Cae en mis manos un estudio y
antología sobre el aforismo contemporáneo. El autor hace recuento de los libros
que ha manejado. En un par de décadas rondan la veintena. Informa de su
criterio como antólogo: al menos se debe tener un libro publicado de
aforismos, de donde salen, claro, las piezas seleccionadas. Hace treinta años,
acaso veinte, hubiera sido un libro imprescindible, pero, en 2013, ¿es
necesario un estudio sobre un corpus tan exiguo cuando cada día se publican en
Internet una cantidad multiplicada por x de aforismos de autores conocidos y también
desconocidos, y posiblemente de superior calidad y novedad a los impresos en
papel durante los últimos veinte años? La respuesta, en forma de libro, es, al
parecer, sí. ¿No sería más útil a la historia del aforismo que alguien se
adentrase en la actual fronda de la red y estableciese descripciones,
arquetipos, descubriera nombres y mostrara lo encontrado? La respuesta, en
forma de silencio, es no. La crítica literaria se aferra al papel como náufrago
al salvavidas en medio de un mar donde la costa no se avista. Y creo que no
podría haber encontrado mejor comparación.
En
diversas ocasiones he propuesto a equipos de redacción de revistas literarias
en papel una sección crítica de obras literarias publicadas en la red. A veces
las personas a las que me dirigía eran mucho más jóvenes que yo y se podría
decir que Internet era para ellos algo cotidiano y usual desde su infancia. La
cara de extrañeza para decir que consideraban la idea una obviedad (sin que
nunca se haya materializado, claro, tal obviedad) ha sido la única respuesta que
he obtenido. En este caso la interpreto de la siguiente manera: es obvio que en
la red hay de todo, pero el papel es otra cosa. El papel solo admite papel.
Hasta yo mismo lo acepto sin insistir. Ya es tarde para convertirme de adalid
de nada.
En
todo caso, no cuesta demasiado constatar que frente a la crítica literaria se
presenta una disyuntiva que esta no quiere ver. Unos libros a los que se aferra
su discurso que cada vez se convierten en más evanescentes y esporádicos para
los lectores; y una realidad de divulgación literaria desbordada en un medio
invisible para sus ojos pero cotidiano para un número creciente de lectores.
Contemplar
esta disyuntiva y abrir el discurso a lo publicado en soportes en red (algunos
ya totalmente estables, como las publicaciones electrónicas, otros más
inestables, como los blogs) tampoco
es fácil. La crítica literaria ha de superar diversos hábitos que complican una
nueva manera de proceder. Veamos algunos.
En primer
lugar, la crítica debería realizar una modificación de parámetros físicos. El
carácter magmático de la red obliga a tomar decisiones con un corpus que
presenta características casi cuánticas, es decir, inestable, desordenado,
impredecible… a diferencia de la mecánica newtoniana del carácter estable de
los libros, donde, como la manzana, la obra cae por su propio peso sobre la
cabeza del crítico. En la red las obras no caen del árbol de la cultura, es el
crítico quien ha de rastrear caminos inexistentes dejando migas tras su paso
que se zampan los pájaros. Primera deficiencia actual. La crítica necesita un
nuevo paradigma de valores que le permita realizar interpretaciones firmes en
un mar constantemente agitado.
En segundo
lugar, el crítico que busque trazar, aunque sea para uso propio, un paradigma
útil en la red se enfrenta a la ausencia total de modelos, frente a la saturación
de modelos críticos para las obras en edición convencional. La radical
asimetría entre uno y otro mundo favorece que, aunque un crítico se acerque a
la red, inconscientemente lo haga apoyado en alguno de múltiples modelos que
conoce, sin darse cuenta de que la sensación de abatimiento o de inconsistencia
que percibe no se debe a la realidad que observa, sino a la inadecuación de su
modelo de aproximación a un fenómeno. Es frecuente oír descalificaciones de la
red como medio de divulgación literaria. En casi la totalidad de los casos no
se trata de un fracaso de la red, sino de quien la observa, incapaz de
construir un medio para navegar por ella con satisfacción.
En tercer
lugar, se da la circunstancia de que cualquier descalificación de la red es
siempre razonable. La dimensión de la red es tal que admite cualquier
descripción, sea positiva o negativa. Ahora bien, la red no es metonímica: lo
parcial nunca representa a la globalidad. Y la metonimia es, desde Aristóteles,
uno de los mecanismos del conocimiento. En la red, dentro del ámbito literario,
conviven sin fronteras ni posibilidad de establecerlas, obras creativas con
usos secundarios de la vida literaria (noticias, contactos, divulgación,
publicidad…). En el mundo del papel las fronteras son claras: la editorial, la
colección, el libro, la revista científica, la revista ilustrada, el
suplemento, el panfleto… Esa jerarquía no existe en Internet. Es contraria,
incluso, a su propia efervescencia y carácter magmático.
No sería
difícil realizar un recuento mayor de obstáculos que la crítica encuentra para extender
su papel valorativo a Internet. Es importante observar, sin embargo, que no se
trata de ubicarse en internet. Algo que ha realizado la crítica de manera casi
natural, pues la proliferación de lugares donde se comentan libros, con mayor o
menor conocimiento, es incesante; sino de ejercer la crítica literaria sobre
obras que se dan a conocer en la red.
Los tres
puntos señalados como impedimentos a la hora de asentar un hábito crítico no
son más que una casuística superficial del verdadero problema que afronta la
disyuntiva libro-red, que es la asimetría del privilegios. Es decir, el
excesivo privilegio acumulado en el libro frente a la ausencia de privilegio de
la red.
Un
libro, cualquier libro, podrá tener una decisión de publicación sospechosa, una
distribución deficiente, una visibilidad
nula, una difusión precaria, pero desde el momento en el que se imprime hereda
quinientos años de privilegio cultural. Alguno de los libros de aforismos
utilizados como referencia en la antología mencionada al inicio de esta
reflexión es posible que posea una cifra ridícula de ventas, o incluso que no
haya abandonado el almacén institucional donde lo dejó el impresor, sin
embargo, el antólogo en ningún momento tiene en cuenta estos hechos. Una vez
editado, un libro se convierte en sí mismo, sin que cuenten para nada sus
circunstancias y sin contestación posible, en un producto cultural. Con valor
intrínseco como tal. De ahí que la aspiración al libro continúe siendo
inherente a la lícita ambición al reconocimiento literario. Sin libro, no hay
obra.
Una
publicación en la red que pueda sumar cantidades inmensas de lectores (sea en
forma de visitas, seguidores, comentaristas, citas…) carece por completo de
consideración cultural. Permanece invisible para las instituciones culturales, para
la crítica literaria y para los lectores cualificados con vocación de descubrir
y ordenar panorámicas literarias. Y no se trata de una cuestión de valía o
cualidad, porque esta nula consideración es siempre previa a la valoración.
Sencillamente no existe para las convenciones literarias. No está en papel, no
está publicada. Se utiliza con la red
la misma lógica que se aplica con las obras inéditas: hasta no ser editadas no
se puede considerar su existencia. La diferencia, abismal, es que ahora las
obra inéditas de los autores que publican en red sí pueden ser conocidas,
leídas y valoradas. Aunque permanezcan formalmente desconocidas e inéditas. Bonita
paradoja.
En
cierto modo, la asimetría de privilegio cultural libro-red es obvia desde un
punto de vista diacrónico. Una acumula siglos de crecimiento; otra con
dificultad alcanza una década de desarrollo. El problema del privilegio no contempla,
por lo tanto, el punto de partida, sino una situación determinada en el
presente. En un momento en el que el acceso a los clásicos de todas las lenguas
es inmediato en la red; que la cantidad de libros convencionales disponibles al
instante en la pantalla crece exponencialmente; que la comunicación científica
ya prefiere la red al papel y que la propia escritura alfabética ha sido
relegada de todas las actividades económicas de la sociedad (esto mismo que
ahora escribo solo es escritura alfabética en apariencia, pues los signos que
tecleo el ordenador los conservará en un código digital que necesitará un
traductor para que lo pueda comprender en la pantalla; si desaparece ese
traductor, lo que el ordenador guarda de lo que escribo resultará para mí incomprensible),
en un momento así, no se concibe la nula reacción de la crítica literaria,
absolutamente aferrada al salvavidas del papel. No se entiende la ausencia de
un proyecto de conocimiento que incluya lo que ocurra en la red. No se puede
admitir la actitud conservadora de reservar en exclusividad los privilegios
culturales para el libro en papel.
Puede
uno preguntarse, a continuación, quién encarna ese conservadurismo cultural
ajeno a los movimientos de la realidad. ¿Son las instituciones culturales?
Bien, hasta cierto punto la postura está en su condición. No es para rasgarse
las vestiduras. Un poco más sangrante resulta que la encarnen los agentes
culturales (revistas y publicaciones periódicas con vocación literaria) y ya
definitivamente desalentador es que en los autores mismos prevalezca el axioma
de que sin libro no hay obra. Incluso aquellos que publican normalmente en
Internet lo hacen como un paso estratégico en su aspiración al papel. Todos los
implicados de modo activo en la literatura siguen mirando hacia un mismo lugar:
la imprenta. Hacia su prestigio, a cuyo rancio resplandor no se plantean oponerle
ni siquiera una mínima sombra. Aquí es exactamente donde empieza el problema
que impide el desarrollo de una crítica literaria imaginativa y audaz que
valore lo que se publica en Internet sin el amparo de una recepción informada y
con criterio. Sin que se sepa si es peor o mejor que lo que se editaba en los
libros de papel. Y sin que eso le importe a nadie. O solo a mí, que es bien
poca cosa, por cierto.
[Inédito]
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