La tarde pinta rara. Unas gotas mal avenidas van dejando su urticaria sobre el asfalto. Quien había cogido el paraguas —porque así lo anunciaba el parte— y lo había vuelto a dejar en su sitio —incrédulo— avanzaba hacia La Central del Raval como un arrepentido. Presenta su libro Eduardo Moga. Insumisión. Un buen título. De la época. Que da para empezar a hablar por ahí. Así lo hace Jesús Aguado, que es quien lo presenta. Insumiso de la poesía biempensante, de la poesía de hojaldre y de merengue. No utiliza estas palabras, pero como no recuerdo cuáles usa, escribo estas, que me suenan a las que pronuncia. Habla, eso sí lo recuerdo, de «poéticas decorativas», y cuando lo dice a Moga se le escapa una sonrisa.
La
poesía de Moga, poco decorativa en general, tiene una rareza dentro de nuestro momento. Cada libro suyo se presenta con las cualidades de una poética
consolidada, que al lector le da la impresión que es el puerto de llegada de
una obra madura. Cada título. Pero al siguiente las cualidades han cambiado,
sin que se advierta la transición, mostrando otra poética igualmente
consolidada. Como de toda una vida. Así empezó el poeta cosmológico que fue en La luz oída (1995), un libro inicial que
sería para cualquier otro poeta la culminación de una obra. Del mismo ciclo
parece El barro en la mirada (1998)
que es, sin embargo, un extenuante recorrido en busca de la identidad, como si
el poeta para mirarse en el espejo tomara el camino inverso a este y necesitara
rodear por completo el planeta hasta llegar a contemplarse. El corazón, la nada (1999) o Unánime fuego (1999) amparaban en el
poema en prosa una irracionalidad más contenida, que aún no había descendido a
tierra, sino que elevaba lo terreno a las constelaciones de la imagen
lingüística. Poco después, en La montaña
hendida (2002) o en Soliloquio para
dos (2006), su poesía aterrizaba. El erotismo inflamado que había latido
siempre bajo sus versos prendía por fin fuego al bosque púbico de lo
contingente («Tetas: la realidad, / la amenaza»).
A
la realidad llegó Eduardo Moga para quedarse. De hecho, como si siempre hubiera
estado aquí. Las horas y los labios
(2003), Cuerpo sin mí (2007) o Bajo la piel, los días (2010) son extraordinarios ejercicios de comprensión
de lo real. También hercúleos trabajos de identidad. Ahora ya no necesita
recorrer el universo para encontrarse, pero la vuelta a la habitación donde
escribe no se realiza con un esfuerzo verbal menor. La ingente energía —solo
comparable a una explosión de índole atómica— que despliegan los poemas de
Eduardo Moga en el acto de la comprensión de la realidad carece de paradigma o
de referentes.
El
dibujo de esta evolución, que no solo afecta a temas que cambian, sino a una radical
metamorfosis del estilo y de la escritura, me deja siempre pasmado. Porque es
vertiginosa —no sé si existe algún poeta contemporáneo que haya trazado un arco
tan gigantesco— y al mismo tiempo invisible. Desde la imagen irracional y cosmológica
hasta la imagen realista —aunque realismo no signifique aquí una descripción
superficial de los visible, sino lo opuesto, la transformación de la
complejidad de lo real en materia verbal— hay un océano sin aviones que lo
recorran.
En todas estas cosas pensaba mientras iba sorteando los goterones que el sarampión de la lluvia dejaba en la piel del asfalto. Porque Eduardo Moga había vuelto a dar un salto y ya no estaba donde me había acostumbrado a pensarlo, sino en otro sitio. Insospechado. Porque Insumisión (2013) y el poema «Dicen» (2013), publicado en un libro colectivo, habían vuelto a pillarme desprevenido. Y Moga ya estaba, como si siempre hubiera estado ahí, en otra parte del espectro estético del presente.
Eduardo Moga y Jesús Aguado. Barcelona. 27 de noviembre de 2013
Eduardo Moga se mantiene fiel en
sus presentaciones a una única captatio
benevolentiae de toda la vida. Desde que le vi presentar La luz oída le oigo disculparse por
escribir poemas largos. Bueno, de hecho, ahora sí escribe poemas largos; antes
no, en sus inicios escribía poemas extraordinariamente largos. Poemas que
raramente bajaban de los tres mil versos. O versículos. Explica, porque con el
tiempo ha sabido encontrarle argumento a la disculpa, que en la conjunción de
una escritura que al mismo tiempo que fluye construye encuentra su ideal. Bien
descrito. Flujo y construcción. Secreciones y sillares. No se me hubiera
ocurrido una definición más acertada de su estética.
Hay
en este nuevo Moga de Insumisión una
reversión de uno de sus principios compositivos: el del carácter unitario de
cada libro. O mejor dicho, el hecho de que cada libro está siempre formado por
un único poema. En Insumisión ha
tratado también de que así lo parezca. En la estructura, férreamente
establecida desde fuera con la alternancia de poemas en verso y poemas en
prosa, y en los tres textos que elige leer en La Central esta tarde. Los tres
firmemente enlazados por el tono y el ámbito. Pero en Insumisión ya no hay un único poema, sino la excepcional ambición
de construir un único poema con materiales irreconciliables. Con una sarcástica
estampa de Aznar y con una recreación escalofriante del suicidio de Paul Celan.
Con el lenguaje de la sátira y con el lenguaje ensimismado de la introspección
amorosa. Por primera vez las suturas se ven. Forzosamente han de verse, porque
la lectura es una navegación, y los cambios bruscos del viento afectan a las
condiciones de quien lee.
Su
pretensión, una ambición estética casi de época, —más evidente aún en el collage de «Dicen» que en Insumisión— es reunir bajo el amparo de
la poesía lo fragmentario y deslavazado, y también los sinsentidos, acasos,
contextos y trivialidades —no por ello a veces menos dolorosas—, que convergen
en el sujeto que escribe. Una suerte de poema total de la realidad verbal del
sujeto. Un paso más allá. El primer acierto de esta renovada poética de Moga es
lo que, al plantearla, deja en entredicho: el poema como sumisión a lo poético,
el poema como depuración de la realidad, como idealización de lo agreste (ah,
el espíritu del barroco cómo late debajo). Eso es lo que delata. Lo que
pretende construir: la atonalidad de un presente que registra el mismo día,
acaso, la lectura de una Elegía del Duino y las declaraciones radiofónicas de
Esperanza Aguirre.
La «liturgia» —palabra que pronuncia el poeta con el dolor de acertar— acaba con el colofón de un pequeño coloquio. A medias todos sabemos de qué se habla y a medias no. ¿Son válidas todas las interpretaciones? ¿Son legítimas todas las valoraciones? Es curioso que sea precisamente este el asunto que aparezca. Pero ya no da tiempo a averiguar por qué. Es tarde. Un aplauso cierra el acto. Fuera, en la calle, la lluvia se ha quedado en vana amenaza. El frío obliga a caminar un poco más rápido y a abreviar las conversaciones. La tarde pierde sus rarezas. Constato que la poesía es la única patria donde me encuentro en casa.
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