad para obtener una rentabilidad
cada vez mayor con el crecimiento constante de los mercados. De modo que una
buena idea neoyorquina es, por regla general, una idea rentable también en
cualquier barrio periférico de la gran manzana. Como el nuestro. Si de ello se
benefician editoriales, exhibidores y discográficas, no veo por qué no han de
hacerlo también un pequeño grupo de poetas barceloneses.
Más
interés que cuestionar el origen de la idea tiene fijarse en su valor
conceptual. La conductora del acto, en papel de Madame de prostíbulo, insiste en
que sobre el escenario no hay actrices (ni actores), sino putas. Es decir,
poetas. Matiz importante para la valoración del espectáculo: no se presenta
como teatro, sino como realidad.
Auden
dejó dicho que si alguien le preguntaba por su profesión decía que era
profesor, sobre todo para no incomodar al interlocutor si le dijera que era
poeta. No hay ninguna otra dedicación que obligue al disfraz para evitar la
incomodidad de un desconocido. Salvo, claro, la de dedicarse a la prostitución.
Poetas y putas comparten, pues, una primera condición: su manera de ganarse la
vida no está aún aceptada por la sociedad.
La
bohemia finisecular y el arte por el arte aunaron definitivamente en el
imaginario cultural la figura de poetas y prostitutas. Ambos compartieron los
mismos locales, calles, barrios y noches, también similar exclusión social y
con frecuencia parecida miseria económica. Pero el vínculo más estrecho entre
rameras y poetas (la «a» con la que se viste el morfema me libera de hacer
especificaciones masculinas y femeninas) es, sin embargo, conceptual. Ambos
necesitan a otro para cumplir su oficio, alguien —ese otro— que es por
definición un desconocido con el que sin embargo establecen una plenitud de
intimidad que ha de ser, por fuerza, asimétrica. El otro posee en esta relación
íntima siempre un papel dominante: es el que paga (el servicio, el libro…). Putas
y poetas, por el contrario, carecen de control sobre el destino de su
intimidad. Una vez entregados a su oficio, se les supone las puertas completamente
abiertas a aquello que, en sociedad, requiere privacidad máxima. El carácter
esencialmente público y abierto de la sexualidad y de los sentimientos los
empareja frente al resto de las dedicaciones humanas, que se mantienen prudencialmente
alejadas de estos aspectos.
Tal
vez por esta razón la tradición del cabaret literario, que el Prostíbulo
Poético acomoda a la época, ha sido siempre intensa. Por esta razón también
resulta tan sencillo establecer el transvase simbólico entre estos dos mundos,
el de la prostitución y el poético, y que cuaje con facilidad en una fórmula
que atrae a un público general, posiblemente ajeno por completo a la lectura de
la poesía. Primer acierto.
Por
otra parte, aquella conexión histórica entre bajos fondos y bohemia literaria acabó
mezclado el mundo de los poetas, que
tradicionalmente es el de los sentimientos, con los ambientes mundanos, cuyo
mundo tiene los claros límites —unas veces limitados; otras, ilimitados— del
sexo. En el «Prostíbulo Poético» la simbiosis parece una necesidad. Y de hecho
lo es. Esta mezcla de sexo y sentimiento, presente en la mayor parte de los
poemas recitados, no parece sin embargo una característica exclusiva de estos
poetas, sino compartida por su público. Es difícil siempre establecer la
frontera entre aquello que parte de un individuo hacia el colectivo, y aquello
que el colectivo le pide al individuo. Tampoco creo que esté demasiado
estudiado. Con el tiempo, el colectivo aprecia siempre las innovaciones del
individuo (piénsese en Kafka, Pessoa o Van Gogh), pero en un segmento
sincrónico tiendo a pensar que una sala llena (o un éxito literario) lo está
porque siente colmada una exigencia previa. Así pues, imagino que el hecho de
entreverar sexo y sentimiento (lo diré así, porque el orden siempre altera el
valor de los factores en el lenguaje) satisface una demanda cultural de la
sociedad del presente. Y acaso apunte hacia un conflicto no siempre explícito.
La
superestructura de los poemas leídos por los poetas —que lo son— del Prostíbulo
Poético presenta una historia de amor con un alto ingrediente sexual interrumpida
por un súbito abandono o rechazo (sin que aparezca el motivo) que resulta
insoportable para el sujeto. La segunda parte de la historia se narra desde un
punto de vista muy conservador: la amada, abandonada y despreciada por el
amante, queda en un absoluto desamparo sentimental. El abandono, el desamparo y
el sentimiento implicado se presentan con las características más conservadoras,
y acaso rancias (por el tiempo que llevan repitiéndose y por los géneros que
las han encumbrado, desde la copla hasta Corín Tellado). La primera parte, sin
embargo, la historia de amor, se escribe como un éxito no del sentimiento, sino
del sexo, con un despliegue de detalles que cabría calificar como liberales. Un
sexo liberal y un sentimiento conservador.
No es este un
conflicto nuevo, claro; de hecho, una célebre canción (¿popular?) ya había
zanjado el dilema hace décadas: «Extraños en la noche». Los dos extraños que se
miran en la primera estrofa, «¡Juntos vivirán! sin reproches, / y no se
sentirán extraños nunca más!». (Qué bonito lo de «sin reproches», que no olvida el inicio ilícito de la relación). Parece un final obvio, pero no
lo es. Esta canción sacraliza el encuentro casual (solo por el atractivo sexual)
como una posibilidad de encuentro también de sentimientos. Con final feliz:
para toda la vida.
Esta
exaltación de la capacidad del sentimiento conservador para domesticar el sexo
liberal es lo que parece fracturarse en el universo imaginario de los poetas
del Prostíbulo y, posiblemente, también en el imaginario de su público. Es la
reaparición de la asimetría entre sexo y sentimiento, con catastróficas consecuencias
para el segundo. Este podría ser el tema del espectáculo poético que ha puesto
en escena la compañía del Prostíbulo Poético con éxito. No me queda más
remedio, ahora, que admirar su propuesta conceptual. Juntos putas y poetas,
sexo y sentimiento, hay un tercer elemento que los une, su condición del
víctimas del sexo cuando este se alza en entidad independiente del sentimiento.
Es más, el propio sentimiento (poético) se encarna en la gran víctima del sexo
liberal.
El acierto del
«Prostíbulo Poético» no se encuentra pues, en los juegos de referencias
cruzadas, sino en apuntar hacia una de las contradicciones más lacerantes de la
sociedad del presente, que se entrega del modo más acrítico al sexo liberal con
una mentalidad cuya actitud acrítica, precisamente, consolida los
arquetipos sentimentales más conservadores. Si Antonio Rabinad encontró en «la monja libertaria» el
emblema de su época, el signo de la nuestra sería «la prostituta beata». Acaso
el símbolo que también encarnen los poetas de este Prostíbulo que, me olvidaba
confirmarlo, es poético. Con mayor o
menor calidad, encarna la mirada de la Poesía sobre el presente.
[Inédito]
[Inédito]
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