Encuentro traducido 14 en la librería. Inmediatamente lo
compro. Escribo la palabra «comprar» con vergüenza (los libros nunca serán
mercado) y convicción (si dejamos de comprar libros, posiblemente nadie los
eche en falta, pero yo sí). Ya me había llamado la atención cuando se distribuyó
hace unos meses la edición francesa. Estuve a punto de hacerme con él. Es un
libro tan delgado. Pero algo me hizo aguardar. No sé si la pereza o la
precaución. O quizá cierta incongruencia que descubrí al ojearlo: tiene 15
capítulos. ¿Y el «14»? Ahora, en castellano, es más fácil traérselo a casa.
Requiere menos decisión. Olvido la incoherencia estructural. Y pienso en el título,
ah ese título.
Evidentemente
no tenía ni idea de qué ocultaba un número como título. Ese número. De ahí que
mi imaginación se echara a volar. Yo había intentado algo así. Escribí Doménica a partir de sonetos. Escribía
un soneto por capítulo, y de cada verso extraía el asunto que desarrollaba en
cada párrafo. Cada capítulo tenía catorce párrafos. Catorce capítulos, sin embargo,
me parecía exagerado y la ideé en siete. Siete y catorce combinaron
estructuralmente de forma excepcional. Escribí así la novela siempre cuesta
abajo. El soneto era mi patinete. Escribir cada soneto era también una
experiencia singular. Había que mirar a dos lugares a la vez. Al soneto y a la
novela. Una experiencia envizcadora. Que
acabó en ceguera. Nada más recibir las pruebas de imprenta descubrí mi fracaso.
Los párrafos solo tienen un aspecto formal que los indica: su sangrado. Pero
hay otro elemento que también se sangra en las novelas: los diálogos. Y yo
escribí tantos diálogos. En mitad de los párrafos, incluso al inicio o al
final. ¿Cómo saber entonces dónde se contaba el párrafo para que sumara catorce?
Por si esta circunstancia no bastara encontré un posit pegado en las pruebas de cubierta: «¿No estaría bien que
algunos párrafos excesivamente largos los dividieras en dos o tres? Te señalo
algunas posibilidades.» Estructura pulverizada, pensé al principio. Luego
recapacité. Ningún edificio conserva en su fachada los andamios que sirvieron
para levantarlo. Igual la novela. Es posible que Doménica hubiera merecido que la titulara, antes de Echenoz, 14. Pero ni se me ocurrió, porque desde
la primera línea sabía dos cosas: que la protagonista se llamaría Doménica,
nombre también de la novela, y que aparecería en sus páginas justo a la
mitad de la redacción. O de la lectura, ahora. Es decir, en el párrafo séptimo
del capítulo cuatro.
Cuento estas
trivialidades porque sin ellas jamás me hubiera fijado en este libro. Lo abro.
Me arrastra el entusiasmo de mis pensamientos. Quiero saber cómo nace una
novela del número 14. Antes de empezar a escribir ya se me ocurren cinco o seis
posibilidades. La novela soneto. ¿Cómo la habrá escrito Echenoz? Me doy cuenta
ahora de lo olvidadizo que es el entusiasmo: ni recordaba que el libro tenía
¡quince! capítulos. La novela soneto con medio estrambote, pues.
La primera en
la cabeza. «14» es el nombre familiar de una fecha: 1914. Jamás se me hubiera
ocurrido una explicación tan sencilla para el dígito. Una fecha. Menuda
desilusión. Menuda obviedad. 2014 a la vuelta de la esquina. ¿Es necesario
hacer esas trampas ya para vender libros? Creo que las cosas están peor de lo
que pensaba, aunque yo siga comprando libros, creo que me estoy quedando en eso
también solo. Es decir: ya únicamente compran libros los que también comprarían
cualquier cosa que anunciaran por televisión. O los que regalan libros por
aniversarios. Me temo que la próxima novela de Echenoz sea una novela juvenil
(como esta, de hecho) y se titule «15» (Quin-ce-a-ños-tie-ne-miamor).
Nunca hay, sin
embargo, fracaso lector del que no se pueda extraer una enseñanza. (¿Quién dijo
eso? Habrá algo que no dijera, por cierto). Así que inicio la lectura. Es
curioso, pero enseguida empiezo a sentirme, como lector, ofendido. En la página
19 encuentro esta frase: «…en la primera planta de una imponente mansión como
las que suelen poseer los notarios o los diputados, los altos funcionarios o
los gerentes de fábricas…». Veamos, empecemos por el principio: ¿qué diferencia
hay entre una «imponente mansión» y una «mansión»? Ninguna. Es una mera
redundancia. Todo lo que sigue no es ya propio de la novela juvenil, sino de la
novela de parvulario. En la página siguiente uno empieza a entender a Echenoz.
Tal vez tenga insomnio y se trague todos los programas nocturnos de venta de
productos. Así, un libro que la protagonista tiene en la mesilla es «el valioso
Premio Goncourt». Adjetivación de programación televisiva de venta de
productos, sin duda.
No se tarda en
descubrir que si bien la novela es breve, le sobra la mitad de palabras, pues
todo lo dice dos veces. Veamos un par de ejemplos. En la página 24 el lector se
asoma al abismo semántico de la siguiente frase: «…un aire muy caliente, casi
sólido y salpicado de carbonilla». Asombrado Echenoz por la profundidad de la
imagen se ve obligado inmediatamente a abrir un paréntesis explicativo, no sea
que el lector no haya captado su hondura «—calor que ya no se sabía si era el propio
del mes de agosto o procedía de la locomotora, probablemente se juntaban
ambos—». Sagacidad literaria: si los personajes iban en tren en el mes de
agosto, «probablemente» los factores caloríficos se sumaran. No había
caído. Otro ejemplo más claro de la
duplicación constante de significados: «Dejando atrás las vistas a los
inmuebles apiñados y las plazas con viejas mansiones pegadas unas a otras».
Ojo: unas están «apiñadas» y otras «pegadas unas a otras».
Si la
redundancia, columna vertebral del estilo de Echenoz, se contentara con la
reduplicación, hasta se podría leer. Lo dejaríamos en novela de primaria. Pero
Echenoz es insaciable. Quiere acabar en el Guinness de la retórica. Veamos cómo
en solo 82 palabras repite cinco veces (5) la misma idea. Las voy contando con
paréntesis: «La fábrica era de zapatos (1). Toda clase de zapatos (2), zapatos
para hombres, señoras y niños, botas, botines y botinas, derbys y richelieus,
sandalias y mocasines, escarpines, zapatillas, chinelas, modelos ortopédios y
de protección, hasta botas de nieve… (3) …Todo por la extremidad en la casa
Borne-Sèze (4), de la galocha al escarpín, de los borceguíes a los tacones de
aguja (y 5).» Increíble.
¿Qué hay
detrás de esta escritura reiterativa e insultante para el lector? Creo
intuirlo. Echenoz parte para la escritura de su novela de un guion previo. En
ese guion anota, por ejemplo, «visita la fábrica de zapatos». Luego, cuando
redacta la novela, lee la frase previa y se dice: «fábrica de zapatos… mmm», y
rellena un párrafo con la idea. La engorda. Lo mismo que hace el carnicero
cuando prepara salchichas. Toma un puñado de carne picada y lo introduce en la
funda de la salchicha.
El mal de la
literatura actual está precisamente aquí, en la escritura con guion previo. El
guion es útil cuando se aborda una novela policiaca, una novela juvenil, un
best-seller… Es útil porque permite redactar una novela en un periodo breve de
tiempo. No exige pensar la escritura. Ni que esta pueda o no pueda emerger.
Sencillamente, sigue las piedras dejadas en el camino. Cuando un novelista que
aspira a escribir literatura se conforma con trazar un guion y rellenarlo el
lector se da de cara con fiascos como 14.
Donde ni siquiera está rellena la salchicha: da la impresión de que el carnicero
ha metido una funda dentro de la funda.
Pero el mal
tiene una amplitud mayor. La novela con guion previo se ha impuesto como modelo
sobre la escritura que nace de sí misma, que se descubre en el proceso. Que
avanza en las tinieblas. La literatura. Los guionistas se han disfrazado de
literatos.
¿Y
mis sonetos de Doménica? ¿No eran
también un guion previo con el que redactaba cada capítulo? Claro que sí. Era el
guion antiguión. Ahora lo sé. Echenoz me lo ha enseñado (uno ha de convencerse
de que no ha desperdiciado doce euros con noventa céntimos). Mis sonetos eran
una linterna sin pilas para iluminar la oscuridad del camino. Exactamente lo
que esperaba encontrar en esta novela con un título así de sugerente. Y ha
resultado la experiencia opuesta: una vela para aclarar la luz de un mediodía (1)
despejado (2), de agosto (3), sin nubes (4) y con sol (5).
[Inédito]
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